RESURRECCIÓN
I
1.-
Introducción. No
cabe duda que el final de la vida de Jesús origina en los discípulos una crisis
que les separa de su seguimiento. La crisis que padecen va más allá de la
sorpresa que les supone su forma de morir. Y tiene dos razones de fondo: su
pertenencia al pueblo elegido y su confianza en la vida y predicación de Jesús.
La primera obedece a que todo judío de bien ya no puede garantizar que el
mensaje de Jesús se equipare al mensaje de Dios, o que se pueda hacer en su
nombre, pues el rechazo de las autoridades religiosas y la condena de Pilato
evidencian un alejamiento divino con el que se prueba la falsedad de su
doctrina o lo utópico de su enseñanza y vida. Las frases vociferadas por los
sumos sacerdotes y escribas cuando Jesús está crucificado van en este sentido: «Si
es Hijo de Dios, que baje de la cruz [...] Se ha fiado de Dios: que lo libre si
es que lo ama» (Mt 27,40.43). Aunque sean redaccionales, el trasfondo último
responde a esa confianza ilimitada en Dios de todo fiel justo. Y los discípulos
no comprueban que Dios mueva un hilo en favor de Jesús. La segunda corresponde
al sentido de la vida de Jesús, que ha sido proclamar el Reino de Dios, de
forma que sus obras y su doctrina implican el inicio de la presencia histórica
de la misericordia y el perdón de Dios procedentes del amor ilimitado a sus
hijos, a su creación. Y los discípulos se han implicado en este mensaje hasta
simbolizar con el Maestro la salvación de Dios en Israel. Por consiguiente, la
muerte de Jesús es la «muerte» del Dios que ofrecen a sus conciudadanos. Con la
desaparición de estos dos agentes de la salvación se anula toda posibilidad de
proseguir su acción en la historia. Se inutiliza la fe en Dios y la confianza
en Jesús, y con ellas la esperanza suscitada en sus vidas y el compromiso radical
formulado al acompañar a Jesús: «Mira, nosotros hemos dejado todo y te hemos
seguido» (Mc 10,28par). La muerte en cruz de Jesús sentenciada en un juicio
legal y por una causa tipificada en el derecho del Imperio destruye toda su
pretensión y la de sus partidarios. Más aún. Ser acusado como «rey de los
judíos» excluye a Jesús de morir como un mártir por la causa que defendió, y
sus seguidores quedan incapacitados para esgrimirla en adelante.
Los discípulos desertan y dejan a Jesús solo. Suena su aviso momentos
antes de ser apresado: «Todos vais a fallar [...] Lo abandonaron todos y
huyeron» (Mc 14,27.50; Mt 26,56). Y lo demuestra el hecho de que ni se presentan
para darle sepultura. Las autoridades religiosas llevan toda la razón y la fe
en el Señor continúa en las coordenadas que defienden de tiempo, pues han
probado que es falsa la vida de Jesús y el ámbito de esperanza que había creado
fundado en la historia profética de Israel. Su proyecto queda así aparcado.
Humanamente no hay otra salida sino aceptar el fracaso. La única posibilidad de
resolver esta situación es que Dios diga otra cosa, porque ésta es una cuestión
que atañe directamente a Él, porque es a Él a quien ha obedecido y se ha
entregado Jesús por entero.
2.-
Los datos históricos. No es tan
fácil reconstruir los hechos que rodean la resurrección de Jesús. Con todo, y a
pesar de los resultados fragmentarios que se deducen de las antiguas tradiciones
muy elaboradas por las comunidades cristianas y los redactores, se pueden
entresacar los datos que enumeramos a continuación, aunque siempre de una forma
indirecta.
Los discípulos que acompañan a Jesús a Jerusalén regresan a la Galilea
natal y retoman sus trabajos como solución al descalabro de la misión; otros
permanecen en Jerusalén, quizás los que se le unen en la fase final de su
ministerio (Lc 24,13).
Al poco tiempo (Mc 9,2par; 14,28par) y en Galilea (Mt 28,16-20) sucede un
acontecimiento en el que los discípulos más allegados creen vivo al que, días
antes, ha sido ajusticiado y sepultado (Mc 15,43-46par). Todos los datos
disponibles conducen a que Pedro es el primer convencido de este hecho inaudito,
o al menos es el más interesado en difundir la noticia a los seguidores de
Jesús y proclamarla a los cuatro vientos. Junto a Pedro proponen los textos
neotestamentarios otra serie de testigos que no son siempre los mismos, pero
indican la persistencia de un encuentro personal con el que aparece ahora vivo:
«... se apareció a Cefas y después a los Doce; después se apareció a más de
quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron
ya; después se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles. Por último
se me apareció a mí [Pablo], que soy como un aborto» (1Cor 15,5-8).
Lo cierto es que estos encuentros con Jesús les transforman casi por
completo. Lo observamos comparando la nueva disposición que manifiestan y la
nueva obligación que asumen ante todo el mundo con el comportamiento seguido
días antes en Jerusalén en el prendimiento de Jesús en Getsemaní (Mc 14,50par).
La pasión los dispersa; ahora, por el contrario, aparecen
juntos y son capaces de establecer relaciones con un Jesús «distinto».
Después de encontrarse con él en Galilea regresan a Jerusalén, de donde han
huido (Lc 24,33). En la ciudad santa, por ejemplo, Pedro, que le había negado
durante la instrucción del proceso de las autoridades religiosas (Mc
14,66-71par), explica sin miedo alguno que la historia de Jesús iniciada
en Galilea permanece todavía, que no se ha acabado con su muerte. El primero de
los discípulos se presenta a las gentes que viven o visitan Jerusalén con un vigor
insólito hasta entonces, insistiendo una y otra vez que: «Jesús de Nazaret fue
un hombre acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y
señales que Dios realizó por su medio, como bien sabéis. A éste, entregado
según el plan previsto por Dios, lo crucificasteis por mano de gente sin ley y
le disteis muerte. Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo
resucitó, pues la muerte no podía retenerlo» (Hech 2,22-24). Los discípulos
bautizan, crean comunidades y admiten a otros discípulos que extienden la fe en
Jesús resucitado por doquier. Lucas lo indica con una noticia que repite varias
veces: «El mensaje de Dios se difundía, en Jerusalén crecía mucho el número de
los discípulos» (Hech 6,7). Pero no limita el suceso de que Jesús «vive» sólo a
Jerusalén, sino que lo amplía a los núcleos judíos del Imperio e incluso se
admite a los paganos. Y los discípulos cobardes, que dejan a Jesús solo ante
los sumos sacerdotes y Pilato, se convierten en creyentes valientes que entregan
la vida por su causa. Ciertamente los encuentros con el «nuevo» Jesús les
transforman por completo.
Por otro lado, con otros testigos y en distinto lugar, Jerusalén, se
ofrece el relato de la tumba de Jesús. María Magdalena o unas mujeres se
acercan al sepulcro para llorar su muerte (Mc 16,1-8par). El resultado de la
visita es que encuentran la piedra corrida y la tumba vacía. Tal hecho, muy
diferente al que experimentan los discípulos varones, no les lleva al encuentro
con Jesús, como atestiguan los dos adeptos a Jesús que caminan hacia Emaús (Lc
24,22-23).
En este sentido y a raíz de la experiencia de la resurrección se extiende
la opinión de que el cadáver ha sido robado. Opinión que se da tanto entre los
seguidores como entre los enemigos de Jesús. Se relata (Jn 20,11-18) en la
visita que hace al sepulcro María Magdalena en el primer día de la semana y sus
encuentros con los ángeles y con Jesús. Compungida al ver el sepulcro vacío, le
preguntan los ángeles: «Mujer ¿por qué lloras? Responde: Porque se han llevado
a mi señor y no sé dónde lo han puesto [...] Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué
lloras? ¿A quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: Señor, si
tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo». Lo mismo
sucede con las autoridades religiosas de Jerusalén, que elaboran una estrategia
para convencer a la población de que el cadáver ha sido robado por los
discípulos (Mt 28,11-15).
Se piensa que la desaparición del cadáver del sepulcro obedece al robo, y
no sólo al principio del cristianismo, sino también por muchos pensadores a lo
largo de los siglos. Es la lógica de toda persona sensata que no ve al difunto
en su lugar. De hecho los relatos elaborados para cubrir las primeras opiniones
sobre el sepulcro vacío se unen a la increencia de los discípulos de que Jesús «vive»:
«Pero ellos [los discípulos] tomaron el relato [de las mujeres] por un delirio
y no les creyeron» (Lc 24,11; cf. Mc 16,11-14). Esto obliga a escribir nuevas
apariciones del Resucitado o a ampliar algunas de ellas para, después de
muertos los primeros testigos, enseñar a dar el paso a una creencia más estable
y duradera en la resurrección en otra perspectiva, cuando ya se sitúa a Jesús
definitivamente en la gloria del Padre. Son los relatos de Tomás y de los
discípulos de Emaús que narran Juan (20,19-29) y Lucas (24,13-35).
Al margen de la incoherencia de los relatos y el testimonio de los
soldados que no vale para probar que el cadáver ha sido robado si dormidos, lo
inexplicable es que una mentira pueda dar pie a la transformación radical de
los discípulos y a la proclamación de que Jesús está vivo de una manera tan
intensa y permanente. La historia hubiera acabado muy pronto si el cadáver se
hubiese robado. Y sería imposible crear una experiencia que transmita la
dimensión divina aplicada a un ser de forma tan real. No obstante esto, lo que
se difunde es la existencia o realidad de un encuentro personal
con Jesús después de muerto, y más tarde se comprueba que Jesús no está en el
sepulcro donde depositó su cadáver José de Arimatea. Por eso, los escasos datos
aportados provienen de que no hay testigos del hecho de la resurrección.
Nadie ve cómo Jesús es devuelto a la vida por Dios, ni cómo se corre la piedra,
ni cómo sale del sepulcro. Es lógico que nadie intente describir este
acontecimiento y se extienda la opinión del robo del cadáver.
Estos malentendidos responden a que la resurrección no entra dentro de las
categorías de los milagros de resurrección que realiza Jesús en el hijo de la
viuda de Naín (Lc 7,11-17), en la hija de Jairo (Mc 5,23.35-42par) y en Lázaro
(Jn 11,1-45). Tampoco Jesús sobrevive, por otra parte, al estilo de la
existencia eterna de su alma por ser de naturaleza espiritual, como defiende la
antropología griega. Ni la comprobación directa con los «devueltos a la vida»
ni la racionalidad que prueba la eternidad de los espíritus en contra de la
caducidad de lo temporal, contingente e histórico, pueden fundar la explicación
de la resurrección de Jesús. Ésta pertenece a la vida nueva en Dios
prometida desde tiempo a Israel. Por consiguiente, es un acontecimiento
escatológico, es decir, la situación que Dios dará al final de los tiempos a
sus hijos y que los humanos no poseemos elementos para describirlo y
entenderlo. Está en la línea que Pablo afirma con rotundidad: «Sabemos que
Cristo, resucitado de la muerte, ya no vuelve a morir, la muerte no tiene poder
sobre él. Muriendo murió al pecado definitivamente; viviendo vive para Dios»
(Rom 6,9-10).
Y es que lo que se verifica en la historia necesita del espacio y del
tiempo, que es como se identifica todo acontecimiento, y la resurrección no
entra dentro de estas coordenadas espacio-temporales. A esto se añade que para
delimitar y describir un hecho histórico se necesita de la analogía y la
correlación con otro hecho histórico para poder entenderlo. Y esto tampoco se
da en la resurrección. Nadie con anterioridad se ha presentado en las
condiciones que lo hace Jesús después de su muerte. Además, todo relato
histórico reclama la objetividad, la descripción del hecho en sí mismo, para
reconocerlo como tal, al margen de toda subjetividad e ideología que lo oriente
hacia una determinada perspectiva. La resurrección, por el contrario, prende en
el individuo y lo cambia radicalmente. Para ello necesita la fe que introduce
al creyente en la dimensión divina y éste entiende que el poder de Dios hace
posible recrear la vida de Jesús e influye en rehacer la propia. Lo único que
podemos aportar son pruebas indirectas de que tal acontecimiento ha sucedido y
que forma parte del contenido de la esperanza de Israel para los tiempos
finales. Expongamos primero esto último.