lunes, 12 de octubre de 2015

Libros. CTI: La Trinidad


Trinidad, unidad de los hombres. Monoteísmo cristiano contra la violencia



                                               COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL


Bernardo Pérez Andreo
Instituto Teológico de Murcia OFM
Pontificia Universidad Antonianum. Roma


Durante el quinquenio 2009-2014, la Comisión Teológica internacional se propuso realizar un estudio sobre algunos aspectos del discurso cristiano sobre Dios, de manera que el texto presente fue sometido al presidente de la misma el 6 de diciembre de 2013, quien autorizó su publicación. La ocasión que dio lugar a esta reflexión de la Comisión es la teoría muy extendida según la cual existe una relación necesaria entre la confesión del monoteísmo y la violencia y guerras de religión. Por ello, la Comisión se propuso ver la forma en que la teología católica puede confrontarse críticamente con la opinión cultural y política que establece una relación intrínseca entre monoteísmo y violencia. Tras eso, se plantea cómo puede ser reconocida la fe en el único Dios como principio y fuente del amor entre los hombres. Dos, por tanto, son las tareas, una negativa y otra positiva. Sin embargo, no pretende la Comisión hacer una presentación apologética de la fe, sino, antes bien, establecer unos puntos esenciales para poder abordar una temática actual que está dificultando la verdadera comprensión de la fe.
Cinco capítulos vertebran la obra. El primero de ellos se abre con el intento de clarificación del tema del monoteísmo en la acepción que recibe en algunas orientaciones de la filosofía política actual. De ahí que sea necesario precisar la noción de monoteísmo, pues resulta excesivamente genérica cuando se aplica a las tres religiones que confiesan la unicidad de Dios. Esta ambigüedad viene derivada de la simplificación cultural que reduce la posibilidad de elección a la alternativa entre monoteísmo violento, sí o sí, y politeísmo supuestamente tolerante. El texto, por el contrario, expone la relación entre la revelación de Dios y el humanismo no violento. La auténtica confesión trinitaria y la apertura cristológica, no dejan lugar a dudas sobre el fondo no violento del cristianismo.


En el capítulo segundo se explora el horizonte bíblico, de modo que salgan a la luz los textos más complicados a la hora de comprender la relación del Dios bíblico con la violencia. De este modo, se pretende presentar un esbozo que organice antropológicamente y cristológicamente los desarrollos de la interpretación del tema. Así, se pasa al capítulo tercero, donde se profundiza en el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús, como clave de la reconciliación entre los hombres. La oikonomia es esencial en la determinación de la theologia. La revelación inscrita en el acontecimiento de Jesucristo, gracias a la cual resulta digna de estima para todos la manifestación del amor de Dios, permite neutralizar la justificación religiosa de la violencia desde la verdad cristológica y trinitaria de Dios.
El capítulo cuarto se ocupa de las reflexiones filosóficas y sus implicaciones en el pensamiento sobre Dios. Se abordan en primer lugar los puntos de discusión con el ateísmo moderno, que desemboca ampliamente en las tesis de un naturalismo antropológico. Al final se propone una especie de meditación filosófico-teológica sobre la integración entre la revelación de la íntima disposición relacional de Dios y la concepción tradicional de su absoluta simplicidad, lo que permite acceder al último capítulo, donde se asumen de nuevo los elementos específicamente cristianos que definen el compromiso del testimonio eclesial a favor de la conciliación de los hombres con Dios y entre sí. La revelación cristiana purifica la religión, desde el mismo momento en el que le devuelve su significado fundamental para la experiencia del sentido.
Este texto de la Comisión Teología internacional resulta necesario, claro y clarificador. Es necesario porque la respuesta a una teoría tan extendida debe venir de un ámbito amplio, pero sin llegar a confundirlo con el Magisterio, aunque sea el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe quien lo firme. La teoría de que el monoteísmo es violento esencialmente, frente al politeísmo posmoderno que sería la mejor forma de asegurar la paz tiene muchos años. Ya Hume identificó la violencia de las religiones con una supuesta raíz intolerante basada en posiciones metafísicas absolutas, de ahí que propugnara un control civil para que exista una multitud de religiones, por tanto dioses, limitadas en sus atribuciones. Rousseau, por su parte, fue más lejos, y propuso directamente la sustitución de las religiones positivas por una religión civil controlada por el gobernante. Estas ideas vienen, por tanto, desde que se inicia el proceso secularizador y pretender poner sus bases en la cultura romana imperial, donde se deba una supuesta libertad de culto a una pluralidad de dioses que garantizaría la paz del Imperio.
Hoy es moneda común esta posición y casi es una enseñanza escolar. El mantra se repite sin cesar, hasta el punto de ser imposible ir más allá de esto. Por eso, el texto era necesario, pero también era necesario que fuera claro, sin discursos enrevesados, ni farragosas explicaciones. Directo y conciso, dando en el núcleo del problema, que no es otro que el naturalismo reduccionista que se ha impuesto desde las ciencias, especialmente desde la biología en los últimos años. Así, el texto resulta también clarificador. Se señala el problema y se identifica la solución: nuestro Dios no es un Dios de violencia, sino de amor y compromiso. Jesús, muerto y resucitado, es la prueba evidente que la propuesta cristiana es por la paz y la reconciliación. No hay ninguna otra religión que proponga un Dios hecho hombre que muere por los hombres para lograr la reconciliación de la humanidad. Este es el carácter distintivo del Dios cristiano, y para pensarlo hubo que acuñar nuevas categorías como Trinidad, Encarnación y Kénosis. Son estas nuevas categorías las que nos permiten diferenciar al Dios cristiano de los dioses paganos que necesitan sacrificios humanos y la sumisión de los hombres. Nuestro Dios se sacrifica a sí mismo para que los hombres abandonemos esas prácticas ancestrales que identifican la muerte y el crimen con lo sagrado. Lo sagrado, en el cristianismo, es la persona, el hombre concreto, amado por Dios hasta el extremo de dar la vida por él.
     
                                   MISERICORDIA      
            «CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
                       

                                               V


            c.- La posición de Escoto se ahonda y amplía en la actualidad dándole al amor divino salvador una dimensión de servicio, tanto personal como social.  Jesús se ha definido como ser servicial por excelencia, en su vida y en su muerte. Es comprensible que, como Jesús entiende su misión, experimente la injusticia que se comete con él en la perspectiva de Dios. Con este horizonte divino, es posible que Jesús resitúe los acontecimientos que le conducen a la muerte y manifiestan el fracaso de su misión más allá de las causas históricas por las que Pilato le sentencia a morir en la cruz[1]. Se encuentran pistas de cómo puede entender su muerte en varios textos evangélicos y en los que giran en torno a la Última Cena y en los gestos y palabras que realiza en ella. Porque su muerte constituye el último acto de una vida sellada por el servicio como sacramento del amor. La reflexión de Juan acierta con el fundamento de su vida y muerte: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (Jn 15,13). La afirmación se relaciona con dos dichos evangélicos.   
           
El primero está en el Evangelio de Marcos. Sucede que Santiago y Juan piden a Jesús, comprendido como mesías político, sentarse junto él en los puestos de mayor honor (cf. Mc 10,35-40). La respuesta refiere los principios que subyacen en los que mandan en las sociedades: la práctica autoritaria y despótica del poder. A la perversidad que lleva consigo el dominio de los poderosos sobre el pueblo, fuente de la esclavitud, Jesús opone una forma nueva de ejercer la autoridad: «...quien quiera entre vosotros ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el primero que se haga esclavo de todos» (Mc 10,43-44). Y concluye: «Pues este hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos»[2]. Jesús se excluye de ocupar el lugar de mayor honor como piensan los discípulos, pero también el de sentarse a la mesa como cualquier comensal. Su puesto es el último, el del esclavo, cuyo oficio es servir a todos, como hace la mujer y madre cuando sirve la comida. Y después se entrega a sí mismo con el sentido de servicio, sentido muy distinto del que tienen los que traman su muerte[3]. Recuerda cuando contesta a los escribas que le acusan de comer con recaudadores y pecadores: «Del médico no tienen necesidad los sanos, sino los enfermos. No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17). El servicio da el significado a la palabra «rescate», fianza pagada por un esclavo o el medio de su liberación: Jesús, sirviendo como un esclavo hasta entregar su vida, devuelve la libertad y la vida a todos, esclavizados por los poderosos y maniatados por el diablo (cf. Mc 4,15). Conforme los poderes cercan a Jesús para llevarle a la cruz, viéndolo como una víctima sometida a sus intereses, él va tomando conciencia de su misión salvadora por medio de una entrega sin límites.
           
El segundo dicho es de Lucas. Se encuentra en el contexto de la Última Cena y supone el resultado de haber compartido los discípulos los dones del pan y del vino como símbolos de la vida y muerte de Jesús: «¿Quién es mayor?, ¿el que está a la mesa o el que sirve?, ¿no lo es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como quien sirve» (Lc 22,27-28)[4]. Significa la entrega personal de Jesús a los que comparten la cena para que se mantengan unidos. La metáfora del servicio a la mesa recuerda la actitud de vigilancia que recomienda a los que le siguen ante la venida inminente del Reino: «Dichosos los criados a quienes el amo, al llegar, los encuentre velando; os aseguro que se ceñirá, los hará recostarse a la mesa y les irá sirviendo» (Lc 12,37). Según Juan, Jesús lo ejemplifica en la cena de despedida lavando los pies a los Doce (cf. Jn 13,4-16).
            Pero el hecho de servir a la mesa indica, como en Marcos, la enseñanza de cómo deben ser las relaciones entre los que conforman la comunidad. El comportamiento mutuo no reproduce la infidelidad de Judas (cf. Mc 22,21), o la cobardía de Pedro (cf. Lc 22,31), o las relaciones de rivalidad o poder, como sucede en el ejercicio de cualquier autoridad, sino el servicio mutuo, que lleva consigo fidelidad y entrega, como Jesús ha hecho con ellos durante la proclamación del Reino: «Vosotros no seáis así; antes bien, el más importante entre vosotros sea como el más joven y el que manda como el que sirve» (Lc 22,26). El servicio que lleva a Jesús hasta la muerte proviene de su total disponibilidad a la voluntad del Padre en beneficio de sus hermanos. Y la «buena noticia» que revela a Israel es que dicha voluntad significa su decisión libre de regalarle la salvación.
             Refuerzan los dos dichos, el acontecimiento de la Última Cena[5]. Los gestos de Jesús de partir el pan y ofrecerlo a los discípulos y darles de beber a todos una sola copa con el vino[6] —gestos relacionados con su muerte como servicio a los demás en continuidad con su vida— pueden significar también un servicio como ofrenda sin límites, donación de sí que Dios recoge para beneficio de todos. Por consiguiente, la Última Cena remite al banquete que Dios dará cuando implante su Reino de una forma definitiva[7], pero, a la vez, se relaciona con su muerte inminente vivida como entrega por sus amigos; por todos[8]. Los dos sentidos se unen por su actitud de servicio; servicio que entraña un simbolismo salvador evidente, pensadas las cosas según Dios. Por eso, los gestos de partir y repartir el pan y distribuir la única copa se acompañan con unas palabras que explican dichos gestos, y con el sentido antes referido. Palabras que se relacionan con la promesa de la salvación futura para todos, como fija más tarde la comunidad cristiana en los textos citados, en los cuales se puede entender cómo Jesús afronta su muerte. Y la comunidad cristiana continuará profundizando e interpretando los gestos y las palabras de Jesús con este sentido de expiación por los pecados de los hombres y signo de la salvación futura a partir de la Resurrección[9].
           
Llegados a este punto hay que advertir que la salvación que propicia la muerte de Jesús no es entendida de una forma exclusiva. Como enseña Francisco, se extiende a toda su vida: de la Encarnación a la Ascensión. Jesús ofrece el pan y el vino a sus discípulos como símbolo de su vida «que se derrama por todos» (Mc 14,24). Se concibe su muerte como su vida, es decir, como servicio al pueblo para alcanzar su liberación y salvación. Esta actitud es su carta credencial para participar en el banquete final del Reino prometido por el Señor (cf. Is 25,6). La muerte, pues, es el último acto de una existencia caracterizada por el servicio.
Se comprende, entonces, que guste a Francisco resumir la vida de Jesús como el crucificado, la acción suprema de amor a los hombres, y de tal manera es así que entiende toda su vida orientada hacia ese momento. Por eso usa las imágenes del «cordero» que derrama su sangre por el pueblo[10], del «buen pastor» que da su vida por sus ovejas: «Consideremos todos los hermanos al buen pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y persecución, vergüenza y hambre, en la enfermedad y tentación y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna; de donde es gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras, y nosotros, leyéndolas, queremos recibir gloria y honor»[11]; del «siervo» cuyos sufrimientos expían los pecados de los hombres: «[Los frailes] no se avergüencen y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo (Jn 11,27) omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7) y no se avergonzó; y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos»[12]. Y por eso, también, acentúa la pobreza, la humildad y la cruz del Hijo de Dios[13], que son sinónimos, porque las tres se enraízan en el amor de Dios, aseguran la medida sin límites de su amor manifestado en su Hijo (cf. Rom 8,39) y fijan la condición de debilidad histórica de dicho amor, o su personalización en la vida humana. De ahí que Francisco se exija[14] y exija a sus seguidores esta concreta forma de vida y no exclusivamente el morir en cruz: «Todos los frailes empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y recuerden que ninguna otra cosa debemos tener del mundo entero, sino que, como dice el Apóstol, teniendo alimentos y con qué cubrirnos, con esto estamos contentos (cf. 1Tim 6,8) […] Y no se avergüencen y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo (Jn 11,27) omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7) y no se avergonzó; […] Y cuando la gente les hiciere ultraje y no quisieren darles limosna, den de esto gracias a Dios; porque de los ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo»; «Los frailes nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinos y extranjeros (cf. 1Pe 2,11) en este siglo sirviendo al Señor en pobreza y humildad vayan por limosna confiadamente, y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo (cf. 2Cor 8,9)»[15].



[1] H. Schürmann, El destino de Jesús: su vida y su muerte. Salamanca 2003, 183-206; cf. A. Gerhards—K. Richter (Hrsg.), Das Opfer. Biblischer Anspruch und liturgische Gestalt. Freiburg 2000; S. M. Heim, Saved from Sacrifice. A theology of the Cross. Grand Rapids (Mich.)—Cambridge 2006; S. McKnight, Gesù e la sua morte. Brescia 2015; R. Miggelbrink,  L’ira di Dio. Il significato di una provocante tradizione biblica. Brescia 2005.
[2] Mc 10,45; cf. Mt 20,28.
[3]  Cf. Mc 14,58; 15,29; Jn 11,48.
[4] Cf. Mc 9,33-37; 10,42-45.
[5] M. Gesteira Garza, La Eucaristía misterio de comunión. Salamanca 1992, 33- 73; F. Martínez Fresneda, Jesús, hijo y hermano. Madrid 2010, 498-505; S. McKnight, Gesù e la sua morte, 292-310; J. Roloff, «Anfänge der soteriologischen Deutung des Todes Jesu (Mk 10,45 und Lk 22,27)», NTS 19 (1972-1973) 38-64.
[6] Cf. Lc 22,19-20par; Mc 14,22-24par.
[7] Cf. Mc 14,25; Lc 22,18; 1Cor 11,26.
[8] Cf. Jn 15,13; Mc 14,24par.
[9]  «¿No será posible tal vez que las palabras interpretativas, con su referencia a la muerte expiatoria del mártir (cf. Lc 22,20), al sufrimiento vicario del siervo de Dios (cf. Lc 22,19; Mc 10,45) y a las ideas del sacrificio (especialmente en Mc 14,23-24) no hagan sino explicitar pospascualmente lo que Jesús había expresado ya de forma implícita con su acción simbólica?», H. Schürmann, El destino de Jesús, 234. cf. 163-209; G. Pulcinelli, La morte di Gesù come espiazione. La concezione paolina. Cinisello Balsano (Mi) 2007, 177-224.
[10] «Pues el hombre desprecia, mancha y pisotea al Cordero de Dios, cuando, como dice el Apóstol, no distinguiendo (1Cor 11,29) ni discerniendo el santo pan de Cristo de los otros alimentos u obras, o lo come siendo indigno, o también, si fuera digno, lo come vana e indignamente, pues dice el Señor por el profeta: Maldito el hombre que hace la obra del Señor engañosamente (Jer 48,10)», CtaO 19; cf. 1Cel 77.
[11]  Adm 6; cf. Rnb 22,32; 2CtaF 56.
[12] Rnb 9,3-4; cf. Is 50,7; OfP 7,7-9.
[13]  «Todos los frailes empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y recuerden que ninguna otra cosa debemos tener del mundo entero, sino que, como dice el Apóstol, teniendo alimentos y con qué cubrirnos, con esto estamos contentos (cf. 1Tim 6,8). […] Y no se avergüencen y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo (Jn 11,27) omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7) y no se avergonzó; […] Y cuando la gente les hiciere ultraje y no quisieren darles limosna, den de esto gracias a Dios; porque de los ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo» Rnb 9,1.4.6; «¡Oh admirable alteza y estupenda dignación! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del Universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones (Sal 61,9); humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por Él (cf. 1Pe 5,6; Sant 4,10). Consecuentemente nada de vosotros retengáis para vosotros, para que os reciba a todos enteros el que se os ofrece todo entero», CtaO 27-29; cf. 2CtaF 11; Adm 6,1; etc.
[14] cf. OrSD 1,2; LP 102; EP 68; etc.
[15] «… y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo (cf. 2Cor 8,9)» Rb 6,3; cf. Rnb 9,1.4.6; etc.

San Francisco. Carta a un Ministro. V.

                                              MISERICORDIA      
                  «CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
                       


                                                              V


            c.- La posición de Escoto se ahonda y amplía en la actualidad dándole al amor divino salvador una dimensión de servicio, tanto personal como social.  Jesús se ha definido como ser servicial por excelencia, en su vida y en su muerte. Es comprensible que, como Jesús entiende su misión, experimente la injusticia que se comete con él en la perspectiva de Dios. Con este horizonte divino, es posible que Jesús resitúe los acontecimientos que le conducen a la muerte y manifiestan el fracaso de su misión más allá de las causas históricas por las que Pilato le sentencia a morir en la cruz[1]. Se encuentran pistas de cómo puede entender su muerte en varios textos evangélicos y en los que giran en torno a la Última Cena y en los gestos y palabras que realiza en ella. Porque su muerte constituye el último acto de una vida sellada por el servicio como sacramento del amor. La reflexión de Juan acierta con el fundamento de su vida y muerte: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (Jn 15,13). La afirmación se relaciona con dos dichos evangélicos.   
           
El primero está en el Evangelio de Marcos. Sucede que Santiago y Juan piden a Jesús, comprendido como mesías político, sentarse junto él en los puestos de mayor honor (cf. Mc 10,35-40). La respuesta refiere los principios que subyacen en los que mandan en las sociedades: la práctica autoritaria y despótica del poder. A la perversidad que lleva consigo el dominio de los poderosos sobre el pueblo, fuente de la esclavitud, Jesús opone una forma nueva de ejercer la autoridad: «...quien quiera entre vosotros ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el primero que se haga esclavo de todos» (Mc 10,43-44). Y concluye: «Pues este hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos»[2]. Jesús se excluye de ocupar el lugar de mayor honor como piensan los discípulos, pero también el de sentarse a la mesa como cualquier comensal. Su puesto es el último, el del esclavo, cuyo oficio es servir a todos, como hace la mujer y madre cuando sirve la comida. Y después se entrega a sí mismo con el sentido de servicio, sentido muy distinto del que tienen los que traman su muerte[3]. Recuerda cuando contesta a los escribas que le acusan de comer con recaudadores y pecadores: «Del médico no tienen necesidad los sanos, sino los enfermos. No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17). El servicio da el significado a la palabra «rescate», fianza pagada por un esclavo o el medio de su liberación: Jesús, sirviendo como un esclavo hasta entregar su vida, devuelve la libertad y la vida a todos, esclavizados por los poderosos y maniatados por el diablo (cf. Mc 4,15). Conforme los poderes cercan a Jesús para llevarle a la cruz, viéndolo como una víctima sometida a sus intereses, él va tomando conciencia de su misión salvadora por medio de una entrega sin límites.
           
El segundo dicho es de Lucas. Se encuentra en el contexto de la Última Cena y supone el resultado de haber compartido los discípulos los dones del pan y del vino como símbolos de la vida y muerte de Jesús: «¿Quién es mayor?, ¿el que está a la mesa o el que sirve?, ¿no lo es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como quien sirve» (Lc 22,27-28)[4]. Significa la entrega personal de Jesús a los que comparten la cena para que se mantengan unidos. La metáfora del servicio a la mesa recuerda la actitud de vigilancia que recomienda a los que le siguen ante la venida inminente del Reino: «Dichosos los criados a quienes el amo, al llegar, los encuentre velando; os aseguro que se ceñirá, los hará recostarse a la mesa y les irá sirviendo» (Lc 12,37). Según Juan, Jesús lo ejemplifica en la cena de despedida lavando los pies a los Doce (cf. Jn 13,4-16).
            Pero el hecho de servir a la mesa indica, como en Marcos, la enseñanza de cómo deben ser las relaciones entre los que conforman la comunidad. El comportamiento mutuo no reproduce la infidelidad de Judas (cf. Mc 22,21), o la cobardía de Pedro (cf. Lc 22,31), o las relaciones de rivalidad o poder, como sucede en el ejercicio de cualquier autoridad, sino el servicio mutuo, que lleva consigo fidelidad y entrega, como Jesús ha hecho con ellos durante la proclamación del Reino: «Vosotros no seáis así; antes bien, el más importante entre vosotros sea como el más joven y el que manda como el que sirve» (Lc 22,26). El servicio que lleva a Jesús hasta la muerte proviene de su total disponibilidad a la voluntad del Padre en beneficio de sus hermanos. Y la «buena noticia» que revela a Israel es que dicha voluntad significa su decisión libre de regalarle la salvación.
           
 Refuerzan los dos dichos, el acontecimiento de la Última Cena[5]. Los gestos de Jesús de partir el pan y ofrecerlo a los discípulos y darles de beber a todos una sola copa con el vino[6] —gestos relacionados con su muerte como servicio a los demás en continuidad con su vida— pueden significar también un servicio como ofrenda sin límites, donación de sí que Dios recoge para beneficio de todos. Por consiguiente, la Última Cena remite al banquete que Dios dará cuando implante su Reino de una forma definitiva[7], pero, a la vez, se relaciona con su muerte inminente vivida como entrega por sus amigos; por todos[8]. Los dos sentidos se unen por su actitud de servicio; servicio que entraña un simbolismo salvador evidente, pensadas las cosas según Dios. Por eso, los gestos de partir y repartir el pan y distribuir la única copa se acompañan con unas palabras que explican dichos gestos, y con el sentido antes referido. Palabras que se relacionan con la promesa de la salvación futura para todos, como fija más tarde la comunidad cristiana en los textos citados, en los cuales se puede entender cómo Jesús afronta su muerte. Y la comunidad cristiana continuará profundizando e interpretando los gestos y las palabras de Jesús con este sentido de expiación por los pecados de los hombres y signo de la salvación futura a partir de la Resurrección[9].
            Llegados a este punto hay que advertir que la salvación que propicia la muerte de Jesús no es entendida de una forma exclusiva. Como enseña Francisco, se extiende a toda su vida: de la Encarnación a la Ascensión. Jesús ofrece el pan y el vino a sus discípulos como símbolo de su vida «que se derrama por todos» (Mc 14,24). Se concibe su muerte como su vida, es decir, como servicio al pueblo para alcanzar su liberación y salvación. Esta actitud es su carta credencial para participar en el banquete final del Reino prometido por el Señor (cf. Is 25,6). La muerte, pues, es el último acto de una existencia caracterizada por el servicio.
Se comprende, entonces, que guste a Francisco resumir la vida de Jesús como el crucificado, la acción suprema de amor a los hombres, y de tal manera es así que entiende toda su vida orientada hacia ese momento. Por eso usa las imágenes del «cordero» que derrama su sangre por el pueblo[10], del «buen pastor» que da su vida por sus ovejas: «Consideremos todos los hermanos al buen pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y persecución, vergüenza y hambre, en la enfermedad y tentación y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna; de donde es gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras, y nosotros, leyéndolas, queremos recibir gloria y honor»[11]; del «siervo» cuyos sufrimientos expían los pecados de los hombres: «[Los frailes] no se avergüencen y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo (Jn 11,27) omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7) y no se avergonzó; y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos»[12]. Y por eso, también, acentúa la pobreza, la humildad y la cruz del Hijo de Dios[13], que son sinónimos, porque las tres se enraízan en el amor de Dios, aseguran la medida sin límites de su amor manifestado en su Hijo (cf. Rom 8,39) y fijan la condición de debilidad histórica de dicho amor, o su personalización en la vida humana. De ahí que Francisco se exija[14] y exija a sus seguidores esta concreta forma de vida y no exclusivamente el morir en cruz: «Todos los frailes empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y recuerden que ninguna otra cosa debemos tener del mundo entero, sino que, como dice el Apóstol, teniendo alimentos y con qué cubrirnos, con esto estamos contentos (cf. 1Tim 6,8) […] Y no se avergüencen y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo (Jn 11,27) omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7) y no se avergonzó; […] Y cuando la gente les hiciere ultraje y no quisieren darles limosna, den de esto gracias a Dios; porque de los ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo»; «Los frailes nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinos y extranjeros (cf. 1Pe 2,11) en este siglo sirviendo al Señor en pobreza y humildad vayan por limosna confiadamente, y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo (cf. 2Cor 8,9)»[15].



[1] H. Schürmann, El destino de Jesús: su vida y su muerte. Salamanca 2003, 183-206; cf. A. Gerhards—K. Richter (Hrsg.), Das Opfer. Biblischer Anspruch und liturgische Gestalt. Freiburg 2000; S. M. Heim, Saved from Sacrifice. A theology of the Cross. Grand Rapids (Mich.)—Cambridge 2006; S. McKnight, Gesù e la sua morte. Brescia 2015; R. Miggelbrink,  L’ira di Dio. Il significato di una provocante tradizione biblica. Brescia 2005.
[2] Mc 10,45; cf. Mt 20,28.
[3]  Cf. Mc 14,58; 15,29; Jn 11,48.
[4] Cf. Mc 9,33-37; 10,42-45.
[5] M. Gesteira Garza, La Eucaristía misterio de comunión. Salamanca 1992, 33- 73; F. Martínez Fresneda, Jesús, hijo y hermano. Madrid 2010, 498-505; S. McKnight, Gesù e la sua morte, 292-310; J. Roloff, «Anfänge der soteriologischen Deutung des Todes Jesu (Mk 10,45 und Lk 22,27)», NTS 19 (1972-1973) 38-64.
[6] Cf. Lc 22,19-20par; Mc 14,22-24par.
[7] Cf. Mc 14,25; Lc 22,18; 1Cor 11,26.
[8] Cf. Jn 15,13; Mc 14,24par.
[9]  «¿No será posible tal vez que las palabras interpretativas, con su referencia a la muerte expiatoria del mártir (cf. Lc 22,20), al sufrimiento vicario del siervo de Dios (cf. Lc 22,19; Mc 10,45) y a las ideas del sacrificio (especialmente en Mc 14,23-24) no hagan sino explicitar pospascualmente lo que Jesús había expresado ya de forma implícita con su acción simbólica?», H. Schürmann, El destino de Jesús, 234. cf. 163-209; G. Pulcinelli, La morte di Gesù come espiazione. La concezione paolina. Cinisello Balsano (Mi) 2007, 177-224.
[10] «Pues el hombre desprecia, mancha y pisotea al Cordero de Dios, cuando, como dice el Apóstol, no distinguiendo (1Cor 11,29) ni discerniendo el santo pan de Cristo de los otros alimentos u obras, o lo come siendo indigno, o también, si fuera digno, lo come vana e indignamente, pues dice el Señor por el profeta: Maldito el hombre que hace la obra del Señor engañosamente (Jer 48,10)», CtaO 19; cf. 1Cel 77.
[11]  Adm 6; cf. Rnb 22,32; 2CtaF 56.
[12] Rnb 9,3-4; cf. Is 50,7; OfP 7,7-9.
[13]  «Todos los frailes empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y recuerden que ninguna otra cosa debemos tener del mundo entero, sino que, como dice el Apóstol, teniendo alimentos y con qué cubrirnos, con esto estamos contentos (cf. 1Tim 6,8). […] Y no se avergüencen y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo (Jn 11,27) omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7) y no se avergonzó; […] Y cuando la gente les hiciere ultraje y no quisieren darles limosna, den de esto gracias a Dios; porque de los ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo» Rnb 9,1.4.6; «¡Oh admirable alteza y estupenda dignación! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del Universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones (Sal 61,9); humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por Él (cf. 1Pe 5,6; Sant 4,10). Consecuentemente nada de vosotros retengáis para vosotros, para que os reciba a todos enteros el que se os ofrece todo entero», CtaO 27-29; cf. 2CtaF 11; Adm 6,1; etc.
[14] cf. OrSD 1,2; LP 102; EP 68; etc.
[15] «… y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo (cf. 2Cor 8,9)» Rb 6,3; cf. Rnb 9,1.4.6; etc.