miércoles, 18 de febrero de 2015

Los animales amables

                                                     LOS  ANIMALES  AMABLES
                                                                                                     
                                                                                                                                 
                                                                 Elena Conde Guerri         
                                                                  Facultad de Letras
                                                                  Universidad de Murcia

             
Una de las lecturas de este próximo domingo, último del tiempo ordinario que precede a la cuaresma, evoca el arca de Noé y todos los animales que Yahvé mandó introducir en ella ( Gn 7). Animales que merecían ser liberados del exterminio para perpetuarse. Obra de su creación y animales amables, en suma, pues amable es quien "es merecedor de amor" porque también él lleva en su esencia una cierta capacidad de cercanía y afecto. 
           
El interés por la naturaleza y comportamiento de los animales fue evidente desde las más antiguas comunidades humanas, todavía en estadio ágrafo. Y pasó progresivamente de una observación empírica y utilitaria a un escrutinio mucho más perfeccionado, analítico y en parte filosófico, regido por una metodología propia muy próxima a las ciencias biológicas, que desembocó en los diez libros de la Investigación sobre los Animales de Aristóteles. Esta obra causó impacto y fue objeto de consulta e inspiración para autores de siglos muy posteriores que cultivaron el mismo tema, como Plinio el Naturalista y Claudio Eliano en años del Imperio romano. No pretendo invadir el vasto campo de los biólogos sin serlo. Mi intención aquí es justificar las bondades y el comportamiento de ciertos animales frente a los del hombre, a quien Aristóteles define, con toda propiedad, como "cuadrúpedo y vivíparo" y "de todos los animales, el hombre es aquél que necesariamente conocemos mejor". (I,6). Animal racional, obviamente, y "el único dotado del privilegio de poder emitir un lenguaje articulado" (IV,9), lo que implica una superación del simple sonido o voz por la expresión inteligible que presupone la capacidad para la comprensión total y la comunicación. Sublime instrumento el del lenguaje: expresar lo que uno piensa o siente y muchas cosas más que posibilitan que el contenido del mensaje llegue hasta lo más excelso cuando  vaya enraizado en la recta intención del corazón. 
        
En el complejo universo colectivo no siempre ha sido así. El mensaje inteligible ha sido en numerosas ocasiones una conminación a la guerra, un aullido a las desavenencias y a la destrucción. La historia es testigo. Pueden resultar comprensibles las contiendas muy remotas por el desequilibrio entre las fuentes explotables de riqueza y el número de población favorecida. Discutibles, la guerras de la Alta Edad Moderna alimentadas por la obsesión de la grandeza y el espíritu imperialista. Pero, ¿y los conflictos contemporáneos que estamos tocando con las manos y están desangrando a medio mundo? El hombre, esa criatura o animal racional, como se prefiera, "hecho a imagen de Dios", está traicionando su sublime misión primigenia de ser tutor de todo lo creado para pisotearlo. Con una peculiaridad que a más de uno nos aterra. En la actualidad, los motivos ancestrales ligados a la supervivencia, por ejemplo, se antojan obsoletos y las ideologías y las creencias religiosas son el motor que ordena al cerebro la palabra guerra. Y la palabra se hace, esta vez, máquina de ruina abominable. Máquina activada, además, por religiones monoteístas cuyo pilar básico es el único Dios verdadero. Tremenda paradoja. Nunca habrá una respuesta convincente y definitiva, a mi modo de ver, sobre esta incapacidad humana para posponer la paz y el respeto por cualquier ser humano, sea cual fuere su sentido de la trascendencia, ante la violencia. La complejidad de tal panorama, en estos aspectos, ya fue vista con clarividencia por Juan Pablo II en muchos de sus escritos y discursos que dejaban traslucir la dramática trastienda antropológica de todos los horrores que él mismo había presenciado. Dijo en ocasiones puntuales: "Nunca antes en la historia del género humano, se ha hablado tanto de paz e invocado con tanto ardor la paz como en nuestros días.
           
La creciente independencia de los pueblos y las naciones hace suscribir casi a todo el mundo el ideal de fraternidad humana universal. Las grandes instituciones internacionales debaten la  coexistencia pacífica de la humanidad. La opinión pública está tomando conciencia de lo absurdo de la guerra como medio para resolver las discriminaciones. La paz se ve cada vez más como la única vía de la justicia. La paz es, de por si, obra de la justicia".  Y "cada hombre, creyente o no, aun manteniéndose prudente y lúcido con respecto a la posible terquedad de su hermano, puede y debe conservar una suficiente confianza en el hombre, en su capacidad de ser razonable, en su sentido del bien, de la justicia, en su posibilidad de amor fraterno y de esperanza, en  apostar por el diálogo. Cristo nos llama a construir la civilización del amor". (Discursos ante la ONU, octubre de 1979, y en la Vigilia de Oración en la basílica de Asís, enero de 1993).
        La Paz. Actitudes y creencias. Murcia 2002.  299-300 ). Reflexiones, como se ve, universales, línea de pensamiento que ha fluido sin fracturas en los últimos años y han seguido con firmeza los sucesivos Pontífices, siendo emblemáticas al respecto las breves alocuciones cotidianas del actual  Papa Francisco en que insiste en el drama coetáneo de las guerras y en que los ataques a comunidades específicas dentro del cosmos monoteísta, de facto asesinatos, deben de parar para siempre.
El espíritu franciscano ha llevado la salvaguarda de la paz en sus tuétanos desde siempre y, a este respecto, el Prof. P. Francisco Martínez Fresneda planteaba en uno de sus libros más difundidos los logros pero también los problemas que se derivaban de un mundo progresivamente globalizado donde no siempre culturas antagónicas podían alcanzar el equilibrio. "Esto se observa en la  creciente actividad del fundamentalismo religioso y étnico, en los signos indiscutibles de la incapacidad para vivir la diversidad de los individuos y los grupos, en las tensiones originadas para reconocer e integrar las peculiaridades de las culturas que coexisten en una misma sociedad ...  la situación actual conduce al replanteamiento de un ética de la paz que, en primera  instancia, atienda a la defensa de la vida y al valor absoluto de la dignidad humana" (
       
Las guerras y la violencia despiertan siempre lo peor de todos nosotros y la bestia irracional lesiona al cuadrúpedo aristotélico racional  pisoteando su dignidad. ¿Qué hemos  aprendido, pues, en este sentido de comportamientos e impulsos humanos enmarcados en situaciones límite? Hemos ignorado todo aquello que da al hombre su verdadera grandeza y, en consecuencia, debemos aprender de los animales. ¿Alimentaríamos nosotros siempre a un recién nacido extraño en situación de total abandono? Pues las yeguas lo hacían. "Cuando una yegua muere, las que  pacían junto a ella, crían al potrillo de la muerta". (Aristóteles, IX,4 ). Generosidad infinita que es sólo un ejemplo de tantas otras cualidades benéficas que adornan a muchos animales y  en cuya descripción las mencionadas fuentes antiguas se recrean. La fidelidad de los perros, proverbial, que jamás abandonan a sus amos y que incluso después de muertos languidecen sin  calendario junto a sus sepulturas. El elefante y el león, símbolos de fuerza y fiereza, se tornan mansos si se les amaestra sin dureza y el segundo, no depreda con saña cuando ha   satisfecho convenientemente su apetito. Es capaz, incluso, de reconocer por la voz y el olor a aquél  que le protegió y le devuelve el favor, tal como describe la encantadora fábula de Androcles y el león. Las tórtolas se aparean sólo  con un único compañero, siendo emblema de la castidad y fidelidad conyugal. Los animales, presuntamente irracionales, nos han superado y nos están avergonzando. Es muy difícil hoy en día encontrar la lealtad del delfín, que cuando ve en peligro a algún compañero de su propio banco hace rápidamente piña con el grupo para salvarlo. O  imitar a las cigüeñas y abejarucos que, cuando envejecen, son alimentados con solicitud por sus crías. Y qué decir del cocodrilo, tan temido, que, cuando reposa con la boca abierta, no tiene empacho en que se estacionen en ella los pequeños chorlitos para que le limpien los dientes y a la vez se alimenten con estos residuos. En nuestra egolatría de la superioridad, ¿ somos capaces de reproducir esta solidaria convivencia con  especímenes bien opuestos? Bien es cierto que los irracionales practican muchos de estos hábitos para la salvaguarda de la especie, pero
  tampoco hay duda de que mimetizarnos con ellos en determinadas ocasiones nos haría mucho bien.

           
Animales pedagogos y seráficos, en una palabra, que transitan gozosos por la ecología de la creación para dar gloria  a Dios y alegrías al hombre, como aquellas  aves que escuchaban quietas y embobadas al Santo de Asís  pero le obedecieron alzando el vuelo hacia los cuatro puntos cardinales para extender alborozadas la palabra de Dios (Fioretti, 16). Los hombres tenemos un inmensa capacidad para hacer el bien pero muchas veces hacemos conscientemente el mal. Nuestra responsabilidad está ahí. Los animales amables no saben de hipocresías, ni de venganzas, ni distinguen los colores de la piel o los ritmos de las etnias. Dan amor si se les da amor y en esta fecunda reciprocidad instan a la convivencia pacífica, a la ayuda amigable, a la compañía generosa. No me extraña que Padre Dios después del diluvio, y pasando ahora de los pormenores del relato, pusiera sobre las nubes el arco iris como señal de su inquebrantable y  amorosa alianza con la humanidad. No porque en el arca fueran sus descendientes. Es que iban también los animales.