DOMINGO XXVIII (B)
Lectura del santo Evangelio según
San Marcos 10,17-30.
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le
acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: -Maestro bueno, ¿qué haré
para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: -¿Por qué me llamas bueno? No
hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no
cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra
a tu padre y a tu madre. Él replicó: -Maestro, todo eso lo he cumplido desde
pequeño. Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: Una cosa te falta: anda,
vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el
cielo-, y luego sígueme.
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó
pesaroso, porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor,
dijo a sus discípulos: -¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el
Reino de Dios!
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús
añadió: -Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen
su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una
aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios. Ellos se espantaron y
comentaban: -Entonces, ¿quién puede salvarse? Jesús se les quedó mirando y les
dijo: -Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.
1.- Advirtamos
el comportamiento del Señor. Dios puede cambiar la situación de
esta vida con la muerte. Lucas lo describe en la parábola sobre el rico y el
pobre Lázaro (Lc 16,19-31). El Evangelista traza un cuadro en el que se dibuja
la compensación en el más allá. Se da un cambio drástico del rico que banquetea
y se divierte en esta vida por una situación de tormento y desgracia, y del
pobre que yace a su puerta, enfermo y llagado, a un espacio de gracia en el
seno de Abrahán. En el caso del rico parece que Dios está con él; justamente
todo lo contrario aparenta suceder con el pobre, expresión de la indigencia y
de la lejanía divina. Pero hay una advertencia previa que hace Jesús a los
«amigos del dinero» (Lc 16,14) y Lucas la resalta en las bienaventuranzas y
malaventuranzas: Dios es capaz de cambiar las situaciones históricas de los
hombres expresadas en la riqueza y la pobreza, en el poder y la debilidad, en
el pecado y la gracia. Y Dios actúa, como en el avaricioso, al experimentar el
hombre la muerte que, en este caso, iguala a Lázaro y al rico; rompe los planes
a los que poseen bienes y esperanza de vida, y vuelve el rostro de salvación a
los pobres. Lo curioso de este caso es que no existe fundamento ético alguno.
No manifiesta el relato una conducta mala y buena asignada al rico y al pobre
sobre la cual se basa la condena y la salvación. Tampoco hay juicio y
sentencia. La riqueza, que manifiesta el favor divino, se transforma en condena
por una intervención directa de Dios, y Lázaro, sin mérito alguno, es salvado.
Se invierten, sin más, las situaciones anteriores. Se puede conjeturar que el
rico, en la medida en que desconoce al pobre y no comparte con él los bienes,
resulta ser un desconocido para Dios; pero a Lázaro simplemente se le aplica la
promesa que Jesús anuncia en las Bienaventuranzas a los pobres (Lc 6,20).
2.- Jesús
cree en la inminencia de la presencia del Señor en nuestra vida. Ante tal
expectativa rechaza toda forma de riqueza como un mal para el Reino: sólo Dios
basta para vivir, por su cercanía inmediata o su presencia creciente en la
historia (cf. Lc 12,31). Así, envía a sus seguidores inmediatos a la
predicación. Forma parte de la tradición la idea de que Jesús no tiene donde
reclinar la cabeza (cf. Lc 9,58), exige a sus seguidores abandonar la familia y
repartir los bienes (cf. Mc 1,16-20par), y anunciar el Reino sin el más mínimo
sostén vital. Incluso añade que dicha renuncia será recompensada por Dios (cf.
Mc 10,28-30par), por lo que hay que excluir toda preocupación por el sustento
diario (cf. Lc 12,22-31). Exige a sus discípulos la renuncia a los bienes;
Lucas apostilla que hay que dejarlos todos (cf. Lc 14,33), como dice al
rico que desea seguirle (Mc 10,21par). En la parábola del banquete de bodas
(cf.Lc 14,15-24), símbolo nupcial del Señor y Jerusalén, que en los nuevos
tiempos prefigura al Mesías esposo de la comunidad cristiana, se rechaza a los
invitados oficiales (Israel) y se escoge a los pobres, lisiados, ciegos y cojos
(Lucas), o malos y buenos (Mateo). Miremos nuestras iglesias y comunidades
religiosas: ¿Van por aquí? ¿Son lo que dicen ser: un adelanto en la tierra del
Reino futuro del Señor?