sábado, 13 de septiembre de 2014

La reconciliación. I.

         LA RECONCILIACIÓN

                       I

 
   EL PECADO

            Es una constante en la historia de la salvación judeocristiana la reconciliación de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Ambas reconciliaciones reclaman, de por sí, haber formado una relación previa que sirva de punto de partida. La relación de Dios con los hombres arranca de la creación, en la que se crea una sintonía del Creador y la criatura para realizar el proyecto de culminarla. La descripción del estado idílico de los orígenes de la humanidad soñado por Israel, se quiebra con la decisión humana de separarse y rebelarse contra Dios. Sin embargo, Él mismo se pone en marcha para cambiar la situación creada por el hombre (cf. Gén 3,5). ¿En qué consiste el pecado que aleja al hombre de Dios?, ¿por qué el hombre necesita reconciliarse con Él? y  ¿cuál es el camino que se debe recorrer para acercarse a Dios?

La Revelación cristiana admite una situación de enemistad de la creación y de la humanidad con Dios que ha provocado, a la vez, un distanciamiento de Él, un aislamiento de las personas y un enfrentamiento entre ellas. Las culturas se encargan de transmitir el mal que envuelve a la creación. Este mal, que se hace uno con el hombre, se ha pensado y defendido que proviene de un principio que infecta a toda la realidad y es antagónico a otro principio llamado bien, o simplemente es una apariencia ante la potencia infinita de la bondad divina. El cristianismo se distancia de estas interpretaciones del mal. La fe cristiana mantiene la tradición judía de que el mal no puede venir de Dios o de un principio divino con sentido negativo, pues Dios es amor y por su amor ha creado todo lo que existe. Entonces el mal, que tampoco es pura apariencia, o un simple defecto, o un fallo pasajero del hombre ante la potencia omnímoda del bien, procede de la dimensión finita de la criatura, cuya actuación en la historia impulsada por su voluntad y libertad ha degradado la realidad. La contingencia de lo creado, unida a la capacidad de decisión humana, es la que hace posible que la creación, al menos una buena parte de ella, vaya por unos derroteros muy diferentes a los trazados por Dios desde el principio, según su revelación al hombre.
           
Como trataremos después, la degradación de la realidad se cobija en las instituciones sociales, en las que las personas desarrollan y formalizan su vida, y que las culturas fijan y objetivan. Estos intereses humanos que crean una mentalidad colectiva, opuesta a la divina, contagian las mediaciones fundamentales que necesita la persona para construirse a sí misma, como son la familia, la enseñanza, la industria, la política, la economía, etc. Todo ello produce una red que atrapa y esclaviza al hombre y causa una atmósfera, que es la que respira el hombre desde que nace, y que la interioriza de una manera acrítica como elemento fundante de su vida. El pecado establecido en las instituciones sociales funciona con una cierta autonomía, pues los mecanismos que hacen moverse a las sociedades están viciados. El ser social estructura el ser personal y, a su vez, éste se convierte en vehículo inconsciente del mal. A la vez, los pecados personales y los cometidos por grupos humanos alimentan la estructura de pecado de las sociedades favoreciendo sus intereses, que van contra la persona y sus relaciones de amor. En lenguaje de Juan es el «pecado del mundo» (cf. Jn 1,29; 17,9), que se erige como el enemigo de Dios e interfiere sus planes de conducir al hombre a su plenitud (cf. 1Cor 2,8.12). Dios intenta rescatar y salvar a los hombres de este enemigo (cf. 2Cor 5,19; 1Jn 5,4-5).
           
Al pecado estructural, situado en la historia humana, se une «la fuerza oculta de la iniquidad» de la que habla Pablo (cf. 2Tes 2,7) y que desvía al hombre de su meta final. Es el llamado pecado original o de Adán (cf. Gén 3), que también escribe el Apóstol (cf. Rom 5,12-21). Se da un desacuerdo entre las potencias que configuran el ser humano, que desajusta y desequilibra las relaciones con Dios, conduce al desprecio y odio hacia los demás haciendo imposible la comunidad humana, y terminan por corromper a la persona. Y este desacuerdo interior obedece a una idolatría del yo que se instala al inicio de la historia humana en el pedestal de la divinidad y se transmite por la cultura de los pueblos. Este pecado de origen desencadena multitud de actos que degradan a las personas e impiden el desarrollo normal del individuo, de la familia y de la sociedad, y da lugar al pecado estructural, social y personal. Se da, pues, en la historia una situación que alcanza a todos los hombres por el simple hecho de haber nacido y participar de ella, sin mediar la libertad personal, que tuvo un origen en una decisión humana. Es el pecado que ha desencadenado todos los males y corroe a todos los hombres, si bien no se puede achacar a la estructura misma de la creación.