domingo, 30 de noviembre de 2014

La única mediación de Jesús

                                             CRISTO Y LAS RELIGIONES

                                                            III
                                              
                                                                                   Álvaro Garre Garre
                                                                       Instituto Teológico de Murcia OFM
                                                                                               Pontificia Universidad Antonianum
                       

                      
La única mediación de Jesús (nn. 32-49)

El concilio Vaticano II afirma que “la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación”.
Que la salvación se adquiere sólo por la fe en Jesús es una afirmación constante en el Nuevo Testamento. La bendición de todos en Abraham encuentra su sentido en la bendición de todos en Cristo. Aunque, según el evangelio de Mateo, Jesús se ha sentido especialmente enviado al pueblo de Israel, sin embargo, Jesús no excluye a los gentiles de la salvación.
La universalidad de la obra salvadora de Jesús se funda en que su mensaje y su salvación se dirigen a todos los hombres y todos pueden acogerla y recibirla en la fe. Pero en el Nuevo Testamento encontramos otros textos que parecen mostrar que la significación de Jesús va más allá, de algún modo es previa a la acogida de su mensaje por parte de los fieles. El paralelismo paulino entre Adán y Cristo (cf. 1 Cor 15, 20-22. 44-49; Rom 5, 12-21) parece apuntar hacia idéntica dirección. Si existe una relevancia universal del primer Adán, en cuanto primer hombre y primer pecador, también Cristo ha de tener una significación salvífica para todos, aunque no se expliciten con claridad los términos de la misma. Es Jesús en cuanto Logos encarnado el que ilumina a todos los hombres (Jn 1,9).
La mediación única de Jesucristo se relaciona con la voluntad salvífica universal de Dios en 1 Tim 2, 5-6. Aunque no hay una actitud cerrada del NT hacia todo lo que no proviene de la fe en Cristo, la apertura se puede manifestar también a los valores religiosos.
El Nuevo Testamento nos muestra, a la vez, la universalidad de la voluntad salvífica de Dios y la vinculación de la salvación a la obra redentora de Cristo Jesús, único mediador. Los hombres alcanzan la salvación en cuanto reconocen y aceptan en la fe a Jesús el Hijo de Dios. A todos sin excepción se dirige este mensaje.
La CTI afirma con rotundidad que “ni una limitación de la voluntad salvadora de Dios, ni la admisión de mediaciones paralelas a la de Jesús, ni una atribución de esta mediación universal al Logos eterno no identificado con Jesús resultan compatibles con el mensaje neotestamentario”.
La cuestión que se plantea aquí es si la unicidad de Jesucristo es absoluta. J. Dupuis sostiene que la unicidad y universalidad de Jesucristo no son ni absolutas –lo absoluto es la voluntad salvífica de Dios- ni relativas, sino constitutivas y relacionales. Constitutivas, en la medida en que Jesucristo posee el significado salvífico para toda la humanidad y el acontecimiento Cristo es causa de salvación. También son relacionales, en la medida en que la persona y el acontecimiento se insertan en un plan general de Dios para la humanidad que es polifacético y cuya realización en la historia consta de diversos tiempos y momentos. De esta manera, Dupuis pretende superar tanto el paradigma exclusivista, como el inclusivista y no caer en el pluralista –relativista-.  Para el teólogo belga Jesucristo es una de las diferentes “figuras salvíficas” en las que Dios está presente y operante de forma escondida, el único “rostro humano” en el que Dios, aunque permanece invisible, se desvela y revela plenamente.

Sin embargo, Pié-Ninot prefiere hablar de “absolutez relacional”, en el sentido de una singularidad “absoluta”, entendida como máxima, pero “abierta” en cuanto que es relacional.

Francisco de Asís y su mensaje. VI: Historia de la salvación

                                                 Francisco de Asís y su mensaje

                                                              VI
                                                                               
                                                            Historia de la salvación

            El cristianismo concibe la historia como un despliegue de la raza humana, —«homo sapiens»—, con un horizonte de sentido diseñado por Dios en el que se camina hacia una plenitud aún no alcanzada. La historia tiene un comienzo puesto por Dios y se desarrolla por el amor y la libertad humanas actuadas según la razón en las culturas a partir de las etapas evolutivas de la naturaleza. Ya hemos visto que en el hombre se produce la transformación de estructuras naturales por otras nuevas hasta alcanzar el estado actual de animal racional. Y en el ámbito histórico sucede lo mismo que en la evolución natural. El hombre usa su libertad y su amor según razón para desarrollar las posibilidades individuales y sociales que abren a la vida a realidades nuevas que acrecientan su dignidad. Nada hay en la historia humana predeterminado; no existe un guión previo diseñado que el hombre deba seguir para alcanzar la plenitud de sus cualidades naturales. Ni se dan las «potencias espirituales» que influyen para que los hombres caminen según la voluntad del Creador. En la percepción de la historia judeocristiana la creación arranca de un acto libre de Dios por el que se expresa a sí mismo fuera de sí y deja al hombre la responsabilidad de llevarla hacia adelante, no como propietario de ella, sino como administrador, administración que ejerce según su libertad (cf. Gén 1,29-30). La creación es un sistema abierto a la actividad de los hombres con la responsabilidad de que la conduzca hacia los objetivos marcados por el Creador.

                                                            El hombre imagen de Dios

           
El hombre se entiende a sí mismo como responsable de su destino y de todo cuanto lo rodea (cf. Gén 1,26), por tanto, se une al cosmos en el desarrollo de su identidad. Y el cosmos no se separa de Dios y del hombre, recibiendo su influencia, que puede ser para bien, o para mal. De ahí que los destinos del universo y del hombre se entrelazan, llegando a prevalecer la acción humana, si buena, como administrador de Dios, para alcanzar su fin; si mala, para destruir la obra de Dios, al que obliga a intervenir para salvar, tanto al uno como al otro. Hemos afirmado que el hombre está esencialmente unido al cosmos, porque viene de la tierra (cf. Gén 2,7), es alimentado por ella (cf. Gén 8,22), le acompaña en su devenir histórico, dándole su función (cf. Gén 2,19-20), lo cuida y custodia del mal (cf. Gén 2,15). El cosmos y el hombre son criaturas de Dios desde el mismo instante de su creación, pero prevaleciendo la superioridad humana. Nunca existen fuera de la relación divina. Y esto se contempla para el cosmos, para la humanidad y para cada individuo: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno [...] Cuando me iba formando en lo oculto y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi embrión» (Sal 139,13-16). A la relación con Dios y con el cosmos se añade la relación con los demás. De esta manera el hombre existe porque es capaz de vivir e integrarse en una colectividad. No es descabellada la opinión de que el «hombre de Neandertal» desaparece al encarar solo su hábitat, y que el «homo sapiens» se mantiene en la vida porque se une y forma grupo para solventar los problemas procedentes de una naturaleza adversa. Aquí se ratifica que su ser es un ser social, cuyo punto de partida es la relación con la mujer y ésta con el varón, y los dos hacen posible la institución humana capaz de mantener al hombre en la creación. El hombre es humano cuando vive y se relaciona con los demás hombres. El relato yawista del Génesis lo expresa con claridad: el hombre mantiene relaciones con Dios, domina a los animales y saca frutos de la tierra. Pero llega a ser él mismo cuando encuentra a Eva como perteneciente a su misma naturaleza (cf. Gén 2,23-24). Con ello se establece la relación hombre—mujer, o la relación entre las formas de vida que se dan entre los pueblos —agrícolas y semitas; Caín y Abel (Gén 4,1-16)— para mostrar la vocación común de la humanidad a la convivencia inscrita por Dios desde su origen.
           
La expresión de Adán cuando encuentra a Eva: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» se completa con esta otra: «Creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó» (Gén 2,23; cf. 1,27). La imagen divina que llevan el hombre y la mujer, cuya relación origina el ser humano, tiene como finalidad representar al Creador en medio de todas sus criaturas (cf. Gén 9,1-6). No hay, pues, criaturas intermedias superiores a los hombres e inferiores a Dios para hacerle presente, sino la relación y unión del hombre y la mujer. Ellos alcanzan el rango de gloria y esplendor que les hacen sobresalir sobre todas las demás criaturas (cf. Sal 8,6-9). Tampoco se reduce dicha imagen a un individuo de la especie, como representante de toda la humanidad; nadie puede arrogarse el privilegio de concentrar en él la representatividad divina en la historia. La imagen corresponde a toda la especie, a todo hombre, y la dignidad que confiere pertenece a todos. Por otro lado ningún hombre puede dañar, o robar dicha imagen a quien es su hermano desde el mismo momento de la creación: «... al hombre le pediré cuentas de la vida de su hermano. Si uno derrama la sangre de un hombre otro hombre su sangre derramará; porque Dios hizo al hombre a su imagen» (Gén 9,5-6). Al portar el hombre dicha representatividad divina hace que no se someta a criatura alguna y menos a otro hombre en condición de esclavo. La humanidad simbolizada en la relación del hombre y la mujer sólo tiene que obedecer a Dios, quien es el que salvaguarda su libertad y su señorío sobre todo lo existente, porque la libertad es la que realiza dicha relación entre los hombres y la condición de ser de la misma relación, que no es otra sino la del amor.
           
Además, Dios, el Creador, se ata al hombre para hacerse presente en su creación, constituyendo su temporalidad. Nos referimos a que Dios existe en la historia porque se relaciona con el hombre. Esto no significa cierta degradación del ser divino, sino su capacidad de existir fuera de sí, como hemos visto con Jesucristo. Y esta facultad de Dios de ser Él en la finitud humana, repercute asimismo en la aptitud que otorga al hombre de ser él mismo, individualmente, la imagen divina que está de suyo presente en toda la humanidad. De esta forma, cada hombre, o cada mujer, cuando se relacionan en amor gracias a su libertad representan a toda la humanidad, que es la que verdaderamente refleja la imagen divina en la historia. Por eso el hombre es un ser concreto y, por ser imagen de Dios, es, a la vez, universal; cada hombre es un ser mortal y, por ser imagen de Dios, es, a la vez, inmortal. Y lo es de forma dinámica, ya que él, en cuanto humanidad y ser concreto, es un proyecto a realizar en la historia global de la humanidad, y de forma individual cuando se estructura en un espacio y un tiempo determinado. Y ese proyecto de humanidad será posible realizarlo si se mantiene su imagen divina, es decir, la tensión que supone avanzar en la historia hacia Dios, o hacia el cumplimiento de su voluntad, que no es ser esclavizados por su potencia, anulados por su esplendor, o diluidos en su eternidad, sino en alcanzar su ser humano, como lo hemos analizado en Jesucristo, es decir, sin dejar nunca de ser hombre, que es lo que asegura su imagen divina.

           
Por último, la imagen divina que lleva el ser humano le obliga a tender hacia su arquetipo, hacia su modelo. La necesidad de Dios que percibe el hombre entraña que es el mismo Dios quien le concede no sólo dicha tendencia, sino también la potencia para buscarle y trascenderse sin renunciar a su dimensión natural. Caminar hacia Dios y activar la capacidad divina de su imagen queda estructurado por el ser criatural, lo cual lleva consigo que se realice en la historia humana, entre las relaciones humanas; no se puede anular la realidad creada para relacionarse con la divinidad, o al margen del hecho de ser criatura, porque la imagen es copia fiel de Dios, que no Dios. Ser Dios y ser humano son dos realidades distintas, cuyas fronteras están bien delimitadas, aunque referidas a la «imagen y semejanza» (cf. Is 2,9-18; Ez 28,2-4.12-17). La comunicación con Dios, aunque se dé en un segmento del tiempo y en un aspecto parcial de su Ser, siempre misterioso para el hombre, acontece por medio de las criaturas, de los demás hombres, porque es la condición de ser de la imagen divina en la creación. Y el vínculo con Dios efectuado en la creación hace viable que, al activar el hombre su imagen divina, despliegue, a la vez, el ser que lleva en sí, con lo que tiene la oportunidad de ser más él mismo. Ya que alcanzar la plenitud humana es el objetivo final de su creación por Dios y la identidad de su imagen.