domingo, 21 de diciembre de 2014

Dios en la historia

                                           Francisco de Asís y su mensaje
                                                                   IX


                                                                            Dios en la historia

            La resolución de Dios, pues, no está en forzar el rumbo de la historia desdiciéndose de la responsabilidad que le dio al hombre, o abandonar el proyecto primero dejando a sus criaturas a merced del mal, o eliminar la libertad reduciendo a la persona a una dimensión inferior tomando las riendas de la historia. Como resume el cristianismo primitivo contemplando la vida de Jesús y experimentando la resurrección, Dios ha actuado de la siguiente manera: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna» (Jn 3,16); o, por lo mismo: «Dios ha demostrado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a él [...] Nosotros hemos contemplado y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo» (1Jn 4,9.14). Se da un paso trascendental de la presencia de Dios en la tienda de campaña sita en medio de su pueblo (cf. Éx 25,22; 33,7-11; Lev 26,12), después en el templo (cf. 1Re 8,10-11) y en la sabiduría en la creación (cf. Eclo 24,8), a la vida humana de su Hijo (cf. Jn 1,14).
           
Con su Hijo en la historia rehace la imagen divina de sus criaturas. El símbolo de la humanidad prevista por Dios está en la imagen y semejanza divina de Adán (cf. Gén 1,26-27), que éste deforma, como hemos comprobado (cf. Rom 5,12-19). Ahora Dios propone a su Hijo como imagen suya (cf. 2Cor 4,4), imagen de la sustancia divina (cf. Heb 1,3), que lleva su gloria (cf. 2Cor 4,6), «lleno de bondad y verdad» (Jn 1,14), y sustituye al templo, pues el templo no manifiesta la gloria divina como el Hijo, ya que el espacio que segregan los creyentes de sus dominios para ofrecerlos a Dios parten de sus intereses (cf. Ez 44,4). Esto supone que la vida de Jesús de Nazaret es la vida verdadera del hombre, el hombre «nuevo» que Dios propone a toda la humanidad, porque en él se proyecta desde el principio de los tiempos (cf. Col 1,15.17-18) y por él entra en el camino de la salvación (cf. Rom 8,24); por eso Jesucristo es su fin, el punto omega de la historia de la humanidad (cf. Ap 1,8).
           
La decisión de Dios para reconducir la historia humana la lleva a efecto vaciando a su Hijo de su gloria y dándole una carne de pecado (cf. Rom 8,3; 1,4): «... el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana, se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Dios ni plantea ni exige que la criatura renuncie a su naturaleza, a su esencia humana. Dios es el que se hace «carne», poniendo su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14), solidarizándose con la vida en su textura frágil, débil y abocada a la muerte. La humanización de Dios no significa cubrirse de carne como si fuera un revestimiento exterior, o instalarse en la interioridad del hombre desconociendo su contexto social, su andadura histórica y su ser corporal. Dios se hace hombre y toma la historia humana como algo propio para poder transformarla, y verifica la verdadera humanidad por el recorrido histórico que hace la vida de Jesús de Nazaret. De ahí que quede inservible la permanente pretensión humana de «ser como Dios» (cf. Gén 3,4); a lo que debe aspirar la criatura es a ser persona. Es lo que el Logos de Dios cumplimenta.


                                               La propuesta cristiana

           
La vida de Jesús como encarnación del Logos tiene como fin reconducir la vida estructurándola filialmente. Así lo leen los cristianos, y proponen el paso de estar sometido al príncipe de este mundo, a las estructuras de pecado que esclavizan al hombre, al reino de la luz y de la vida (cf. Jn 12,31; 14,30; etc.). Para pertenecer al reino de la luz, hay que saber cuál es, y a partir de este conocimiento, descubrir, renunciar, denunciar y vencer la estructuras del mal (cf. Jn 3,3.5; 7,7; 12,31; etc.). Jesús lo hace en los exorcismos: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18; cf. supra 3.3.1.c.).
           
A las estructuras del mal se las derrota, no se las convierte; se las sustituye con otras que respondan a los valores que fundamentan la dignidad humana. Quien se convierte es el hombre individualmente, no la institución. Y esa victoria sobre el mal institucionalizado la adelanta Dios al resucitar a Jesús, con lo que se inicia el mundo «nuevo» proyectado desde su principio. Porque Jesús es la primicia (cf. 1Cor 15,20-22) de una promesa que corresponde a toda la creación (cf. Rom 8,19) y, naturalmente, a toda la humanidad (cf. Rom 1,16-17; 3,29-30; 1Cor 15,45-49)). La potencia divina para reconducir la historia está ya actuando, no es una cuestión exclusivamente de futuro, aunque su plenitud se sitúa en este horizonte (cf. Rom 8,24). La perspectiva divina divisa a todos los hombres iguales, porque Dios es Creador de ellos. Y esa mirada de Dios permanece en el tiempo a pesar de la rebeldía humana. Porque Él es, a la vez y para confianza de todos, «el que da vida a los muertos y llama a existir lo que no existe» (Rom 4,17). Esta potencia de salvación es gratuita, y, como hemos visto, la ofrece por el Hijo, el único mediador (cf. 1Tim 2,5) y para nada es condicionada por los intereses humanos, a fin de que resplandezca con nitidez la identidad y función de las criaturas en la creación y la posibilidad misma de realizarse como persona.




Paradigmas: Cristo y las religiones. c y d.

                                         CRISTO Y LAS RELIGIONES
                                                         V
                                                                                

                                                                     Álvaro Garre Garre
                                                         Instituto Teológico de Murcia OFM
                                                                             Pontificia Universidad Antonianum
                       
                        
                        Paradigmas: Cristo y las religiones
                                                          


En cambio, otros teólogos –entre los que se cuenta Hans Küng- no ven a Cristo contra o dentro de, sino por encima de las religiones en cuanto norma por la que se juzga su validez y encuentran su plenitud.
Por tanto, las otras tradiciones son vistas aquí como vías independientes de salvación (Cristo no es causa constitutiva de la gracia ni la finalidad primordial de la Iglesia es traer el reino de Dios, sino revelarlo y promoverlo), dotadas de validez propia, aunque incompleta. Aunque Cristo es la plenitud de la revelación, no agota la totalidad de la revelación; de ahí la necesidad del diálogo con otras religiones, con el fin de no dar lecciones no aprendidas.
Por eso, son especialmente críticos con Rahner, ya que llamar “cristianos anónimos” a los creyentes de otras religiones, amén de una ofensa para ellos, implica negar su valor propio, aparte de conculcar la dimensión visible del cristianismo.
Para la mayoría de estos teólogos la razón última para defender la finalidad y singularidad de Cristo es que éste es un dato imprescindible de la fe cristiana, el cual debe ser proclamado a todos, al menos como una “postura amistosa”. Dicho con otras palabras: sin Cristo no hay cristianismo.
Con todo, a juicio de Knitter, este planteamiento, que se ha generalizado en la actualidad entre los teólogos católicos, da la impresión de afirmar más de lo que puede probar. Llegados a este punto nos encontramos en una encrucijada: las citadas teologías católicas de las religiones –simplificando la cuestión-, o bien son inútiles, o bien son inmorales. De hecho, el autor establece cierta analogía entre los dos modelos anteriores de diálogo y el modelo de desarrollo neocolonialista impuesto por los países ricos a los pobres.

d.- Cristo con las religiones

La crítica del etnocentrismo o eurocentrismo de estas teologías por parte de un pequeño, pero creciente número de teólogos veteranos en el diálogo interreligioso –entre los que se halla el autor- les ha llevado a proponer un modelo que ubique a Cristo con las otras religiones y guías religiosos.
Desde este punto de vista, no sólo habría que aceptar un pluralismo de hecho, sino de derecho, partiendo de la hipótesis –sugerida por el mito de la Torre de Babel- de que posiblemente esa sea la voluntad divina.
Seguidamente, menciona cuatro planteamientos teológicos sobre este modelo.
El primero, representado entre otros por el propio autor, sugiere que dentro del pluralismo unitario que constituyen las religiones, cada una aporta una singularidad, no excluyente ni incluyente, sino complementaria; de ahí la necesidad de mestizaje y aprendizaje mutuo.
Los teólogos implicados en el diálogo con el judaísmo señalan que a Jesús se le comprende mejor como Mesías anticipador del reino que como Mesías definitivo, más como paradigmático que como normativo.
Panikkar sostiene que el Logos supera al Jesús histórico, luego el Cristo puede mostrarse también en otras tradiciones o guías religiosos históricos.
Por último, esta nueva perspectiva se contempla como la consecuencia “natural” de la evolución dentro de la teología católica de las religiones, que va del eclesiocentrismo (Cristo/Iglesia contra) al cristocentrismo (Cristo dentro o por encima de) y al teocentrismo (Dios, centro de la historia salutis).

Los defensores de este nuevo paradigma sostienen que con ese modelo se salva también la tradición cristiana, pues dicen que resulta compatible el compromiso con Jesucristo (del que afirman que es la Palabra de Dios, cuyo mensaje debe ser proclamado, aunque no es vinculante) con la apertura al posible mensaje que Dios pueda transmitir a través de otras tradiciones religiosas.