martes, 4 de marzo de 2014

Cultura. Cuaresma. Elena Conde Guerri

                  Cliqueando en los clásicos ante el umbral de la Cuaresma.
                                            Los ídolos mudos    

                                                                            Elena Conde Guerri   
       
                                                 Facultad de Letras
                                                Universidad de Murcia 

Los jóvenes que deseen ojear estas líneas, entenderán rápidamente el anglicismo. Y los menos jóvenes, aceptamos no sin cierta incomodidad las reglas impuestas por la RAE que sólo confirman cómo el frenético avance de los medios y la tecnología se ha impuesto hasta el punto de invadir canónicamente nuestra lengua para este siglo y los venideros.
Por ello, propongo esta vez una inmersión en el pasado, porque siempre estará ahí como pedagogo vivo. Un suave toque de ratón sobre fuentes que documentan valiosos aspectos de las llamadas sociedades clásicas que, por antonomasia, son las griegas y la romana. Rebobinando, me viene a la mente un pasaje de los Anales del historiador latino Tácito, maestro donde los haya, en que relata las circunstancias previas y el suicidio de L. A. Séneca. En su libro XV, a partir del capítulo 60 (por si alguien se anima) revive con todo dramatismo, como en un cuadro pictórico, los hechos que todavía hoy impactan y que abren algunas reflexiones adecuadas al tiempo de Cuaresma que la Iglesia católica inicia. Eso sí, salvando las distancias y siempre bajo la responsabilidad de mi interpretación.


Séneca, el noble de clase ecuestre oriundo de la Bética, llegó en Roma a ser el primer consejero del emperador Nerón a quien instruyó para que sustentase su poder omnímodo en una filosofía política basada en el equilibrio de la doctrina estoica. Se consiguió sólo en parte. Pero mientras duró la privanza, Séneca se hizo inmensamente rico, propietario de villas de recreo con hermosos jardines y objetos de arte,  poderoso e influyente. A lo que unía sus dotes para la elocuencia que, según muchos, despertaban la envidia de Nerón. Luego, todo se envenenó por sucesos que aquí son prescindibles, y que precipitaron su perdición. La vida de privilegios se cortó para siempre y el filósofo, inteligente y consciente de que el emperador iba a por él, se adelantó a la sentencia con el final dramático por todos conocido. Máxime, después de que Nerón rechazase su súplica de apartarse de la gestión pública para refugiarse en la introspección fecunda de una vida retirada. En este diálogo, sí  hay una réplica sustanciosa del emperador, siempre útil: «Tus servicios han consistido en educar e instruir primero mi niñez y después mi  juventud con tu inteligencia, prudencia y sanos preceptos, que es lo único que precisaban las condiciones de mi vida. Por ello, los bienes que de ti he recibido quedarán perdurablemente grabados en mi corazón mientras yo viva. En cambio, los que tú has recibido de mi, jardines, riqueza y villas, están sujetos a los vaivenes de la Fortuna». Palabras ponderadas en la pluma de Tácito (que es quien verdaderamente habla), verdades ciertas de quien, aun escribiendo en los años plenos de difusión del cristianismo histórico, le era ajeno e, incluso, detractor por indiferencia y cierto desprecio. Lo que no quita que vislumbrase el peligro del acaparamiento y disfrute en exceso de los bienes materiales, muy alejado del ideal del sabio para quien la herencia de la paideia permanece para siempre.
               
        Cuando Tácito redacta su obra, los Evangelios sinópticos ya se habían escrito y, casi cierto, también el de San Juan. Todos estos autores, por esos azares maravillosos de los cruces de la historia, transitaban por las mismas décadas aunque con visiones bien distintas. Un periodo polisémico y rico en aspectos religiosos y socioculturales en el que las mentes más agudas defendían valores que dignifican al hombre, como la templanza o la moderación. La gran diferencia es que los Libros inspirados dan un paso más. En este Evangelio del primer  domingo de Cuaresma, el Señor es tentado por el diablo en el desierto. En el texto de Mateo concretamente, el cebo en la tercera intentona es el mismo: el deslumbramiento y la codicia por el poder, las riquezas, la gloria. Tal posesión omnímoda pide, incluso, la osadía de la adoración, la proskynesis, al propio espíritu del Maligno. Pero el Señor reacciona: «Apártate, Satanás, porque está escrito al Señor tu Dios adorarás y sólo a El darás culto». En la Verdad encarnada, se proclama que Uno es el verdadero Dios y como Padre que nos ama infinitamente puede cimentar la voluntad de rehuir la idolatría existencial y las idolatrías tangenciales.

                   Séneca aún no pudo descubrirlo. El era todavía deudor de lo que Pablo llama «los ídolos mudos» (1Cor 12,2) aunque su muerte respondiese con valentía a las categorías aristocráticas de la sociedad en que fue educado. Nosotros, cliqueando en el devenir de la historia tantos siglos después, tenemos al menos la esperanza cierta de que Alguien sostiene nuestro criterio y voluntad para saber utilizar el poder y las riquezas (quien lícitamente las tenga) con discernimiento pues, volviendo a San Pablo, «todo es lícito, mas no todo es conveniente».