martes, 14 de abril de 2015

La mirada de Jesús por Elena Conde

                                                               Esa mirada
                                                   
                                                                      


Elena Conde Guerri
Facultad de Letras
Universidad de Murcia

            El tiempo de Pascua es el tiempo de la luminosidad. De la luz trascendente que se abre paso al exterior anulando nuestros posibles túneles interiores. Eso sí, si tenemos la voluntad de recibirla. Es la luz de Emaús, magistral, pero también la débil luz de los discípulos noqueados en la madriguera del cenáculo, como a la espera. La luz plena se identifica con El. Esa persona triunfante sobre lo contingente, que se revela en las heridas de su anatomía palpable pero nueva para el umbral del tiempo nuevo que ahora comienza. Un regalo delicioso para el impasse que precede a la Ascensión, en que el Señor viene y va, como jugando al escondite,  anima, reconforta y nos identifica con El esencialmente a través de la mirada. Eso pienso yo, al menos.

             
En los Evangelios, el término "decir"/"les dijo", es constante en la narración de los hechos vinculados a la actividad evangélica del Señor. Pues el mensaje, la finalidad catequética, se trasmite esencialmente por la palabra. Tras su resurrección, Jesús habla menos y cuando lo hace es con autoridad rotunda, estableciendo incluso bases teológicas y sacramentales según documentan los citados textos. Sin embargo, en esas convivencias fugaces pero tiernísimas con sus discípulos, que ahora son casi como sus iguales, compañeros y amigos añejos de tantas experiencias previas, cambia en parte el vehículo de su comunicación. Son signos, actitudes, gestos, miradas. Quizá, la palabra suya había cumplido su misión. Ahora, bastaba sólo su mirada. Pero también antes, en la etapa de triturar pueblos y caminos fiel a su elección, el Señor quiso servirse de su mirada salvífica en dos ocasiones muy puntuales, con dos personas muy diferentes e inmersas en circunstancias bien distintas. En su encuentro con el llamado joven rico (Mc 10,21. Mt 19,16-22. Lc 18,18-23) y en el episodio de la negación de Pedro (Mc 14,66-72. Mt 26,69-75. Lc. 22,54-62. Jn 18,17-27). En ambos, los textos remarcan el término específico que señala el interés del que mira por el otro. En la primera ocasión, es Marcos 10,21  quien escribe que Jesús intuitus eum, es decir "fijando directamente su mirada en él", sintió al punto surgir de su corazón un sentimiento de afecto profundo por ese hombre que, desde siempre, había sido obediente a la ley de Dios pero que, paradojicamente, no tuvo los arrestos suficientes para desprenderse de sus bienes materiales. Y el Señor, entonces, sintió gran tristeza. Debió de producirse como un bumerán de empatías encontradas en el intercambio de aquellas dos miradas. Un bullir de sentimientos  que el mirado directamente por la pupila divina probablemente ni pudo asimilar. No es igual "él levantó los ojos al cielo", "miró a su alrededor", expresiones recurrentes en los Sinópticos cuando el Señor va a actuar, que "mirar directamente a los ojos, detenerse en la recreación de la mirada del otro, bucear en la reciprocidad de su interior". Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo miraría Jesús. Y más de una vez y todas las veces seguimos tiritando cuando releemos el pasaje de la negación de Pedro. Es San Lucas (no los otros evangelistas) el que se detiene explicitamente en el detalle de la mirada del Señor a Pedro cuando éste curioseaba, en la noche dramática, el veredicto de las autoridades religiosas sobre su Maestro. Et conversus Dominus respexit Petrum (22,61-62). Volviéndose hacia el amigo,su intención clara fue dirigir y clavar su mirada en los ojos de Pedro. Y, sin duda, en la doliente dulzura de esas pupilas, el discípulo vio reflejado el pronóstico de que él zozobraría en su lealtad y que sólo era un cobarde y bravucón abominable. "Y rompió a llorar amargamente". Pero la mirada de Jesús no le despreció ni le condenó. Igual que no lo había hecho con el joven acaudalado.
         
Toda mirada que perturba y que puede cambiar la vida es siempre personal y directa. No puede ser al infinito. La intención y la reciprocidad de la mirada en general puede tener, no obstante, consecuencias bien distintas de las de la mirada del Señor. Siguiendo con la Biblia, hay personajes tatuados para siempre con actuaciones y desenlaces nefastos que fueron incubados  en la perversidad u oscuridad de sus miradas. Proverbiales: la degollación de San Juan Bautista como causa directa de una promesa precipitada por la concupiscencia de la mirada hacia la Salomé danzante. (Aunque los Evangelistas no empleen un verbo más específico y digan placuit Herodi, por ejemplo Mateo 14,6, es obvio que el rey tuvo que escrutar). La perícopa de Susana y los ancianos (Dn 13) es otro ejemplo.
Los dos ancianos que la veían diariamente paseando en su jardín empezaron a desearla, et videbant eam senes ...  et exarserunt in concupiscentiam eius. (v.8).  Pero su calumnia contra la inocente se volvió contra ellos mismos y provocó su propia muerte. Las miradas infractoras, criminales, opacas, engendran la destrucción.
La mirada del Señor es diferente, no es una simple inspección epidérmica de corto alcance. Es esa mirada. Engendra vida, paz, futuro, serenidad y esperanza. Porque es la mirada de la misericordia, la que nace de un corazón capaz de sentir y regalar compasión. Por Pedro y por cada persona de la humanidad entera. En tiempo de Pascua y fuera del tiempo. El Santo Padre, Francisco, acaba de anunciar el próximo Año de la Misericordia. Lo estamos contemplando YA.