lunes, 11 de abril de 2016

Los «versos divinos» de Gerardo Diego

La fe de un poeta: los «versos divinos» de Gerardo Diego



Francisco Javier Díez de Revenga
Facultad de Letras
Universidad de Murcia

Gerardo Diego, nacido en 1896, desarrolla una etapa de notoria fecundidad poética en los últimos años de su vida, continuación de lo que ha sido, a lo largo de los años, una actividad literaria muy laboriosa y nunca renunciada. En 1966, al cumplir los setenta años, publica en Málaga, un pequeño poemario, Odas morales, al que seguirán otros libros muy próximos a su edad en ese momento y desde luego a su situación profesional, como puede ser todo lo relacionado con su jubilación como catedrático de Instituto, ocurrida en 1966. Cementerio civil aparece en 1972 y refleja en él una aproximación absoluta a las inquietudes propias de senectud (vejez, tiempo, muerte), pero es cierto que nuevas reflexiones de madurez vital muy interesantes aparecen en Versos divinos, libro escrito a lo largo de toda su vida, pero publicado en 1971. Los  últimos poemas integrados en este libro serán de gran interés y resultarán excepción más que notable en el campo de la poesía española del siglo xx, dado su carácter religioso militante, aunque reflejarán inquietudes comunes a otros poetas contemporáneos.
Pero la posición de Gerardo Diego, en esta aportación suya a la lírica actual, revela, sin embargo, especial peculiaridad, que le distingue de todos sus compañeros de generación, debida a su fidelidad a la ortodoxia católica y, en consecuencia, a su creen­cia en un más allá esperado. La perspectiva ofrecida, en el  especial contexto de Versos divinos, por un poema en que se glosa la vejez de Matusalem puede ser representativa de intenciones y  creencias.
Y en ello insiste en la mayor parte de los poemas contenidos en las obras finales. Todas las manifestaciones reali­zadas a lo largo de Cementerio civil, y que en algún momento ponen el poeta en relación con un cierto medievalismo (representado por  la figura de Jorge Manrique), en torno a la muerte y al sueño en relación con la vida y con la muerte, suponen una adopción clara de un credo totalmente ortodoxo. Un caso interesante de la  ausencia de dramatismo en torno a la muerte viene representado por aquellos poemas en los que el poeta desmitifica la edad y la  vejez, aceptándolas en la línea de resignación y sana alegría de su poema sobre Matusalem.
Los endecasílabos blancos que lo componen son admirables por su perfección. Véase como ejemplo el cuarteto final que viene a ser la conclusión de todo un poema donde se medita la edad, la vida y la muerte:

Cansado estoy. Dejadme ya, que quiero
dormirme, o con mis sueños o cerrado,
sellado, hasta que el Santo venga a abrirme
llamando con el cuento da su lanza.

Entra así de lleno en la poesía religiosa española la temática bíblica de la que no podemos sino hacer notar su ausencia, al menos con esta extensión, a lo largo de muchos siglos en tantos y tantos poetas que prefirieron dirigir su mirada más hacia los temas evangélicos o de devoción mariana, a los temas de Santos y no a los específicamente del Antiguo Testamento.
La actitud adoptada por Gerardo Diego en esta glosa de la Biblia es, por otra parte, muy reciente ya que tan solo ocupa los dos últimos años de la dilatada vida del libro. Paralela a esta novedad creemos que esta la circunstancia formal del verso utilizado. Las largas series de versos libres que van desde el de seis hasta los superiores a las veinte sílabas, hacen que esta parte respire un aire nuevo, moderno, con un tono distinto de la tradicional poesía religiosa que ha ido apareciendo en nuestras letras.
Como tema final, el poeta dedica una sección completa a Jesús, constituida por temas evangélicos que van desde el episodio del niño ante los doctores hasta Pentecostés glosando en diversas escenas la vida de Cristo. En general se trata de versos en los que predomina lo narrativo, lo descriptivo, lo evocador en suma, aunque al final siempre aparezca la nota subjetiva del poeta creyente. Por ejemplo en el dedicado a "La Ascensión" después de evocar la celestial subida, el poeta vitaliza el momento al aplicarlo a su propia existencia:

Desde alli lo ve todo,
nos ve a todos y al valle
donde quedamos fríos
perdiéndole, buscándole.
Quedamos esperando
que vuelva, que se rasgue
la nube que le oculta
el mismo azul del aire.

El poema que cierra el libro evoca «Pentecostés» en versos llenos de significado que quieren describir el valor de las lenguas de fuego que se sitúan sobre los apóstoles como símbolo del Amor. Los alejandrinos blancos que forman el poema se adecuan a la grandeza del momento, que al final se ve empañado por una serie de personificaciones del mal que permanece entre nosotros aun después de la llegada del Espíritu Santo.

Pero no estamos solos. El fuego nos calienta.
Y el reino del Espíritu descendió hasta nosotros.

Gerardo reunió en su libro Versos divinos, volumen muy anunciado, la mayor parte de su poesía religiosa, por lo menos aquella que era más estrictamente religiosa y no estaba vinculada a un determinado paisaje, ambiente, ciudad, región, etc. Carácter religioso alcanzan poemas de otros libros e incluso obras enteras, como es el caso de Ángeles de Compostela, pero  Versos divinos tiene otra dimensión, ya que no sólo la unidad de tema (lo religioso cristiano‑católico) le da sentido, sino que es también la temperatura, la posición anímica del poeta la que da a esta difícil especialidad poética un sentido moderno y al mismo tiempo fiel a la ortodoxia requerida. Supera nuestro autor, sin  dificultad, la seudo‑poesía religiosa, repetitiva y manida, que,  una vez pasado el siglo de oro, se dio en nuestras letras y ha  mostrado, salvo pocas excepciones, tópicos repetidos, que hacen  que el lector moderno se prevenga ante la poesía religiosa.  Gerardo Diego salva esta dificultad con soltura y demuestra una recia personalidad de poeta y de católico que sabe interpretar los temas de la religión con visión serena, soltura y originalidad. La seriedad de sus representaciones poéticas viene  avalada también por un conocimiento profundo de la religión,  aprendido en la lectura de los libros más representativos, empezando por la Biblia, de la que proceden sus espléndidas representaciones del Antiguo Testamento, a las que se unen las canciones de tipo tradicional que, a la manera de su maestro Lope de Vega, enriquecen misterios y representaciones de la religión, entre los que destacamos los temas navideños. El temprano Vía  crucis, que se incorporaría a Versos divinos, ha sido considerado  por el poeta como libro aparte, justificadamente, sin duda, dado su dramatismo, intensidad y belleza, con rica representación del argumento glosado.
Con la poesía religiosa de Gerardo Diego ocurre lo mismo que con otras representaciones de su obra poética. Gerardo es de nuevo una isla, una excepción y si se decide a publicar la colección de todos sus poemas religiosos es porque sabe que son sinceros y que nada  tienen que ver con la poesía devota, repetitiva, de novenario,  que había inundado la literatura española desde el siglo xviii.  Su religiosidad es la expresión de una fe y sus interpretaciones poéticas o están enmarcadas en la tradición española de la lírica popular del Siglo de Oro, o son representaciones contemporáneas de la religión y sus personajes, como ocurre con sus poemas sobre la Biblia. Como vemos, en este sentido también Gerardo ocupa un  importante hueco y por ello fue elogiado por los poetas de su entorno y también por los eclesiásticos, en aquellos años setenta del siglo pasado, más avanzados. José Luis Martín Descalzo le dedicó una elogiosa reseña, en la que destacaba sus virtudes como creyente actual. El  libro además se publica en una colección de poetas que reunía a  los creadores más afines a Gerardo Diego: las «Alforjas para la  poesía» de la Fundación Conrado Blanco.




IV Domingo de Pascua (C)

                                                 IV DOMINGO DEPASCUA (C)


Lectura del santo Evangelio según San Juan 10,27-30.
En aquel tiempo, dijo Jesús: -Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno. «Yo he venido para que tengan vida»

1.- Contexto.  Durante la fiesta de los Tabernáculos, Jesús se ofrece como el agua viva, la luz del mundo, el Hijo y Enviado del Padre, y después de enseñar cuál es el itinerario de la fe al ciego de nacimiento, se propone como el buen Pastor. En los capítulos del ciego y de Lázaro (cf. Jn 9.11), Juan presenta las tensiones que hay entre los responsables de la fe hebrea y Jesús. Tal es así, que desvela dos mundos irreconciliables.  La tensión entre judíos y Jesús se prolonga cuando acuerdan la muerte de Jesús al devolverle la vida a Lázaro, tensión que continúa entre los malos pastores —las autoridades religiosas—  y él. Jesús es el buen Pastor, como el Señor es para Israel desde que los sacó de Egipto y los condujo a la Tierra prometida. Y será su Pastor cuando los conduzca de nuevo desde el destierro a Sión (cf. Jer 31,10; Is 40,10). También será un buen Pastor un descendiente de la casa de David, como personaje único, como único será el rebaño. Y este pastor se diferenciará claramente de los  demás porque conoce a las ovejas y las ama hasta dar la vida por ellas; una vida que será para sus ovejas eterna, porque procede del Padre.


2.- Sentido. Conocimiento y amor hacia el rebaño es lo que diferencia los buenos de los malos pastores. Es una alusión a los que cuidan la religión de Israel y que Jesús, el nuevo tabernáculo, sustituye definitivamente cuando el Señor lo resucita de entre los muertos. Él es el nuevo templo del Señor (cf. Jn 2,19-22), porque ha establecido la auténtica relación de amor fraterna, que es la que revela la religación de amor con el Señor. Pero la vida de Jesús, en la que en el tiempo de Juan ya se contempla con la pasión y muerte, va más allá de la imagen que entraña el Señor como Pastor en la historia de Israel. Jesús, buen Pastor, da la vida, entrega su vida, no duda en llevar su entrega por sus hermanos hasta la muerte. Es la imagen cabal del Pastor opuesta a los asalariados que abandonan el rebaño ante cualquier peligro; y peor: los que usan el rebaño para beneficio propio, lo contrario al amor. Jesús ha sido puesto por el Señor como el centro y el medio de las relaciones entre los hermanos, y de los hermanos con Dios.




3.  Acción. Jesús es el único pastor de su Iglesia, además de su cabeza. Los otros que han sido constituidos pastores no lo sustituyen, sino que son signos de su presencia. Jesús, aunque esté sentado a la derecha del Padre, no abandona a su rebaño, porque le ha dado su Espíritu. Pero a los que él ha hecho pastores, representantes suyos, deben vivir la experiencia de amor divino, que les lleva a dar la vida por el rebaño, si es necesario. Es la única manera que hay para que el «rebaño tenga vida eterna». Por eso, no se puede concebir un pastor egoísta en la Iglesia, que viva del amor de sus ovejas y que se aproveche de ellas para su interés personal, marcado por su egoísmo.- Por otra parte, vivimos en un mundo donde se dan toda clase de ideologías, sentidos de vidas, propuestas de felicidad humana fundadas en creencias muy diferentes. Y lo que es peor, es que tales ofertas de felicidad o de fe son expresiones de nuestra mente, de nuestra imaginación, de nuestra inteligencia, de nuestra buena voluntad. Hay que considerar a Jesús como el único Mediador y Centro de las relaciones con Dios y con los hermanos. Él nos da la seguridad de que andamos en el camino correcto y de que su revelación del Señor es la que en verdad es y existe: Dios es amor y nos lo ha dado para nuestra salvación (cf. Juan 3,16; 1Jn 4,8.16).

El Buen Pastor

                  IV DOMINGO DEPASCUA (C)


Lectura del santo Evangelio según San Juan 10,27-30.
En aquel tiempo, dijo Jesús: -Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno. «Yo he venido para que tengan vida»

               1.- Los cristianos no somos creyentes que podamos dirigirnos a Dios directamente. No podemos puentear a Jesús, que es «el camino, la verdad, la vida» (Jn 14,6). De Jesús nos viene la verdadera y definitiva imagen del Señor, como Padre y Madre,  pleno de amor misericordioso. Es la bondad que le inclina de una manera natural hacia nuestra vida. El Señor es como un Pastor que sale a buscar la oveja extraviada, y hasta que no la encuentra recorre todos los lugares del mundo (Lc 15,3-7). Y esto es así, porque toda la creación formamos parte de sus entrañas, de su corazón, y somos objeto de su amor. Dios no es un Ser que sea indiferente a los devaneos y tensiones, como traiciones que sufrimos o hacemos a los demás. Dios sufre y padece con nosotros, con lo que nos sucede a nosotros; y nos lleva por caminos seguros cuando nos perdemos ante la multitud de voces que escuchamos cada día por todos los medios. Él es el centro de la vida cristiana, de cada cristiano y de la comunidad. A él le reconocemos como único Señor cuando nos habla. Porque nos conoce personalmente y nos ama uno a uno, tal y como somos; y por eso le seguimos.  Él va delante de todos, hace que conozcamos su voz y le sigamos por las sendas llanas y los pedregales de la vida. No está en el despacho para que vayamos a él. Él está en la familia, en la oficina con nuestros compañeros, en el coche cuando viajamos, en el parque cuando paseamos, en el pobre cuando nos lo cruzamos.


               2.- El Señor se hace presente en la comunidad y nos da el alimento necesario para saber cuál es nuestro sentido de vida, y la fuerza para llevarlo a cabo. Las comunidades eclesiales, la familia y la fraternidad religiosa tienen pastores que canalizan la bondad del rebaño y ponen en común todos los valores que posee cada oveja para el bien de todos. Los humanos y los creyentes necesitamos de los pastores para que dirijan nuestras vidas por el camino de bien, un camino que por fuerza debe terminar en una plaza donde entren en comunicación todas las virtudes que lleva cada persona en su corazón y está desarrollando en su vida. Un pastor que no busque la relación y la unión de las ovejas es el que solo piensa en sí mismo y cómo aprovechan los bienes ajenos para sus intereses. Debemos fijarnos en Jesús: es el que da la vida por nosotros para que tengamos vida, y vida para siempre.


3.- El cristianismo no es una cuestión de obediencia a la ley, por buena que sea, para sentirnos dentro de ella y, por consiguiente, participantes de la salvación divina que transmite. Jesús no es la ley. Es una vida, con un sentido que hace presente el reino de amor misericordioso del Señor. A Jesús hay que seguirlo en su estilo de vida e identificarse con él. Nos lo enseña San Pablo con mucha claridad: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Jesús es el buen Pastor que entrega su vida por nosotros para que tengamos vida abundante. Y nosotros debemos orientar dicha entrega de Jesús al servicio de los hermanos. No podemos robarles la vida que él nos da constantemente y esconder su sentido en nuestras actitudes en la relación con los demás. El Señor es el buen Pastor que va en busca de la oveja perdida. Jesús es el buen Pastor que da la vida por sus ovejas para que puedan vivir; cada uno de nosotros somos pastores que testimoniamos que el Señor y Jesús son así.