lunes, 11 de agosto de 2014

También los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos

           Domingo XX (A)

                                                                          
                  «También los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos»

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 15,21-28.

Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando». Él les contestó: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella se acercó y se postró ante él diciendo: «Señor, ayúdame». Él le contestó: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».  Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».  En aquel momento quedó curada su hija.

1.- El Señor.-  El combate de Jesús con el demonio se sustituye por el diálogo con la mujer. El horizonte en el que se mueve Jesús es el Israel de Dios, como es el de sus seguidores al inicio de su andadura después de la Resurrección, de forma que la apertura al mundo de la gentilidad no fue ningún camino de rosas. Pero también es verdad que Jesús no actúa como los hipócritas fariseos que recorren el mundo para hacer prosélitos y después descargan sobre ellos todo el peso de sus tradiciones y los convierten en unos desgraciados (cf. Mt 23,15). Jesús no para mientes en condenar a Cafarnaún, a Corozaín y a Betsaida; y pronostica que los pueblos paganos pueden sustituir en el banquete del Reino a los hijos de Israel. Con todo, su eje de actuación es claro y nítido: Israel. Pero si se le ofrece la ocasión hace el bien quitando los prejuicios existentes entre pueblos y reconoce una realidad que será la base de su propia supervivencia en la historia: la fe que Dios regala a los que reconozcan su filiación y admitan su misión; aunque dicha fe se deposite en los «perros» paganos, que se convierten en creyentes que le defienden. Una fe que, por cierto, se inicia en la confianza y fidelidad, cualidades que también los «perros» simbolizan para el hombre.

2.- La comunidad. Las andaduras de la comunidad cristiana después de la Resurrección y Pentecostés van más allá de Israel. La alabanza que hace Jesús de la mujer sirofenicia, como también la del centurión, es un aviso al pueblo elegido de que Dios puede cambiar de sede en la historia. Y así sucedió, sobre todo después de la misión de Pablo y la destrucción del templo de Jerusalén por los romanos. El Pueblo del Señor pasa a otra sede, o simplemente se amplía al experimentar a un Dios que es universal, un Señor cuyos hijos son todos los hombres. Y la comunidad cristiana defiende como un gran don su misión universal: que todos los pueblos quepan en sus estructuras, que todos los pueblos puedan reconocerse en la alabanza al Dios de Jesús; que todos los pueblos puedan alcanzar su dignidad humana al pertenecer a la Iglesia, el gran don que Espíritu nos da para ser conscientes de la salvación que Dios ha obrado en Jesús.

3.- El creyente. Asistimos a la desaparición de las señales y actos cristianos en nuestra sociedad; cada vez es menor la frecuencia a los actos religiosos; se disminuye la participación en  los sacramentos. El cristianismo, como pasó con el judaísmo, se desplaza a otras culturas, a otros pueblos, a otras gentes. Es una prueba de la universalidad de nuestra fe y de la pobreza en la que está cayendo nuestra cultura occidental, además de no haber sabido dialogar con acierto sobre las causas de la descristianización. Es más fácil encerrarnos en nuestras iglesias, que salir a la calle para escuchar y ver por dónde va la gente. Creo que es tarde ya para dialogar. Debemos irnos hacia otras culturas donde su espíritu esté abierto a la trascendencia, donde Jesús pueda decir de nuevo: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas», porque estos pueblos, situados en otros continentes, cumplen el consejo de Jesús: «Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Nuestros pueblos están satisfechos de sí mismos y no necesitan de Dios. Como decía Bonhöffer: «Viven como si Dios no existiera….»


«Mujer, qué grande es tu fe». Domingo XX (A)

             Domingo XX (A)


                                                                        


                                                           «Mujer, qué grande es tu fe»

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 15,21-28.

Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando». Él les contestó: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella se acercó y se postró ante él diciendo: «Señor, ayúdame». Él le contestó: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».  Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».  En aquel momento quedó curada su hija.

1.- Contexto. Jesús viaja a la región de Tiro, en la costa fenicia, y debe pasar por la región de la alta Galilea en la que habita gente de creencia pagana. Los judíos que viven en este territorio dependen económicamente de Tiro, a la que sirven los productos agrícolas más necesarios, entre ellos el trigo, del que muchas veces se privan para abastecer a la ciudad. Existe, pues, una tensión social evidente. Se da en este territorio y ambiente la relación de Jesús con una mujer que sale a su encuentro, porque su hija está poseída por un demonio. La mujer es una fenicia de Siria, pero de lengua y cultura griega y de clase acomodada. Ante la fama de Jesús como exorcista, le suplica que cure a su hija. La respuesta de Jesús es dura: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». La mujer recibe la negativa de Jesús, pero reacciona diciendo: «Señor, también los perritos, debajo de la mesa, comen de las migas de los niños». Jesús reconoce la fe de la solícita madre, y sana a distancia a su hija, como sucede en la curación del criado del centurión, pues, como judío que es, evita el pecado de impureza no entrando en casa de un pagano.

2.- Mensaje. Si Israel es el objetivo prioritario de Jesús para comunicar la presencia inminente del Reino con sus evidentes beneficios, no impide el encuentro con la mujer sirofenicia, o con la samaritana, o con el centurión, como ocurre en otras ocasiones. Con todo, la situación social habría que resaltarla. La reacción de Jesús también se debe a la explotación a la estaban sometidos sus paisanos galileos en el país donde la mujer era una potentada. Jesús se resiste hacer el bien de una forma comprensible, quizás también para resaltar la fe de la mujer, que es un ejemplo para todos los cristianos. La gracia no es un derecho, es un don, y como tal, se pide con humildad para recibirla. El centro del pasaje es la fe humilde de la mujer, que Jesús se encarga de alabar.


3.- Acción. Ni es fácil ser humilde, es decir, reconocer las limitaciones de la propia naturaleza y de nuestras condiciones de vida; ni es fácil reconocer que nuestros privilegios, tanto sociales como religiosos, corresponden a toda la raza humana, a todas las criaturas. Deberíamos leer, como lo hacía San Francisco, una y otra vez el himno de la carta a los Filipenses. Ahí encontramos la humildad unida a la pobreza enraizada en el corazón del Señor, pues la vida de su Hijo es lo que hace posible que su encarnación sea patrimonio de todos: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,5-11).