La Encarnación
«La Palabra se hizo carne
y acampó entre nosotros» (Jn 1,14)
1.- La comunión
íntima y máxima entre Dios y la Palabra se revela al mundo, y su gloria se hace
visible a los creyentes como en otros tiempos el Señor se manifiesta a Israel.
La revelación de Dios ahora está en el «Hijo único del Padre, lleno de
lealtad y fidelidad». Lo que se puede ver de Dios no es la gloria que el Hijo
tenía con el Padre antes del tiempo, ni a Dios todo y totalmente, sino en la
vida del «Hijo único del Padre», un don de Dios que la comunidad cristiana
comprueba que es verdad.
2.- Por
consiguiente, queda descartado abandonar el mundo para irse a lo más alto del
cielo. El Señor se ha movido en sentido
contrario: ha dejado su gloria para tomar la vida humana. El Hijo de Dios
se ha puesto al alcance de los hombres. No debemos huir de la historia, pues el
Señor se ha encarnado en ella. Aquí reside la clave de la fe cristiana: se
apoya en una presencia de Dios en la historia de Jesús. Para salvarnos no
podemos desertar de nuestra vida, de nuestras circunstancias, no podemos
negarlas, sino asumirlas y mirarlas cara a cara.
3.- Un himno de la primera comunidad cristiana
dice: «... el cual [Cristo Jesús], a pesar de su condición divina, no hizo
alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de
esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se
humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte en cruz» (Ef 2,6-8). El
rico asume un modo de ser esclavo, se hace a imagen y semejanza del hombre, lo
que le obliga a despojarse de sí en su relación histórica. Es un vaciarse de sí
tan radical, y lleva consigo una generosidad tan extrema, que se coloca en el
lugar más ignominioso que puede sufrir el ser humano, como es la muerte en la
cruz. Es lo que no debemos olvidar, como también que Dios hace que su Hijo
retorne a la gloria divina tansformándose en «soberano» de todo lo creado.