lunes, 22 de diciembre de 2014

La familia de Nazaret

                                                  LA SAGRADA FAMILIA (B)



        
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2,22-40.

         Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor [(de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»).
         Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.
Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel. José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: —Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma.
         Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.]
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

        
1.- Dios. Los padres de Jesús reciben otra alegría en el templo: es el saludo de una mujer consagrada al Señor, por lo que está capacitada para leer su voluntad (cf. Éx 15,20; Jue 4,4; 2Re 22,14). Simeón con la Ley y ahora Ana con la profecía, es decir, en nombre de la identidad de Israel, reconocen la trascendencia de la vida del niño, como le sucederá a Pedro, Santiago y Juan más tarde (cf. Mc 9,3-13par). Ana indica la salvación de Israel (cf. Lc 1,68) que está simbolizada en la liberación de la ciudad santa de Jerusalén (cf. Is 40,2; 52,9; 2Sam 5,9), un tema muy caro a Lucas (cf. Lc 2,38; 9,31; 13,22; 17,11; 18,31; etc.). Y lo hace público a todos los que transitan por el templo.

2.- La Iglesia. Terminada la visita al templo y los encuentros con Simeón y Ana, la primera familia cristiana regresa a Nazaret. «El niño crecía, se fortalecía y se iba llenando de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,39-40). Las tres relaciones fundamentales de la vida humana: con Dios, con los demás y consigo mismo se desarrollan manteniéndose en la dura ley del espacio ―Nazaret, Cafarnaún, en definitiva, Galilea― y el tiempo ―el año 749 ó 750 de la fundación de Roma.

3.- El creyente. Jesús será la luz que ilumine el sentido de la vida de la coletividad humana y gloria no sólo de Israel, sino de la humanidad. Una misión que deben continuar sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo de un celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 15,13-16).


La familia de Nazaret

                                                        LA SAGRADA FAMILIA (B)



        
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2,22-40.

         Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor [(de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»).
         Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.
Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel. José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: —Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma.
         Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.]
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

1.- El relato evangélico lo podemos dividir en cuatro partes: el templo, Simeón, Ana y el crecimiento de Jesús, y todo bajo la mirada de la profecía de Zacarías: «He aquí que yo envíe a mi mensajero, para allanar el camino delante de mí, y enseguida vendrá a su templo del Señor, a quien vosotros buscáis» (Zac 3,1).- La primera familia cristiana viaja al templo para cumplir dos ritos: la circuncisión, que se hace al día siguiente de los siete de días en los que la madre permanece impura por el parto, y donde se le impone el nombre al neófito (Lev 12,3); se le da el nombre que Gabriel comunica antes a María (cf. Lc 1,31). Y Lucas une a la circunsión la presentación de Jesús que se hace a los cuarenta días de nacer. En ella dos testigos alaban al Señor por haber conocido al Salvador.- La pérdida de sangre dejaba a la persona impura, como es el caso de la menstruación y del parto en las mujeres. Acabado el tiempo de la impureza se ofrece un cordero al Señor y un ave. En el caso de no tener dinero para sacrificar el cordero, se proporcionan dos pichones (cf. Lv 12,1-4).  El segundo acontecimiento que relata Lucas es la presentación  de Jesús como primogénito. Es una prescripción que viene de lejos: los primogénitos pertenecen al Señor (cf. Éx 13,2; 13,12-13.15). Y los padres llevan al templo sus primogénitos para pagar el rescate al Señor y apropiarse su hijo. Sin embargo, esto no se relata en la presentación de Jesús. No creo que Lucas ignorase el rescate de los primogénitos por los padres; es más plausible que el olvido fuera intencionado: Jesús es del Padre y sigue pertenenciendo al Padre, como después acentuará en el párrafo de Jesús con los doctores de la ley (cf. Lc 2,46).

2.- Dos ancianos alaban al Señor. Simeón pronuncia unas palabras semejantes a Moisés cuando avista la tierra prometida, pero que no tendrá ocasión de disfrutar: « Morirás en el monte al que vas a subir, e irás a reunirte con los tuyos…» (Dt 32,49-50).- Lo mismo le sucede a Simeón, hombre anciano que va al templo y alaba al Señor por tener la oportunidad de conocer al Mesías, como Moisés la llanura de Jericó. Simeón coge al niño en brazos, como su madre, y se alegra de que al final de su vida tenga la oportunidad de conocer al salvador tantas veces prometido y tanto tiempo esperado. Por consiguiente, puede irse en paz, ha visto a Jesús, el salvador, y se erige en símbolo y representante de todos los han deseado vivir este momento, deseos que no se centran exclusivamente en Israel, sino en todo el mundo. Está en la línea de de Isaías: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anunciala paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación» (Is 52,7).

3.- El segundo oráculo de Simeón, que permanece junto a la Madre atenta a su hijo en brazos del anciano israelita, y presumiblemente sacerdote del templo por el hecho de bendecir a sus padres, va dirigido a María. Se hace eco de lo que sucedió en la vida de Jesús, muerto y crucificado, siendo testigo de tales acontecimientos su madre, cuya crítica popular le hace recogerle y devolverle a casa en la primera etapa de su misión en Galilea (cf. Mc 3,20-21). Ella comprobó que Jesús «es un signo de contradicción» en la persecución de los inocentes por Herodes y en su obligada huida a Egipto (cf. Mt 2,1-18; Is 8,14-15). «La espada que traspasa el alma» de María, no puede ser otra cosa que ver morir a su hijo (cf. Jn 19,25-27; Ez 14,17; Zac 12,10) por una causa que nunca defendió (cf. Mc 15,26par),  muerte justificada para salvar al pueblo (cf. Jn 11,48) y y ejecutada en nombre del Dios de Israel (cf. Mc 15,29-32). Además, añade Simeón que «… quedarán al descubierto las intenciones de muchos corazones»; es lo que sucede cuando Jesús expira en la cruz (cf. Lc 23,48) y la comunidad cristiana percibe en su predicación en Palestina y en el Imperio (Hechos passim).


                                                            NAVIDAD                                    


                                                              Evangelio (Medianoche)

         Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2,1-14.

         En aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad.
También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaban allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.
         En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: —No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que Dios ama.

              
1.- Dios. El Evangelista habla del Emperador, sito en Roma, y de un matrimonio humilde y sencillo, José y María, que vive de su trabajo —carpintero— y  en un pueblo desconocido —Belén— y a una Región irrelevante para el Imperio —Judea—. Pero en el mensaje del ángel a los pastores, es decir, el anuncio del Señor a toda la humanidad, es que María ha dado a luz nada menos que al Salvador, el Mesías, el Señor. Tanto nos quiere Dios, que ha trastocado totalmente los parámetros de las dignidades y posiciones humanas, y se ha ido allá donde nadie lo puede reconocer, porque la inmensa mayoría nacemos así: sólo al calor y con el gozo de nuestros padres. No ha podido acercarse más el Señor a todos nosotros. Y todo es debido a su benevolencia, a su beneplácito. ¡Quién no quiere un Dios así!

         
2.- La Iglesia. Todo cambia. Y la comunidad cristiana, que guarda como un tesoro a Jesús, cuya presencia se da en la Eucaristía en cada segundo del día, debe vivir en el ámbito en el que ha aparecido Jesús: en los pueblos de la tierra, en todos los habitantes del mundo, porque a todos los ama el Señor. Y no puede huir y refugiarse en los castillos de honores y de poder. La noche se vuelve luz para los pastores, porque son capaces de reconocer con la luz de Dios la sencillez y la humildad que dan forma a la existencia, y no se alejan de ella como cuando nos llenamos de dignidades y nos encorvamos por el peso de las medallas que nos damos continuamente.



           
3.- El creyente. Cada uno de nosotros podemos identificarnos con los pastores. Son trabajadores al servicio del amo del rebaño, que llevan una vida de trabajo duro y fiel, porque al rebaño no se le puede dejar sólo, por el peligro de los lobos y de los ladrones. Y en medio de una vida monótona, como el trabajo diario, se presenta alguien distinto a nosotros, que nos transforma. La noche se transforma en día. – Entonces se nos da la capacidad de descubrir en medio de la sencillez, humildad y pobreza, a aquellos que nos transportan y revelan al Señor, el que nos ama y nos da la salvación. Una relación de amor gratuita, venida de fuera, que nos transforma. Es Dios, que no vive solo, sino alabado y querido por los que transmiten su voluntad de felicidad y salvación a todos. Hay que tener un corazón abierto y un oído atento, para escuchar esos mensajes esperanzadores que nos empujan a vivir con la fuerza que nace de la entrega más absoluta, como es la Del Señor a todos nosotros.

El nacimiento en Belén

                                                                     NAVIDAD                                       


                                                             Evangelio (Medianoche)

         Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2,1-14.

         En aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad.
También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaban allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.
         En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: —No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que Dios ama.

1.- María y José van a Belén para empadronarse. Lucas concreta el espacio y el tiempo del nacimiento de Jesús, hecho muy importante, porque el cristianismo se funda en la historia, que no exclusivamente en un mensaje. Es una revelación divina basada en la historia de Jesús. Por eso los Evangelios tratan de precisar el nacimiento como la muerte de Jesús. Cuando nace Jesús, Octaviano Augusto gobierna, y lo hace del 27 a.C. al 14 d.C., y conduce el Imperio a una situación llamada «Pax Romana Augustana». Bajo el dominio político del Imperio de Roma se unifica paulatinamente todo el Mediterráneo, formando un área cultural comparable a la que en este tiempo se da en Irán, India y China. Las dos tradiciones que recogen Mateo y Lucas sitúan el nacimiento de Jesús en Belén, aunque su vida transcurra en Nazaret (Lc 2,6-7; cf. Mt 2,1). Quizás, buscando un lugar tranquilo y desahogado, María y José se recluyen en el pesebre situado junto a la posada y donde se guarda el ganado. Lucas evidencia el contraste entre el poder y esplendor del Emperador  radicado en la Roma imperial y la humildad y debilidad del Hijo de Dios nacido en un pesebre. María da a luz a su «primogénito», lo que indica que antes no tuvo hijos y, por tanto, era el heredero, como consta en los Evangelios: «Carpintero e hijo del carintero» (Mc 6,3; Mt 13,55).

2.-  El anuncio a los pastores (Lc 2,8-10). Jesús nace fuera de la ciudad. Es de noche y unos pastores guardan su rebaño en el descampado. Los pastores se consideran en este tiempo gente marginal y descuidada en su oficio, pues, por lo general, no son amos de su rebaño. Al nacer Jesús todo se ilumina: el cielo (Lc 2,8-14) y la tierra (Lc 2,15-20). Un ángel se presenta a los pastores envuelto en la luz celeste y les comunica la buena nueva del nacimiento, y, como todo nacimiento, lleva consigo una gran alegría, un anuncio, ―la palabra―, que se ratifica por una señal. Que nazca «hoy» es que la presencia salvadora del Señor comienza con el niño nacido en Belén, como el «hoy» que Jesús pronuncia en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,21), en casa de Zaqueo (cf. 19,1-10), en la cruz al buen ladrón (cf. Lc 23,43).
 El nacimiento es del «Mesías», al que se le une «Señor», un calificativo que sólo se le ha aplicado a Dios en el AT, y para los paganos suponía una dignidad fuera de lo común. Además es «Salvador», función propia de Dios con relación a sus criaturas. ¡Es la gran alegría! El signo es el resumen de la vida de Jesús, toda vez que el Señor le indica en el Bautismo que su dignidad filial y su misión la llevará a cabo en forma de siervo (cf. Mc 1,11-13par): aquí, al nacer, es un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Frente al poder del Imperio, Dios se hace presente en la historia con la debilidad de un niño recostado en la trastienda de un albergue, donde se guardan los animales.

3.- La alegría de la noticia es para aquellos que son capaces de reparar cómo ama el Señor, en quién se contenta y con quién se relaciona. Naturalmente a todos los hombres, porque todos son sus hijos; pero se complace más con aquellos que perciben su amor, como los pastores, en la sencillez y pobreza, en la fidelidad, como un día lo será ese niño en la cruz. Por eso se alegra el Señor en el Bautismo cuando le dice: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Lc 3,22).

El coro que acompaña al ángel que anuncia el nacimiento invita a todo el mundo que se sume a la alegría celeste que supone la aparición del Mesías, Señor y Salvador en el mundo. Los pastores corren a Belén, descubren por la pobreza a la primera familia cristiana y lo anuncian a todos. Esta ya es la historia humana, porque empieza una vida que va a transformar a los hombres desde Dios. María con la anunciación y la acogida de su hijo le hace meditar, ir madurando su elección divina y su maternidad humana, para, en Pentecostés, ocupar el lugar de Madre, ya no sólo de Jesús, sino de todos los creyentes.