IV
«Mujer, ahí tienes
a tu hijo»
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su
madre, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al lado
al discípulo predilecto, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después
dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Desde aquel momento el discípulo se la
llevó a su casa» (Jn 19,25‑27).
Juan coloca a las cuatro
mujeres «junto a la cruz». La noticia de Marcos (15,40par) de que ellas
presencian «de lejos» todo el espectáculo de la crucifixión, seguramente quiere
decir desde la muralla de la ciudad. Aquí es Jesús quien mira. Esta cercanía
física funda otra con fuerte carga simbólica a tenor de la teología de
Juan(139), ya que los dos personajes pertenecen a la órbita personal de Jesús:
su madre y el discípulo amado. De los presentes, pues, Jesús se dirige a su
madre y al discípulo amado para dar su última disposición, un testamento que es
importante (Jn 19,27). Antes María ha sido citada por el Evangelista en las
bodas de Caná sin nombrarla, como aquí (Jn 2,1-5), y Juan en la última Cena
también sin nombrarlo (13,23-25). En Caná se presenta Jesús como aquél que
dispensa al pueblo la riqueza de la salvación y hace presente la abundancia de
bienes prometidos a Israel en los tiempos finales de la historia. María es el
vehículo de esta acción de Jesús. El discípulo amado es con quien comparte
Jesús las angustias de su pasión inminente, es la imagen del creyente y el que
reconoce a Jesús resucitado (Jn 13,23-16; 20,8; 21,7). La última decisión de
Jesús en la escena de la cruz es que el discípulo amado ocupe su lugar; se
convierta en el hijo de María, por consiguiente, en su hermano y, a la vez, sea
garante de la seguridad de su madre; y María debe asumir al discípulo como un
hijo, y como ha sucedido en la historia con Jesús, actuar con dicho discípulo
como una madre, en contraposición a la familia natural de Jesús que permanece
en la increencia.
Pero la situación en que
María está no se reduce exclusivamente a la soledad, que postula una defensa y
protección por parte del discípulo, ahora «su hijo». La situación es teológica.
En efecto, María sugiere a Jesús en Caná que realice el milagro del vino, un
símbolo de los dones de la salvación, y Jesús, aunque obedece, rechaza la
invitación de su madre. Ahora, sin embargo, coinciden los intereses, pues María
adquiere la función de llevar a los discípulos hacia Jesús, al asumirlos como
«hijos suyos en él»; como nueva Eva es la madre de todos los creyentes (Gén
3,20). En el tiempo actual María debe enseñar a todos los que se van integrando
en la comunidad que reconozcan la presencia viva de Jesús (Jn 21,7), la
relación salvadora que implica unirse a él y tomarle como un hermano que
conduce al Padre en la dimensión del amor (17,24), pues el discípulo a quien
acoge es el que ama Jesús (15,16). Ella queda en la tradición de la Iglesia
como el paradigma de relación personal con Jesús, por quien se reciben todos
los bienes del Padre. Por eso los cristianos la reciben en su casa como el más
preciado de sus bienes, porque se aman como él los amó (Jn 13,1), y viven la fe
en dicha dimensión cumpliendo sus mandamientos. María, en fin, es un tesoro,
porque en este tiempo final también actualiza su maternidad en la medida en que
sabe y ama, enseña y conduce al Reino por el camino de Jesús, que ella ya ha
recorrido.
El discípulo amado es el
que está junto a Jesús en la Última Cena y al pie de la cruz, pero también el
que reconoce al Resucitado por la fe (Jn 21,7). El abarcar la vida histórica de
Jesús y la de la resurrección, le acredita a mantener una función dentro de la
comunidad cristiana de intérprete del «todo Jesús», del hijo de María y del
Hijo, el Señor. La revelación que Jesús hace del Padre, su voluntad salvadora,
la donación del Espíritu y la vocación filial a la que están llamados todos los
hombres caen bajo la responsabilidad del discípulo amado, que debe discernir el
mundo que rechaza al Hijo y ratificar a los que pertenecen al mundo de la luz,
de la verdad y la vida. Que este discípulo permanezca en la historia hasta que
Jesús vuelva en la Parusía (Jn 21,22-23) es una muestra de que es garante de la
última y definitiva revelación del Padre al mundo por su Hijo.
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