lunes, 2 de junio de 2014

Recibid el Espíritu Santo

                                      PENTECOSTÉS

                                                                Evangelio
                                                         
                                                 «Recibid el Espíritu Santo»

Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-23.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: —Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

           
1.- El Espíritu del Señor. Todo cambia para los discípulos con la experiencia de la Resurrección y la recepción del Espíritu. Jesús no los deja huérfanos por más que se haya sentado a la derecha del Padre y haya terminado su tiempo de vivir en Palestina en el ámbito de la cultura y la religión hebrea. El Espíritu del Señor es la forma que tiene de relacionarse con sus hijos, con sus criaturas, en definitiva, con todos nosotros. Y la forma de relación es el amor. El Señor no sabe hacer otra cosa, sino amarnos. Cuando nos ama en acto, nos está dando su Espíritu. Por eso su Espíritu está en nosotros cuando somos creados, cuando somos cuidados a lo largo de nuestra vida y cuando somos salvados. Siempre somos amados por Él, porque su Espíritu no nos deja huérfanos, solos o aislados en nuestra vida frente al mal o al egoísmo de los demás. 

           
2.- La comunidad. Jesús se aparece a la comunidad de discípulos. Les da la paz: queda perdonada su huída y cobardía en los momentos de su pasión y muerte. Ahora su presencia es, incluso, más intensa, porque al poseer el Espíritu la comunidad no podrá nunca traicionar en bloque a su Señor y no tendrá miedo a las persecuciones de entonces y de todos los tiempos. Quien vaya contra la Iglesia hará mártires, que no desertores, aunque a veces se haya dado. Además, la comunidad siente alegría al reconocer al Señor, porque ya posee a Aquel que les hace leer dónde está Jesús y quién es realmente: el crucificado que ha glorificado el amor del Padre. Por eso ellos deben seguir impartiendo la paz y el perdón. Somos muchos quienes traicionamos al Señor, por momentos, por épocas, por actos aislados, pero la comunidad a la que pertenecemos siempre le es fiel, porque siempre hay alguno de nosotros que ama con intensidad y vive del Espíritu de Jesús. Son los que reciben el soplo de vida, como cuando el Creador lo hizo con Adán (Gén 2,7). El Espíritu, el amor, une y todo el mundo lo entiende; la insolidaridad desune; son las lenguas de Babel, porque cada uno habla de lo que le interesa a él, al margen de la situación del que tiene al lado.

3.- El creyente. Cuando pasan los años y miramos hacia atrás es cuando caemos en la cuenta de nuestra transformación personal, para bien o para mal.  Es para bien cuando el Espíritu que está actuando en nuestras vidas por medio de las cualidades que nos han transmitido nuestra familia, nuestra cultura, nuestra fe. Si hemos empeorado en nuestras relaciones, si nos hemos vuelto más egoístas y centrados en nosotros mismos, quiere decir que progresamos hacia nosotros, hacia nuestros intereses. Entonces los demás se distancian y nos dejan solos. El Espíritu, la relación de amor, crea multitud de relaciones, que nos enriquecen y potencian nuestra vida al hacernos desprendidos, entregados, sensibles al dolor y mal ajeno. El Espíritu bloquea nuestras tendencias egoístas y potencia nuestras inclinaciones altruistas, transformando todo lo que a los otros les sirve para bien.



Pentecostés

                                                                           PENTECOSTÉS
                                                                              Evangelio

                              Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-23.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: —Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.


1.- Texto. Cuentan los Hechos de los Apóstoles que los discípulos de Jesús están reunidos en Jerusalén junto a María, la madre del Señor, y unas cuantas mujeres (cf. Hech 1,13-14); y también relatan los Hechos que hay otra reunión con ciento veinte hermanos cuando Pedro propone elegir al que debe sustituir a Judas (cf. Hech 1,15). Sea en una ocasión o en la otra sucede que: «de repente […]  se llenaron todos del Espíritu Santo…» (Hech 2,2-4). Se cumple una promesa de Jesús resucitado: «Yo os envío lo que el Padre prometió. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que desde el cielo os revistan de fuerza» (Lc 24,49; cf. Hech 1,2.8). La situación en la que se encuentran los protagonistas es de apertura personal al Señor; están en oración; y en medio de la relación concreta con el Señor, les envía el Espíritu (cf. Lc 3,22; Hech 2,3) para llevar a cabo una misión; en Jesús lo hace en Nazaret, ante su pueblo, proclamando el año de gracia del Señor (cf. Lc 4,19); los discípulos lo reciben en Jerusalén, y ante judíos y prosélitos pertenecientes a muchos países (cf. Hech 2,24); es una primera demostración de que su misión es para Israel, la primera Iglesia; más tarde, Pedro la abrirá a todas las gentes (cf. Lc 10,44-48) para mostrar la dimensión universal del Evangelio una vez que Dios Padre ha resucitado a Jesús; en ambos acontecimientos, fruto de dos promesas del AT (cf. Lc 4,18: Is 61,1-2; Hech 2,17-18: Jl 3,1-5), el Señor se asegura la obediencia radical de toda la creación a su voluntad salvadora. Ni Jesús ni la Iglesia son independientes; pertenecen a Dios Padre y son enviados por Él para salvar a todos los pueblos. El Espíritu es el que asegura la unión con Dios y la transmisión de su voluntad.

2.- Mensaje. El Evangelio que acabamos de leer relata que el Resucitado  envía a sus discípulos al mundo, donándole su Espíritu. Entonces, el Espíritu, como principio de la vida (cf. Jn 6,63), sigue recreando a la humanidad después de la misión de Jesús por la acción de sus discípulos. El creyente pasa de la muerte a la vida gracias al Espíritu, y con el Espíritu no puede ya morir (cf. Jn 5,54; 8,51). El Espíritu del Padre y de Cristo es el que comienza a darle solidez a las instituciones que cobijan a los nuevos seguidores de Jesús: «Gracias a él, el cuerpo entero trabado y unido por la prestación de las junturas y por el ejercicio propio de la función de cada miembro, va creciendo y construyéndose en el amor» (Flp 4,16). ). Y el cuerpo crece por medio de la acción del Espíritu (cf. Hech 2,1.17-18) y del bautismo que imparten los discípulos de Jesús como una de las misiones fundamentales que les da antes de ascender a la gloria divina (Mt 28,19). A todos los nuevos cristianos los hace Dios morada del Espíritu y les hace experimentar y llamarle «Abba» (cf. Rom 8,15; Gál 4,6) y a su Hijo ser el Señor: «Como el cuerpo, siendo uno, tiene muchos miembros, y los miembros, siendo muchos, forman un solo cuerpo, así es Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, nos hemos bautizado en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo y hemos absorbido un solo Espíritu» (1Cor 12,12-13). Y esto es lo que da cohesión y unidad a la comunidad (cf. Hech 2,1).

3.- Acción. La acción del Espíritu en la comunidad cristiana y en cada bautizado confiere una vida nueva al constituirse en su «templo»: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguien destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá, porque el templo de Dios, que sois vosotros, es sagrado» (1Cor 3,16-17). Esto lleva consigo que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Dios según la imagen de su hijo Jesucristo: «... consideraos muertos al pecado y vivos para Dios con Cristo Jesús» (Rom 6,11)»; o como Pablo dice de sí mismo: «... y ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Nace un nuevo sentido de vida que deriva en actitudes y actos que expresan el amor de Dios manifestado en Cristo y realizado en nosotros por el Espíritu. El Espíritu es quien inicia y desarrolla la vida nueva del cristiano consagrado a Dios por el Bautismo. 
Pentecostés y el Paráclito



Esteban Calderón
Facultad de Letras
Universidad de Murcia


            Es mi propósito, en esta entrega y otras sucesivas, desgranar la abundante terminología cristiana de origen griego, palabras que están enraizadas en nuestro lenguaje eclesial y que constituyen un rico acervo cultural y teológico.
En la Solemnidad de Pentecostés celebramos que Jesús ha recibido el Espíritu de manos de Dios y lo transmite a su Iglesia. El término Pentecostés procede de un adjetivo griego sustantivado: hē pentēkostḗ (hēméra), que quiere decir, «el quincuagésimo (día)» después de la Pascua contando ambas fechas. El número cincuenta simboliza la comunidad del Espíritu: ya en el A.T. los grupos de profetas se componen de «cincuenta hombres adultos» (1 Re. 18, 4; 2 Re. 2, 7). En realidad, debería transcribirse «Pentecosté», sin -s final paragógica –el griego no la tiene–, como ya hiciera la legua castellana de los siglos XV y XVI. Pues bien, como ya anunciaba el evangelio del domingo VI, la presencia del Paráclito cumple la promesa de Pentecostés.
Y aquí penetramos de nuevo en el ámbito de los vocablos cristianos de origen heleno. Paráclito es una transcripción del griego Paráklētos (con pronunciación bizantina -i- de la -ē-: de hecho, en castellano también es transcrito como «Paracleto» desde el s. XV hasta nuestros días), que, a su vez, deriva del verbo parakaleîn, que significa «llamar en auxilio». Paráklētos procede de la esfera jurídica y concretamente lo hallamos por vez primera en el orador Demóstenes. En el N.T. el término Paráclito es exclusivo del corpus joaneo: ni la tradición sinóptica ni Pablo lo utilizan; éste ni siquiera en contextos en los que desea exponer conceptos similares (Rom. 8, 26.34). El mismo Jesús es identificado con el Paráclito ( Jn. 12, 16) y es un adelanto del Espíritu Santo (Jn. 14, 26). Tras su muerte y resurrección, Jesús envía a los suyos al Paráclito de parte del Padre (Jn. 15, 26) o por el Padre mediante la intercesión del Hijo (Jn. 14, 16.26). De manera que la liturgia y la teología con el vocablo Paráclito hacen referencia a la tercera persona de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo Paráclito. Es, precisamente, Spiritus Paraclitus el título de una encíclica del sabio Papa Benedicto XVI.
La vinculación de este término con la oratoria griega se pone más en evidencia, si tenemos en cuenta que, a excepción de 1 Jn. 2, 1, únicamente aparece en los discursos de Juan, es decir, en un contexto oratorio. Su significado como «defensor» es más nítido todavía al contrastar la traducción latina: advocatus, esto es, «abogado». A partir de 1 Jn. 2, 1 se puede observar que el Paráclito es quien está llamado a acudir al lado de alguien necesitado para ayudarle, para ofrecerle su ayuda legal, para interceder, para «abogar». La palabra conlleva la idea de consolación, de ahí que en algunos pasajes se traduzca como «consolador» o «consejero». En realidad, todo ello forma parte de las funciones del abogado defensor: aconsejar, interceder o consolar. En Jn. 14, 16 Jesús asegura a sus discípulos que Él rogará al Padre, para que envíe otro Paráclito, de forma que permanezca con ellos hasta el fin de los tiempos, a fin de que los consuele en su turbación, los defienda de las asechanzas del Maligno y abogue ante el Padre. En definitiva, el Paráclito designa dos aspectos del Espíritu Santo: la presencia misma de Jesús y la defensa que Jesús ofrece.

La liturgia bizantina conserva el llamado Paraklētikḗ, que es el libro del Oficio de los días de Feria, desde el domingo después de Pentecostés hasta el inicio del Oficio de Cuaresma. En otras palabras, un amplio período de tiempo durante el que se vive de los permanentes «efectos» del Espíritu Santo. Tal es la importancia que se le da.