miércoles, 23 de diciembre de 2015

De la Navidad. Protoevangelio de Santiago

EL NACIMIENTO DE JESÚS Y LA SUSPENSIÓN DE LA NATURALEZA

Esteban Calderón
Facultad de Letras
Universidad de Murcia

Entre los evangelios relacionados con la infancia de Jesús se encuentra el llamado con justicia Protoevangelio de Santiago[1], posiblemente anterior al 180 y del que contamos con más de 150 manuscritos, lo que da idea de su gran difusión. El papiro más antiguo de este texto es de finales del s. III o comienzos del IV, conocido como el Papiro Bodmer V. Esta obrita, perteneciente al género conocido como midrash haggádico cristiano, recoge tres pasajes fundamentales: la vida de la Virgen hasta la Anunciación, el relato de José desde el nacimiento de Jesús hasta la adoración de los Magos y la matanza de los inocentes, y el martirio de Zacarías. En rasgos generales, puede decirse que el Protoevangelio reelabora datos extraídos de los evangelios canónicos enriquecidos con tradiciones ambientadas en Jerusalén; fue objeto de importantes refundiciones en el occidente latino, que dieron como fruto el Evangelio del Pseudo-Mateo (s. VII-VIII) y el Libro de la Natividad de María (846-849). El Santiago en cuestión no sería otro que Santiago el Menor (cf. Mc. 15, 40), hijo, según el apócrifo, de José en primeras nupcias y primer obispo de Jerusalén. Quién sea en realidad el autor es algo imposible de precisar. Por otra parte, la finalidad de esta obra es probar la virginidad perpetua de María antes, en y después del parto, como lo atestigua el recurso a beber las aguas de la probación (Proteu. XVI) y a la partera hebrea que la atiende y que firma la uirginitas in partu (Proteu. XX). Se puede decir que es más una leyenda hagiográfica centrada en la persona de María que un evangelio stricto sensu.
            El pasaje más interesante y rico literariamente hablando es el relativo al nacimiento de Jesús, ya que se pueden establecer algunas relaciones con los apócrifos que no abordan directamente el tema de la infancia de Jesús. El parto en Belén es narrado de tal manera que adquiere sentido toda la grandeza del acontecimiento: se trata de un nacimiento extraordinario que pertenece a la esfera de lo divino, como se puede observar en lo que se ha denominado “suspensión de la naturaleza”.
           
La presencia de lo divino y sobrenatural se manifiesta en el símbolo de la nube luminosa que envuelve la cueva de Belén. Para este marco teofánico pueden verse pasajes como Mt. 17, 1-9, Mc. 9, 2-12 y Lc. 9, 28-36: al disiparse la nube y desaparecer la luminosidad, Jesús se presenta ante la mirada atónita de sus tres discípulos en toda su humanidad. Este motivo aparece también en otras culturas y así es como lo hallamos en la literatura clásica, por ejemplo, en Homero (Od. VII 140-145, 154) o en Virgilio (Aen. I 586-590). En el Protoevangelio el Padre, personificado y escondido en una nube, se retira y manifiesta a su Hijo que de pura luz ha devenido en hombre. Como se puede observar, hay un esquema literario idéntico en ambas descripciones teofánicas. El silencio y la inmovilidad son las actitudes habituales de los hombres ante una teofanía. Dios se manifiesta a los hombres de forma sorprendente y su presencia trastoca el orden natural de las cosas, como en el episodio de la zarza en el Horeb (Ex. 3, 1-3), que ante Moisés ardía prodigiosamente sin consumirse.
El caso que nos ocupa es un motivo literario de tradición oral, con la singularidad de ser una de las manifestaciones más antiguas que conocemos de la suspensión de la naturaleza. Un motivo que, además de hallarse en el cuento popular, constituye un elemento mítico que con frecuencia acompaña al nacimiento de un héroe. Así es como se encuentra, por ejemplo, en la leyenda que narra el nacimiento de Buda o, en la literatura posterior, en el bien conocido cuento de La bella durmiente del bosque (en otras versiones La belle au bois dormant, de Perrault, o la Dornröschen —o Rosa Silvestre—, de Grimm). Pero aprovechemos para adelantar que la fecha posterior al s. II o III atribuida a la tradición india imposibilita que el episodio de la inmovilidad de la naturaleza del Protioevangelio haya sufrido influencias de dicha literatura oriental. Por otra parte, el carácter popular del pasaje queda indicado por el “estilo kaí” ―común en los Sinópticos, particularmente en Marcos―, el paralelismo sinonímico y antitético, así como otros recursos estilísticos que son habituales en la novela.
           
En Proteu. XVII se narra la orden del emperador Augusto de realizar un censo de los habitantes de Judea. Como consecuencia de este edicto, José, con sus hijos y María, en avanzado estado de gestación, decide acudir a Belén para empadronarse. Al llegar a esta población con María ya de parto, José deja a ésta con sus hijos en una cueva y va en busca de una partera hebrea en aquella región (Proteu. XVIII 1). El tema de los hijos de José, habidos en anterior matrimonio, y los hermanos de Jesús ya se encuentra en Orígenes (Comm. in Matt. 10, 7), si bien la tradición terminó aceptando la exégesis de S. Jerónimo en el sentido de que por huiós había que entender todo pariente con vínculos de consanguinidad. Todo esto quiere decir que el Protoevangelio ya en el s. III era lo suficientemente antiguo como para que Orígenes lo considerara como auténtico. A partir de Proteu. XVIII 2 se introduce un cambio de estilo y de interlocutor. Cesa la narración en tercera persona para hablar José en primera persona. Constituye un recurso para crear un clima de máxima expectación ante la Natiuitas Christi (Proteu. XIX 2).
            Pero veamos el texto de esta digresión autobiográfica de José:
Y yo, José, me puse a caminar y no podía andar. Y levanté la mirada al cielo y advertí el aire suspenso, y levanté la mirada hacia la bóveda del cielo y advertí que estaba estática, y las aves del cielo inmóviles. Y dirigí la mirada hacia la tierra y advertí una artesa en el suelo y a unos jornaleros tendidos en tierra y sus manos en la artesa. Y los que comían no masticaban, y los que cogían comida no la subían del plato, y los que llevaban el alimento a la boca, no lo acercaban, sino que los rostros de todos estaban mirando hacia arriba. Y he aquí que unas ovejas eran arreadas y no avanzaban, sino que estaban quietas; y el pastor había levantado su mano para golpearlas [con el cayado], y la mano se quedó en alto. Y dirigí la mirada hacia el cauce del río y advertí las bocas de los cabritos que se acercaban al agua y no bebían. En suma, en un instante todas las cosas se apartaban de su curso habitual”.

           
El autor hace un recorrido con la mirada en cuatro apartados: la bóveda celeste con sus astros y aves inmóviles; los operarios que hacían un alto en su trabajo para comer sin que sus quietas bocas masticasen alimento alguno; las ovejas también inmóviles al igual que su pastor; por último, la corriente del río, cuya agua no fluía ni podía ser bebida por las expectantes bocas de los cabritillos. Es decir, el mundo celeste, el mundo terrestre —animal y humano y el mundo acuático—. La frase final recoge lo extraordinario del acontecimiento: un instante breve y único en el que la naturaleza se sumerge en una extraña quietud propiciada por el episodio teofánico. Se puede apreciar el mensaje de que el tiempo se detiene como consecuencia de que la eternidad ha entrado en el mundo.
            Se han propuesto como antecedentes veterotestamentarios algunos pasajes: 3 Re. 19, 12; Sap. 18, 14; Is. 41, 1; Abd. 2, 20; Hb. 2, 20; Soph. 1, 7; Zac. 2, 13… Pero todos estos textos presentan una diferencia fundamental: se trata del silencio religioso y ritual, y en ningún caso de una suspensión de la naturaleza semejante a la narrada en Proteu. XVIII 2. También se han buscado antecedentes en la literatura clásica. Se ha citado como antecedente más remoto el célebre e imitadísmo “Nocturno” de Alcmán (fr. 43 P.), pero, para empezar, se trata de un sueño, el sueño de la naturaleza, bajo cuyo influjo caen hasta los montes, los barrancos y especies animales de toda estirpe; es decir, todos los elementos de la naturaleza duermen, permanecen inactivos en un juego de contraposiciones. Aquí la quietud nocturna, que penetra toda la naturaleza, es expresada con gran simplicidad y mediante una sugestiva enumeración de los elementos que componen el paisaje. Por el contrario, Alcmán no menciona el silencio, pero está latente en a lo largo del episodio. Este motivo de la naturaleza dormida lo hallamos también en otros autores. Es especialmente interesante, en el ámbito latino, un pasaje de Virgilio (Aen. IV 522-527), donde se describe la envolvente calma de la noche. Al igual que en los versos de Alcmán, diversas especies animales aparecen también aquí. En la poesía griega hallamos un pasaje de las Argonáuticas de Apolonio de Rodas (III 747-750) de tono similar, donde predominan, el silencio, el sueño y la oscuridad de la noche, en un ambiente de creciente paz nocturna, pero en el que está ausente la inmovilidad y no hay presencia del componente divino. Se trata, una vez más, del silencio de la naturaleza, en este caso en el mar. Todos estos pasajes tienen un antecedente último en un símil homérico (Il. VIII 555-559), muy distante de tener la riqueza léxica y la frescura lírica de Alcmán. Otro posible antecedente aducido se encuentra en Eurípides, Bacantes 1084-1085. Ahora bien, el pasaje euripídeo, si bien se trata igualmente del silencio de la naturaleza, hay una diferencia respecto a los textos anteriores y consiste en estamos ante un instante en que van a irrumpir fuerzas sobrenaturales, uno de los momentos más solemnes del drama. Este silencio es la respuesta tradicional de la naturaleza a la epifanía divina. Hay, ciertamente, silencio, pero a diferencia del Protoevangelio no hay inmovilidad.
Toda esta suerte de descripciones de la quietud nocturna de la naturaleza que hemos visto en los autores profanos de la literatura clásica remite, en última instancia, al famoso texto de Alcmán, a partir del cual se convierte en un topos literario. Pero, en cualquier caso, los posibles antecedentes de la literatura clásica no deben confundirse. No es lo mismo la suspensión de la naturaleza presente en el evangelio apócrifo que el silencio religioso, que se debe guardar ante cualquier tipo de teofanía y que hallamos también en la misma literatura, como hemos observado, ni tampoco lo es el sueño de la naturaleza. En el Protoevangelio de Santiago la suspensión de la naturaleza se caracteriza por el silencio y la inmovilidad, una inmovilidad sobrenatural. Estos dos aspectos no se dan en textos similares anteriores. En consecuencia ―y descartada la influencia oriental―, estaríamos ante un motivo inédito en la literatura
 greco-latina anterior al llamado Protoevangelio de Santiago.




[1] El término Protoevangelium es relativamente moderno, ya que fue usado por vez primera, como título del Evangelio de Santiago, en 1552, en la traducción latina del humanista y jesuita francés Guillaume Postel, Proevangelion, seu de natalibus Iesu Christi et ipsius matris Virginis Mariae sermo historicus divi Iacobi Minoris. Evangelica historia quam scripsit B. Marcus. Vita Marci evangelistae collecta per Theodorum Bibliandrum, Basilea, 1552, pp. 24-70. Postel lo tomó por el prólogo de Marcos.