domingo, 15 de junio de 2014

Adorar al Señor

                           ADORAR AL SEÑOR

                                  


Lectura del santo Evangelio según San Juan 6,51-59.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Disputaban entonces los judíos entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: -Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.
1.- Dios.  Jesús dice que él es el «pan de vida» y el que «no coma de su carne y no beba de su sangre no tendrá vida». Para vivir, hay que comerle y beberle. Comer y beber es el fundamento de la vida misma, de forma que toda la vida se puede simbolizar con estos actos físicos que responden a la necesidad humana básica. Comer y beber a Jesús es poseer la vida divina, que él revela, lleva y ofrece. Por eso, comerle y beberle es la eternidad de Dios. Todo está relacionado: Dios, Jesús, la vida humana. Pero el camino que hay que recorrer para que se dé la unión entre la potencia y eternidad de la vida de Dios, es la vida en Jesús, que es comer su carne, beber su sangre, es decir, reconocerle como Hijo de Dios que no dudó en dar la vida por sus amigos. 
           
2.- La comunidad.- San Pablo afirma que el cuerpo de Jesús es la Iglesia (cf. 1Cor 12,27). Si Jesús, que es la cabeza de la Iglesia (cf. 1Cor 11,3), ofrece su vida, es decir su carne y su sangre, para que todas las gentes entren en la dimensión divina y adquieran el estatuto de eternidad, también la Iglesia se debe dejar comer para dar vida a todas gentes de todos los ámbitos culturales. Las Iglesias locales, y las comunidades que las animan, son las que generan cristianos por su entrega servicial y que están presentes en todos los pueblos del mundo.  Como el Logos deja la gloria del Padre, estos cristianos dejan su cultura, su familia, sus ideales, y se entregan a los ideales del Señor, que es dar vida. La comunidad cristiana será relevante cuando  se deje comer; sea alimento para los que pasan hambre en todas las dimensiones de la vida. Así es como se establece la comunión entre Dios y su pueblo, entre las personas entre sí y se respeta y defiende la creación.

           
1.- El creyente.- Jesús es el pan bajado del cielo, y lo multiplica y lo da a todos los que tienen hambre. Jesús es el pan bajado del cielo, y da la vida de salvación divina a los estamos maniatados en la tupida red que establecen nuestros intereses y los intereses de todos los humanos. Si pasamos de adorarle en el tabernáculo a comulgarle, es decir, a identificar nuestras actitudes con las suyas, estamos cumpliendo la finalidad de la Encarnación: poder vivir aquí con los ojos de Dios, con la vida de Dios, para sembrar en nuestra vida la eternidad de Dios.  El Señor nos ha dado de comer nada menos que a su Hijo; nos ha ofrecido su vida para que la nuestra se rehaga, se recree y busque unos objetivos que redunden en nuestra felicidad. No es cualquier comida o bebida que mantiene y alegre la vida, porque es la vida transida por el amor.

El Corpus


          EL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO


                                   Evangelio

Lectura del santo Evangelio según San Juan 6,51-59.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: —Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Disputaban entonces los judíos entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: —Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.
1.- Texto. Jesús obra el milagro o signo de la multiplicación de los panes (Jn 6,1-14), y a continuación Juan presenta el discurso del pan de vida que termina con la Eucaristía.  Jesús dialoga con los galileos en Cafarnaún, cuyas expectativas del futuro salvador de Israel entrañan la donación al pueblo de los bienes materiales que sustentan la vida. Por eso quieren hacerle rey, lo que le obliga a huir (cf. Jn 6,15). Entonces Jesús cambia de tercio y les ofrece su vida, su sentido de vida,  como alimento. El párrafo propone tres claves para tener en cuenta: 1ªJesús es «el pan vivo bajado del cielo»: la vida de Dios, que es la vida eterna; 2ª «el que coma de este pan vivirá para siempre»: Jesús es el Logos en la historia, es la revelación de Dios en la creación, es la vida divina entre nosotros; 3ª «el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo»: la vida del mundo es la vida de Jesús en su desarrollo concreto en Palestina; sus actitudes básicas, sus hechos humanizadores y, como tales, salvadores, son los que alimentan de otra forma al pan y comida que nos sostienen en la existencia. 

           
2.- Mensaje.  Jesús alimenta la vida humana porque ha vivido y se ha entregado hasta la muerte en cruz por sus hermanos. El servicio, como la máxima expresión del amor del Señor a sus criaturas, lo ha llevado Jesús hasta el extremo y es su señal de identidad y la de sus seguidores en medio de todas las culturas que ha generado la humanidad a lo largo del tiempo. Nosotros, bautizados en su nombre, comiendo su carne y bebiendo su sangre, continuamos la obra salvadora del Señor en Jesús en la medida que generamos vida, la defendemos y la llevamos a su plenitud. Este amor que se entrega hasta el límite de dar la vida, es el que celebramos cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día en todas las partes del mundo. De esta forma los cristianos nunca podremos olvidar, y todos los demás hombres podrán un día comprender, que la vida está en dejarse comer por amor, como Jesús.

           
3. Acción. El tesoro que guarda la iglesia es la Eucaristía. Ella es su centro y culmen de relación con Dios y con todos los hombres. Porque la Eucaristía es Jesús como Palabra del Señor encarnada (cf. Jn 1,14), la que escuchamos como alimento de nuestra vida. La Eucaristía es hacer presente el sentido de vida de Jesús, que da su vida por sus amigos (cf. Jn 15,9-17). Y hacemos memoria de ello y lo celebramos. Unimos a Jesús nuestros gestos, nuestros actos, nuestras actitudes que favorecen la vida de los demás, y, a la vez, en la Eucaristía reconocemos, fortalecemos y pedimos que se siga ampliando nuestro servicio para beneficio de nuestros familiares, de nuestros amigos, de nuestras funciones sociales.- Cuando adoramos al Santísimo estamos adorando al Señor que no duda en dar a su Hijo para que vivamos; cuando tenemos la forma consagrada ante nosotros, estamos adorando a Jesús que nos enseñó a vivir y a morir por amor; cuando exponemos la Custodia que contiene el pan consagrado estamos reconocimiento como salido de las manos del Señor el y el vino fruto de la tierra y del trabajo de los hombres.


Defiende la Tierra

EL DÍA DE LA TIERRA

                                                      

Francisco López Bermúdez
Facultad de Letras
Universidad de Murcia

Respetar  la Creación,  la Tierra, mediante el cuidado de todos sus elementos. Aprovechar los bienes de la naturaleza de manera razonable y durable, y con la responsabilidad de heredarlos a las futuras generaciones (Doctrina de la Iglesia)


La Tierra  es un planeta,  una pequeña parte del gran Sistema Solar y una  ínfima parte del inmenso Universo. Pero la Tierra es el hogar de todos los seres vivientes y suministra todos los recursos que sostienen la vida.  Ésta depende del funcionamiento de los grandes sistemas naturales (tierra, atmósfera, hidrosfera y biosfera) y, en concreto de unos recursos imprescindibles que son fuente de energía y alimento como el aire, el agua, el suelo fértil, la vegetación y los animales. La Tierra y sus ecosistemas son el hogar de la humanidad.
Reconociendo que la Tierra refleja la interdependencia que existe entre los sistemas naturales, los seres humanos y las demás especies vivas, en 1992, la Organización de las  Naciones Unidas declaró el 22 de abril como Día Internacional de la Madre Tierra. Fecha para reflexionar sobre el efecto que nuestros hábitos y, en general, nuestra vida cotidiana (sobre todo la de los países y gentes poderosas) tiene en el medio ambiente que nos acoge.  Esta proclamación es el reconocimiento de que la Tierra y sus ecosistemas nos proporcionan la vida y el sustento a lo largo de nuestra existencia. También supone reconocer la responsabilidad que nos corresponde de promover la armonía con la naturaleza y la Tierra, con el fin  de alcanzar un justo equilibrio entre las necesidades económicas, sociales y ambientales de las generaciones presentes y futuras.

¿Por qué se necesita un Día de la Tierra?

Los problemas del medio ambiente a los que se enfrenta, actualmente, la población  mundial son muchos y bastante serios. El  llamado “desarrollo y “progreso”, ha llevado a la humanidad, a traspasar fronteras a costa  de los ecosistemas de la Tierra imprescindibles para la vida. El Día Internacional de la Tierra nos brinda la oportunidad de reafirmar nuestra responsabilidad colectiva de promover la armonía con la naturaleza en un momento en el que nuestro planeta se encuentra amenazado por el cambio climático, por la pérdida de biodiversidad, por la contaminación del aire, agua y suelo, por la explotación insostenible de muchos de los recursos naturales y otros problemas creados por la actividad humana.
           
El Día de la Tierra  también pretende mejorar la coordinación internacional para lograr un desarrollo durable, incentivar una economía verde, no depredadora,  y sacar a la gente de la pobreza.  Hoy sabemos que la mayoría de los cambios que el hombre provoca en la naturaleza tienen consecuencias adversas para el medio ambiente y para la población y, cuando se crean  amenazas para nuestro planeta, no solo se pone en peligro el único hogar que tenemos para vivir, sino incluso nuestra futura supervivencia. A pesar del gran desarrollo tecnológico alcanzado, la Tierra y sus recursos vitales aire, agua, suelo, vegetación y fauna siguen siendo y serán siempre, la fuente de nuestra  subsistencia.  La población mundial depende del planeta y sus recursos, la Tierra no nos pertenece, nosotros pertenecemos a ella aunque no nos percatemos de ello. Por esto,  el  Día Mundial  puede servir para reflexionar sobre el desbordante y derrochador  consumismo de los que pueden, sobre si saberes y tecnologías  sirven para un  mundo mejor y solidario y, si nuestro modo de vida tiene algún impacto negativo en el entorno ambiental en que vivimos. En definitiva si respetamos a la Madre Tierra.



El Espíritu y la Iglesia

                                      
                                                        EL ESPÍRITU SANTO

                                                            III


                                         El Espíritu en la tradición de la Iglesia

            Hay dos causas, entre otras, que desarrollan el estudio sobre la identidad del Espíritu. La primera proviene de las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre el mandato de Jesús a sus discípulos de ir a bautizar a todas las gentes «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28 19-20). La segunda versa sobre la preexistencia de Cristo que Pablo afirma en los himnos cristológicos y Juan en el «Prólogo» del Evangelio. Dios no es una soledad, o un ser aislado y abstracto. Tiene un Hijo, al que manda al mundo para salvarlo (cf. Gál 4,4-5; Heb 1,1-3). Y el Padre y el Hijo envían a los creyentes el Espíritu que habita en ellos y da la nueva vida en Cristo Jesús, prometiendo la resurrección que el mismo Padre ha obrado en su Hijo. Y no sólo ofrece la resurrección al final de la historia, sino que constituye a todos los bautizados en Hijos de Dios: «Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor, antes bien habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:¡Abbá Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos» (Rom 8,15-16).

           
Por consiguiente, la presencia del Espíritu en la vida y en la doctrina de la comunidad cristiana ha sido permanente. La Didajé (VII,1-3) repite la fórmula bautismal; como Hipólito de Roma (Trad. Apos.), Justino (Apología I,61), Ireneo (Demostración 7,83), etc. Es el amor del Padre, que envía a su Hijo para la salvación del mundo y que, a su vez, envía el Espíritu para llevar a término su obra salvadora y santificadora. Tertuliano atribuye al Espíritu la función de ser el revelador del Padre y elabora la fórmula de que la Trinidad son «tres personas y una sustancia» (Adv. Prax. 2.8,9); son nombres de personas, que no de sustancias y que entrañan una distinción de propiedades y no división. Orígenes concibe al Padre como el amor fontal de donde provienen todas las cosas y su ordenación, la voluntad de amor de la que es engendrado el Hijo, que es su Palabra y su Sabiduría. El Espíritu es la subsistencia en la relación recíproca entre el Padre y el Hijo (cf. Com. Johan., 3,8). Hay tres hipóstasis, pero una misma naturaleza.

            La reflexión sobre la divinidad del Espíritu y por ende la formulación de la Trinidad en Dios proviene en el cristianismo de su función salvadora. En la historia existe una oferta permanente de salvación que la facilitará por la presencia del Espíritu y que en la reflexión de los Padres Capadocios se instrumentaliza como un proceso de santificación que alcanza la unión con Dios. El Espíritu Santo es el Espíritu santificador de la comunidad cristiana y de cada uno de los bautizados, que purifica del mal, desarrolla y potencia las virtudes cristianas, transforma a las personas y les hace alcanzar, finalmente, la divinidad. Pero los Padres también afrontan el problema de la distinción dentro de la Trinidad Divina con ocasión del desarrollo de la pneumatología. Se responde a la pregunta de qué hay en la divinidad que distinga a las tres personas. Ese algo que debe ser por fuerza divino, que no accidental y como venido de fuera de la misma esencia de Dios. Lo que distingue a Dios en sí son las procesiones, o las relaciones: lo distingue sin romper su unidad esencial. Lo que nosotros experimentamos en la historia de Dios existe en Él mismo: El Padre engendra al Hijo; el Hijo es engendrado; y el Espíritu también recibe el ser del Padre y tiene la misma esencia que el Hijo. Estas relaciones internas son las que estructuran la vida cristiana y la creación por medio de las misiones divinas que hacen al cristiano aflorar la novedad de la estructura creada de la creación y de la historia humana, como la intuición de cómo es Dios en sí mismo. La realidad de Dios es trinitaria, pero también la realidad creada. Si Dios es una triple relación de amor, también lo es la realidad que ha salido de su bondad.

           
La Iglesia se aferra a la revelación de la Escritura y corrige en los términos que las herejías intentan desviar la experiencia y el contenido de la fe cristiana. Y los Concilios no tienen más remedio que inculturar la fe neotestamentaria. Ya hemos visto el término «consustancial» aplicado a Jesucristo en Nicea (DH 125). Ahora con el Espíritu, pasa de una simple afirmación de este Concilio (DH 125) y de Dionisio Romano (DH 112), a un desarrollo igual que tuvo el Hijo en el Concilio I de Constantinopla, que recoge el Símbolo de San Epifanio (DH 44) y es convalidado como ecuménico en el de Calcedonia: «Creemos en un solo Dios [...] Y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, que habló por los profetas» (DH 150). Por esta época el Concilio Romano con el papa San Dámaso concluye: «Esta es la salvación de los cristianos: que creyendo en la Trinidad, es decir, en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, [y] bautizados en su nombre, creamos sin duda alguna que ella es una sola divinidad y potencia, majestad y sustancia» (DH 176). Y así continúan estas afirmaciones los Concilios de Toledo: el I del año 400 (DH 188); el III del año 589 (DH 470) y el XI del año 675 (DH 527).


           
El Concilio Vaticano II precisa muy bien que el fundamento de toda la revelación cristiana descansa en la Trinidad y ella constituye el centro del misterio divino manifestado en la Encarnación, en la Resurrección de Cristo y en Pentecostés: «La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre. Este designio dimana del “amor fontal” o caridad de Dios Padre, que siendo principio sin principio del que es engendrado el Hijo y del que procede el Espíritu Santo, creándonos libremente de su benignidad excesiva y misericordiosa y llamándonos además por pura gracia a participar con Él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad y no deja de difundir la bondad divina, de modo que el que es Creador de todas las cosas se hace por fin todo en todas las cosas (1Cor 15,28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad» (Ad gentes 2; cf. Lumen gentium 2).