lunes, 7 de abril de 2014

«Desde lo hondo a ti grito, Señor»

                                                        UNA CUESTIÓN DE AMOR

                 «Desde lo hondo a ti grito, Señor»
 
                                                               Mons. Santiago Agrelo      
                                                                 Arzobispo de Tánger

La hondura desde la que gritaba el salmista era la del pecado.
           
Hoy, sus palabras son entregadas por la fe a los empobrecidos de la tierra, a los derrotados por la vida, a quienes todo lo han perdido, a hombres y mujeres náufragos de la esperanza, a los que habitan en tierra y sombras de muerte. El salmo sube ahora desde el lugar de los muertos. Y es en esa hondura donde resuenan las palabras de la profecía: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío”. Es en esa oscuridad de los sepulcros donde se enciende la luz del evangelio: “Yo soy la resurrección y la vida”.
           
Tu Dios, Iglesia cuerpo de Cristo, te ha llamado “pueblo mío”, y ha encerrado en un posesivo de afecto toda la ternura del Padre del cielo por el Hijo más amado. Tu Dios, Dios de derrotados, empobrecidos, desterrados y muertos, te ha llamado “pueblo mío”, y lo puede decir con verdad porque él te sacó de tu Egipto, de la casa de tu esclavitud. “Pueblo mío”: te lo dice ahora el que promete abrir tus sepulcros como abrió ayer el mar al paso de tus hijos. “Pueblo mío”: te lo dice tu Dios,  porque sólo tu Dios te lo puede decir.
El que, con palabras de promesa, había dicho: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío”, es el que te dice ahora con palabras de evangelio: “Yo soy la resurrección y la vida”.
Hoy has escuchado el relato de la resurrección de Lázaro; hoy, como en un espejo, has visto que Jesús abría desde afuera el sepulcro de su amigo.
            En la Pascua, cuando todo quede cumplido y se te revele la verdad, sabrás que él, tu Señor, ha abierto desde dentro tu sepulcro, todos los sepulcros. Entonces reconocerás que el Hijo de Dios se ha hecho solidario contigo en tu muerte para hacerte solidario con él en su vida.
La profecía y el evangelio proclamados hoy te ayudan a comprender lo que has vivido en la fuente bautismal, y desvelan el misterio de lo que vives en la eucaristía dominical. Hoy en la eucaristía, como un día en el Bautismo, te encuentras con la resurrección y la vida que es Cristo Jesús.
Él, por el amor con que se encarnó, ha hecho suya tu muerte; y tú, por la gracia de la fe con que lo acoges, has hecho tuya su vida.
El, por el amor, te dice: “¡Pueblo mío!”
Y tú, por la fe, le dices: “Señor mío y Dios mío”.
Nada le podrás decir si no lo reconoces; nada podrás recibir si no lo ves. Reconoce a Cristo en la Escritura que proclamas, en la Eucaristía que consagras y recibes, en la comunidad con la que oras, en el pobre con el que te encuentras. Reconócelo y acógelo, y habrás recibido la resurrección y la vida.

Sólo el amor puede abrir los sepulcros y los abre desde dentro. Una Pascua, si es verdadera, es siempre una cuestión de amor.

Las siete palabras. IV

                IV


                                                        «Mujer, ahí tienes a tu hijo»

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo predilecto, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa» (Jn 19,25‑27).

Juan coloca a las cuatro mujeres «junto a la cruz». La noticia de Marcos (15,40par) de que ellas presencian «de lejos» todo el espectáculo de la crucifixión, seguramente quiere decir desde la muralla de la ciudad. Aquí es Jesús quien mira. Esta cercanía física funda otra con fuerte carga simbólica a tenor de la teología de Juan(139), ya que los dos personajes pertenecen a la órbita personal de Jesús: su madre y el discípulo amado. De los presentes, pues, Jesús se dirige a su madre y al discípulo amado para dar su última disposición, un testamento que es importante (Jn 19,27). Antes María ha sido citada por el Evangelista en las bodas de Caná sin nombrarla, como aquí (Jn 2,1-5), y Juan en la última Cena también sin nombrarlo (13,23-25). En Caná se presenta Jesús como aquél que dispensa al pueblo la riqueza de la salvación y hace presente la abundancia de bienes prometidos a Israel en los tiempos finales de la historia. María es el vehículo de esta acción de Jesús. El discípulo amado es con quien comparte Jesús las angustias de su pasión inminente, es la imagen del creyente y el que reconoce a Jesús resucitado (Jn 13,23-16; 20,8; 21,7). La última decisión de Jesús en la escena de la cruz es que el discípulo amado ocupe su lugar; se convierta en el hijo de María, por consiguiente, en su hermano y, a la vez, sea garante de la seguridad de su madre; y María debe asumir al discípulo como un hijo, y como ha sucedido en la historia con Jesús, actuar con dicho discípulo como una madre, en contraposición a la familia natural de Jesús que permanece en la increencia.
Pero la situación en que María está no se reduce exclusivamente a la soledad, que postula una defensa y protección por parte del discípulo, ahora «su hijo». La situación es teológica. En efecto, María sugiere a Jesús en Caná que realice el milagro del vino, un símbolo de los dones de la salvación, y Jesús, aunque obedece, rechaza la invitación de su madre. Ahora, sin embargo, coinciden los intereses, pues María adquiere la función de llevar a los discípulos hacia Jesús, al asumirlos como «hijos suyos en él»; como nueva Eva es la madre de todos los creyentes (Gén 3,20). En el tiempo actual María debe enseñar a todos los que se van integrando en la comunidad que reconozcan la presencia viva de Jesús (Jn 21,7), la relación salvadora que implica unirse a él y tomarle como un hermano que conduce al Padre en la dimensión del amor (17,24), pues el discípulo a quien acoge es el que ama Jesús (15,16). Ella queda en la tradición de la Iglesia como el paradigma de relación personal con Jesús, por quien se reciben todos los bienes del Padre. Por eso los cristianos la reciben en su casa como el más preciado de sus bienes, porque se aman como él los amó (Jn 13,1), y viven la fe en dicha dimensión cumpliendo sus mandamientos. María, en fin, es un tesoro, porque en este tiempo final también actualiza su maternidad en la medida en que sabe y ama, enseña y conduce al Reino por el camino de Jesús, que ella ya ha recorrido.
El discípulo amado es el que está junto a Jesús en la Última Cena y al pie de la cruz, pero también el que reconoce al Resucitado por la fe (Jn 21,7). El abarcar la vida histórica de Jesús y la de la resurrección, le acredita a mantener una función dentro de la comunidad cristiana de intérprete del «todo Jesús», del hijo de María y del Hijo, el Señor. La revelación que Jesús hace del Padre, su voluntad salvadora, la donación del Espíritu y la vocación filial a la que están llamados todos los hombres caen bajo la responsabilidad del discípulo amado, que debe discernir el mundo que rechaza al Hijo y ratificar a los que pertenecen al mundo de la luz, de la verdad y la vida. Que este discípulo permanezca en la historia hasta que Jesús vuelva en la Parusía (Jn 21,22-23) es una muestra de que es garante de la última y definitiva revelación del Padre al mundo por su Hijo.



Jesús siente el abandono de Dios

      DOMINGO DE RAMOS (A)
           VIERNES SANTO (A)

                «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado»



Pasión según San Mateo 24,14-27,66.

Pasión según San Juan 18,1-19,42.

1.- Jesús es el siervo y justo sufriente que, según las Escrituras, obedece la voluntad de Dios acatando hasta el máximo de sus fuerzas el proyecto de salvación (cf. Mc 14,36); se siente traicionado por sus discípulos y abandonado por todos, incluso por Dios (cf. Mc 15,34); bebe el cáliz del dolor hasta extremos inconcebibles a la dignidad humana (cf. Mc 15,36). Pero, a la vez, Jesús muestra un señorío y una majestad que está más allá de los límites de la naturaleza humana, porque es capaz de prever su pasión (cf. Mc 8,31) y encuadrarla en el marco de la voluntad divina ordenada con precisión para él en la historia (cf. Mc 14,7-8; 13-15). Se confiesa como Mesías, Hijo de Dios y Señor (cf. Mc 14,61-62). En fin, él domina todos los acontecimientos que le afectan y afronta la muerte con libertad (cf. Jn 8,42). Es el Rey (cf. Jn 18,37). Todo lo que le sucede está diseñado por Dios. Nada ocurre al azar, o por libre voluntad humana. Con la muerte cumple la misión que le encomienda el Padre y para la que ha venido a este mundo (cf. Jn 1,14), y vuelve a la gloria que le pertenece (cf. Jn 12,12-6).


2.-Las interpretaciones de la pasión y muerte, fundadas en la Escritura (arresto de Jesús), reflexionadas al calor del culto (Última Cena), recordadas con el fin de aleccionar a los discípulos de Jesús de todos los tiempos (negaciones de Pedro), escritas con tintes apologéticos (la culpabilidad de los judíos) y confesadas por la experiencia de la Resurrección, se abren paso en las comunidades cristianas ante la evidencia histórica de su crucifixión. Entonces podemos identificarnos con Jesús y recibir de él la adecuada respuesta y experiencia cuando sentimos a Dios lejano, cuando no nos comprenden la familia y los amigos, cuando percibimos que nuestra vida no ha resultado válida ni para los demás ni para uno mismo; cuando creemos que todo y todos se nos vuelven en contra. No olvidemos que fueron las instituciones religiosas y políticas las que segaron la vida y doctrina de Jesús, y que el Señor no lo abandonó: estaba sufriendo con él. El Señor, por la resurrección, nunca se separó de su Hijo, ni de nosotros cuando no lo sentimos cercano y no sale en defensa de nuestra vida. El Señor sufre con nosotros. Convenzámonos de ello.

3.- «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Jesús ora por los que le han crucificado, es decir, los soldados y verdugos que tiene en su rededor y ahora le vigilan para que se cumpla la sentencia. Ora también al Padre por los que han sido responsables de su muerte, Pilato (Lc 23,24), los sumos sacerdotes y escribas (23,13.21.23), todos simbolizados en la ciudad santa de Jerusalén. Antes Jesús la acusa de que «mata a los profetas y apedrea a los enviados» (Lc 13,34); y, por la violencia que anida en sus habitantes, sentencia: «... si reconocieras hoy lo que conduce a la paz. Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19,42). Todos ellos ignoran a quién han llevado a la cruz, según afirman Pedro y Pablo en sus primeras predicaciones (Hech 3,17; 13,27), ellos que también han tenido su pequeña historia de traición y persecución al Hijo de Dios (Lc 22,54-62; Hech 26,9).

Jesús es coherente en esta súplica al Padre con lo que ha enseñado en su ministerio. Ha revelado al Dios del perdón y de la reconciliación (Lc 15), el Dios que toma una postura decidida de misericordia por el pecador antes de contemplar su conversión, como en el caso del hijo pródigo (Lc 15,20). Jesús ha transmitido la actitud de Dios practicando la misericordia a lo largo de su vida pública, cuando perdona los pecados al paralítico (Lc 5,20), o a la pecadora que le visita en casa del fariseo (Lc 7,47). Se ha expuesto más arriba no sólo la abolición de la ley de la venganza, o la correspondencia al amor recibido u ofrecido entre amigos y familiares (Lc 6,32), sino también el exceso de amor que pide a los que le siguen: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os calumnien» (Lc 6,27-28). Actitud que permanece en la comunidad cristiana en los mártires que, ante el suplicio, oran por sus enemigos, como Esteban y Santiago, el hermano del Señor: «Señor, no les imputes este pecado» (Hech 7,60); Santiago se dirige al Padre, como Jesús: «Yo te lo pido, Señor, Dios Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Eusebio de Cesarea, HE, II 23 16, 110).


                                   

Semana Santa

DOMINGO DE RAMOS (A)

Evangelio
                       
                   «Bendito el que viene en nombre del Señor»

Evangelio según San Mateo             21,1-11


Cuando se acercaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, al Monte de los Olivos, Jesús envió dos discípulos, diciéndoles: «Id a la aldea que está de enfrente, y en seguida hallaréis una borrica atada y un pollino con ella. Desatadla, y traédmelos. Y si alguien os dice algo, contestadle: «El Señor los necesita, pero luego los devolverá»
Todo esto aconteció para que se cumpliera lo que dijo el profeta: «Decid a la hija de Sión: tu Rey viene a ti, manso y sentado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de animal de carga».
Entonces los discípulos fueron e hicieron como Jesús les mandó.  Trajeron el asna y el pollino; pusieron sobre ellos sus mantos, y él se sentó encima.  La multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino. Y la gente que iba delante y la que iba detrás aclamaba, diciendo: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!».
Cuando entró él en Jerusalén, toda la ciudad se agitó, diciendo:—¿Quién es éste?  Y la gente decía: ―Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea.


1.- Jesús viaja a Jerusalén con sus discípulos para celebrar la Pascua, como tantos peregrinos lo hacen formando largas caravanas. Caminan de Jericó a Jerusalén (Mc 10,46) pasando por el monte de lo Olivos. Jesús manda a dos discípulos a un pueblo vecino para que recojan un borrico en el que nadie ha montado aún (cf. Mc 11,1-6par), como signo de la dignidad del que lo va a subir. Si alguien se opone a la acción, en cierto modo lógica, Jesús les dice que es el «Señor» quien lo manda, es decir, el que está sobre todos, al menos sobre sus seguidores. Con ello eleva la orden por encima de cualquier lógica histórica y da contenido al mensaje que se comunica a continuación: el hijo de David va a entrar en Jerusalén para tomar posesión de la ciudad (cf. Mt 21,9). La escena está elaborada a partir de un texto de Zacarías (9,9) como trasfondo: «Alégrate, ciudad de Sión: aclama, Jerusalén; mira a tu rey que está llegando: justo, victorioso, humilde, cabalgando un burro, una cría de burra» (cf. Mt 21,5). Los discípulos y la gente que le acompaña forman un tapiz sobre el suelo para que pase por encima el rey mesías (cf. 2Re 9,12-13). Al gesto de extender sobre el suelo los mantos y las ramas de olivo se une una doble aclamación a Dios. La primera se realiza a través del mensajero que manda: el mesías rey que aparece para instaurar su Reino. La segunda se dirige a Dios mismo en su morada que está en lo más alto. Así se le reconoce toda su gloria. Por último, «entró en Jerusalén y se dirigió al templo. Después de inspeccionarlo todo, como era tarde, volvió con los Doce a Betania» (Mc 11,11). Jesús echa una mirada hacia un edificio que le pertenece. Es el emblema de la ciudad o la razón de ser de Jerusalén. Indica una inspección que prepara la protesta que hará después, cuando vuelque las mesas de los cambistas para purificar la sede de su Padre (Mc 11,15-19par).

2.- Jesús entra en Jerusalén como mesías rey según la creencia cristiana. Por medio de su pasión, muerte y resurrección Dios ofrece la salvación a los hombres. No es ningún político ni un militar ensoberbecido de sus triunfos. Lucas lo narra en un tono de inmensa alegría. Los discípulos han contemplado sus milagros y han escuchado su palabra en su recorrido por Palestina. Por eso alaban a Dios a su entrada en Jerusalén, como al inicio de su vida lo hicieron los pastores en Belén (cf. Lc 19,37; 2,20). Las aclamaciones que recibe Jesús a las puertas de Jerusalén no tienen eco alguno en los que la habitan. Comprobaremos que las autoridades y el pueblo se pondrán en su contra y pedirán su muerte (cf. Mc 15,11-15par). Lucas lo avisa: «Algunos fariseos de entre la multitud le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. Replicó: Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 20,39-40). Pero él entra en son de paz, ya que es un mesías humilde y sencillo, como dice la cita de Zacarías. Es un aviso a la acusación de Caifás en el proceso religioso (cf. Mc 14,61-62par) y a las voces que se oyen como injurias cuando está clavado en la cruz (cf. 15,32par). No deben existir equívocos sobre la identidad modesta y pacífica del mesías, del sentido que comporta su Reino, como antes le ha sucedido a Pedro (cf. Mc 8,27-38par), porque el pueblo cree que el mesías posee el poder divino, como su filiación participa de la omnipotencia del Todopoderoso. Mesías, Hijo y Rey serán títulos que se barajarán en los procesos ante el sumo sacerdote y Pilato y constituirán la causa de la condena, y sus contenidos deben estar claros al principio del debate definitivo de Jesús con los responsables religiosos de Israel.

3.- Jesús es un mesías que viene a Jerusalén para comunicar la paz y la salvación, y sus habitantes le contestarán con la muerte. Se presenta con la debilidad externa que declara su imagen no violenta y pacífica que resalta al entrar montado en un asnillo, como suelen ir los responsables de los pueblos cuando van a las ciudades en tiempos de paz para concederles favores y privilegios (Jue 5,10). No cabalga sobre un caballo dispuesto a entrar en combate o para sitiar y conquistar una ciudad, como acentúa el verso siguiente del profeta que da pie a la narración: «Suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de guerra, y él proclamará la paz a las naciones» (Zac 9,10; cf. Is 62,11). Lucas apunta que el mensaje de paz dado en Belén cuando nace Jesús es a la tierra (cf. Lc 2,14); ahora, que visita Jerusalén, la paz pertenece a Dios que está en el cielo, como su gloria. Y la meta de la misión de Jesús es la gloria, donde va a residir para siempre (cf. Jn 13,32-33), y no la muerte en cruz. También la aclamación de los discípulos: «Paz en el cielo, gloria al Altísimo» puede ser una referencia velada a Jerusalén, ansiosa de esa paz que él ofrece con su presencia en estos momentos.


DOMINGO DE RAMOS (A)
VIERNES SANTO (A)

Evangelio

                        «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado»

Pasión según San Mateo 24,14-27,66.

           

           1.- Ni los hechos ni los dichos de Jesús, por más que reforman y ofrecen aspectos nuevos de la religión judía de su tiempo, entrañan por sí mismos un riesgo para su vida, y mucho menos para que tenga un final tan trágico. Porque la vida de Jesús termina mal. Los responsables religiosos de Israel comprenden en un determinado momento, sobre todo con la presencia de Jesús en Jerusalén, que éste puede romper la paz establecida entre Roma y la aristocracia del pueblo. Para silenciar el mensaje creen indispensable acabar con el mensajero. Entonces elaboran una fina estrategia habida cuenta del estilo de gobierno fundado en un Estado de derecho que Roma lleva en Judea. Y los sumos sacerdotes vencen a Jesús y a sus discípulos. 
           
2.- Los relatos evangélicos de la pasión y muerte reflejan dos niveles de comprensión distintos y están divididos en cuatro bloques bien delimitados: arresto, proceso judío, proceso romano y muerte. El primer nivel ofrece un interés muy especial por las últimas horas de la vida de Jesús, lo que obliga a que todo lo que le sucede se ordene de una manera que no ha aflorado en el ministerio por Palestina. Dos días antes de la Pascua se busca el motivo de su condena (cf. Mc 14,1); en la víspera de la Pascua Jesús envía a dos discípulos para preparar la Cena (cf. Mc 14,12); la celebra con los Doce al anochecer (cf. Mc 14,17); Pedro niega a Jesús al canto del gallo (cf. Mc 14,72); muy de mañana comienza el proceso romano (cf. Mc 15,1); Jesús muere hacia el mediodía (cf. Mc 15,25.33) y es enterrado al caer la tarde (cf. Mc 15,42).
La precisión cronológica se acompaña con la mención de los lugares. Los hechos acontecen en la ciudad santa de Jerusalén: sufre la agonía y es arrestado en Getsemaní (cf. Mc 14,32); se le instruye el sumario en la residencia del sumo sacerdote y se le procesa y condena en el antiguo palacio de Herodes el Grande en la capital (cf. Mc 14,53par; 15,1); se le crucifica en el Gólgota (cf. Mc 15,22) y se le entierra en un lugar cercano (cf. Mc 15,47).
           
A esto se unen los personajes que aparecen en este tiempo final de su vida. Los Doce, con el protagonismo de Pedro (cf. Mc 14,66-72) y Judas (cf. Mc 14,20-21.43-45); los sumos sacerdotes, entre los que destacan Anás y Caifás (cf. Jn 18,13); las autoridades civiles: Pilato (cf. Mc 15,1-15) y Herodes (cf. Lc 23,8-12); personas singulares como Barrabás (cf. Mc 15,7), Simón de Cirene (cf. Mc 15,21), José de Arimatea (cf. Mc 15,43), o anónimos como el centurión (cf. Mc 15,39), el buen ladrón (cf. Lc 23,40); o colectivos como los criados y guardias de los sumos sacerdotes (cf. Mc 14,43.65), los testigos (cf. Mc 14,56), los soldados (cf. Mc 15,16-20), los verdugos (cf. Mc 15,36), los crucificados (cf. Mc 15,27.32), un grupo de mujeres que lamentan su estado (cf. Lc 23,27), las seguidoras cuyos nombres varían de un Evangelio a otro, situadas a distancia (cf. Mc 15,40-41), o al pie de la cruz, en donde Juan nombra a su madre, a la hermana de su madre, María de Cleofás, María Magdalena y al discípulo amado (cf. Mc 19,25-27). Todos ellos pertenecientes a un pueblo que exige su muerte (cf. Mc 15,8-15), o por el contrario se pasma y arrepiente de lo ocurrido con Jesús después de verlo morir en cruz (cf. Lc 23,48).
           
3.- Las horas y los días, los lugares y las personas históricas, o acontecimientos redactados por los evangelistas en favor o en contra de Jesús los elevan las tradiciones sobre la pasión a otro nivel mucho más valioso para los creyentes. Jesús es el siervo y justo sufriente que, según las Escrituras, obedece la voluntad de Dios acatando hasta el máximo de sus fuerzas el proyecto de salvación (cf. Mc 14,36).  
            Las interpretaciones de la pasión y muerte, fundadas en la Escritura (arresto de Jesús), reflexionadas al calor del culto (Última Cena), recordadas con el fin de aleccionar a los discípulos de Jesús de todos los tiempos (negaciones de Pedro), escritas con tintes apologéticos (la culpabilidad de los judíos) y confesadas por la experiencia de la Resurrección, se abren paso en las comunidades cristianas ante la evidencia histórica de su crucifixión. Entonces podemos identificarnos con Jesús y recibir de él la adecuada respuesta y experiencia sobre sentimos a Dios lejano, cuando no nos comprenden la familia y los amigos, cuando percibimos que nuestra vida no ha resultado válida ni para los demás ni para uno mismo; cuando creemos que todo y todos se nos vuelven en contra. No olvidemos que fueron las instituciones religiosas y políticas las que segaron la vida y doctrina de Jesús; el Señor no estaba ausente: estaba sufriendo con él. Porque al resucitarlo de entre los muertos, sabemos que estaba con é, como está con cada uno de nosotros cuando vivimos las mismas situaciones de Jesús.

                                                                 







                                                  JUEVES SANTO (A)

                                               «Los amó hasta el extremo»


Del evangelio de Juan 13, 1-15
           
            Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su  hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?».  Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo».  Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos».  Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios todos».  Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».

1.- Antecedentes. El desempeño de la misión tiene su primer acto en la elección, el que Jesús llame junto a sí a los Doce. Por consiguiente, la elección encierra el «que convivieran con él» (Mc 3,14). Las relaciones que mantienen entre sí reproducen la conducta que Jesús tiene con ellos y fomenta entre ellos, y todo el grupo transido por la filiación simboliza la decisión divina de salvación que transmite el Reino. Los comportamientos y las actitudes que los funda son decisivos para hacer creíble la misión, ya que su convivencia encarna la relación nueva que Dios ha establecido con los hombres y que son destinatarios de su ministerio.
La tradición elabora un relato al respecto. Juan y Santiago, dos componentes de los Doce, se acercan a Jesús para pedirle ocupar los lugares de más honor en su gloria (Mc 10,35-45 par). Marcos introduce el párrafo con la predicción de la pasión y muerte de Jesús que tendrá lugar en Jerusalén, donde va al encuentro de la cruz, todo lo contrario de la supuesta pretensión de los discípulos. ―El relato del lavatorio de los pies de Juan es un duplicado―. La respuesta de Jesús frustra su aspiración y anhelo, y va en otra dirección: deben beber su copa y recibir su bautismo, es decir, asumir su destino de pasión. No es una recompensa con gloria, sino tener capacidad para transitar por el camino del sufrimiento. La gloria corresponde a la voluntad divina, a su soberanía y no al deseo de cada uno de conquistarla. Aquí está, en parte, el nivel de preferencias entre los seguidores. Ellos, con demasiada confianza en sí, responden: «podemos» (Mc 10,39).

2.- De la ambición al servicio. La ambición de los hijos de Zebedeo provoca la rabia de los restantes discípulos: «Cuando los otros lo oyeron, se enfadaron con Santiago y Juan» (Mc 10,41). Entonces Jesús, en plan de maestro, pone un ejemplo que es comprendido por todos al ser la práctica habitual de los responsables y adinerados de los pueblos. Y lo dice para sacar una conclusión: «Sabéis que entre los paganos los que son tenidos como jefes tienen sometidos a los súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre vosotros; antes bien, quien quiera entre vosotros ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el primero que se haga esclavo de todos» (Mc 10,42-44). Se cambia la ambición por el servicio, que es la expresión externa de la relación de amor, fundamento de la formación del grupo.
Marcos crea la misma escena durante un viaje que termina en Cafarnaún y después del segundo anuncio de la pasión (Mc 9,30-32). Discuten los Doce sobre quién es el más grande: «Si uno aspira a ser el primero, sea el último y servidor de todos. Después llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos, lo acarició y les dijo: Quien acoja a uno de éstos en atención a mí, no me acoge a mí, sino al que me envió» (Mc 9,33-37par). El significado del gesto de amor de Jesús reafirma la enseñanza previa al dicho del servicio: la debilidad y la insignificancia social que manifiesta la niñez, contra el poder político-militar y relevancia económica de los jefes y poderosos, es la que encarna la dignidad de Jesús. En su vida y ministerio está la presencia del Reino, como enviado o embajador o representante del Padre.  

3.- Jesús es el modelo. El relato de Santiago y Juan termina también poniéndose Jesús como modelo en las relaciones que deben mantener los Doce: «Pues este Hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). El servicio puede llevar, además de la destrucción de la soberbia, que separa y enfrenta a los humanos, a dar la vida, al menos a ponerla en riesgo. Si esta entrega se funda en el amor, entonces se trueca en salvación de aquellos a los que sirve. Rescatar es liberar por dinero de la pena de muerte, hacer recuperar una tierra perdida, devolverle la libertad a un pobre vendido como esclavo. No es un tema cultual que haga referencia al sacrificio expiatorio por el que uno sufre en sustitución de otro, sino que se trata de las repercusiones humanizantes de unas relaciones de amor concretadas como servicio y entrega mutuas. Servir al estilo de un esclavo que está pendiente de las necesidades de sus amos, es ofrecer la vida con generosidad. Jesús, pues, se pone como ejemplo ante los Doce, que deben seguir su conducta para abrir sus brazos como el Padre, acoger y rodear a los pequeños, y servirles para que alcancen su dignidad filial. Una ejemplo emblemático de esta actitud lo relata el cuarto Evangelio, que acabamos de leer: «[Jesús] se levanta de la mesa, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ciñe. [...] Pues si yo [...] os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros mutuamente los pies».
La actitud que provoca una relación de servicio mutuo es el clima que debe reinar en la comunidad que forma el discipulado. Y esto no deben perderlo, por más sufrimiento que entrañe su misión y convivencia: «Todos serán sazonados al fuego [...] Buena es la sal; pero si la sal se vuelve sosa, )con qué la sazonarán? Vosotros tened sal y estad en paz entre vosotros» (Mc 9,49-50par). Que la fraternidad viva en un ambiente de concordia es posible en la medida en que contemple la vida como servicio mutuo. Así dará un sabor nuevo a la existencia.