jueves, 29 de mayo de 2014

El papa Francisco en el Cenáculo

Saludo al Santo Padre del P. Custodio de Tierra Santa
                                       Cenáculo, 26 de mayo de 2014


Beatísimo Padre:
Es para nosotros –y para la Iglesia de Tierra Santa aquí representada por los ordinarios católica de Tierra Santa y por los patriarcas de las Iglesias de Oriente- una gran alegría estar con usted en este lugar santo, testigo del ardiente deseo de Jesús de amar a los suyos hasta la muerte. Este lugar ha visto cumplirse todas las promesas de Dios, y sabe que ninguna infidelidad del hombre, ningún temor, o ni siquiera nuestra traición, puede impedir a su Alianza cumplirse hasta el final, hasta la profundidad donde el Espíritu mora en nosotros, y nosotros en él.
Desde el Cenáculo, adquirido para ser entregado a los franciscanos en el lejano 1333, los frailes se movían para «celebrar solemnemente misas cantadas y los oficios divinos» en el Santo Sepulcro, cuentan las crónicas. La apertura a la evangelización misionera de san Francisco, de hecho, llevó a los frailes a la Tierra de nuestra redención y la Iglesia confirmó nuestra misión de custodios de los santos lugares.
Como ve, no hay ninguna basílica que custodie el lugar donde Jesús celebró su última Pascua, donde rezó por los suyos, donde –resucitado- se apareció para entregar la paz, donde el Espíritu descendió sobre los apóstoles reunidos en oración con la Virgen María.
No se celebra la eucaristía en esta estancia, aunque hoy se haga una excepción, donde Jesús partió el pan y dio a sus discípulos el cáliz del vino nuevo, dándoles el mandato de repetir sus mismas palabras y gestos, haciendo su presencia real para siempre en medio de nosotros.
Este es uno de los lugares más heridos de toda Tierra Santa, testigo de las muchas heridas de los pueblos que la habitan. Pero nosotros queremos creer que estas heridas tienen un vínculo misterioso y real con los estigmas de la Pasión con las que el Resucitado, aquí, se apareció a los suyos; y que este vínculo es igualmente misterioso y real con aquella paz que Jesús nos ha dado y dejado, la Paz que es él mismo, el Señor victorioso del mal y de la muerte.
Beatísimo Padre, nosotros, la Iglesia, queremos custodiar estas heridas. Pero, al mismo tiempo, queremos custodiar con tenacidad una inmensa confianza, una confianza gozosamente pascual: la confianza en la humildad de Dios, en el estilo pobre y simple de su Reino, en la paciencia del grano de trigo. Este lugar nos obliga, de algún modo, a dar pequeños pasos, nos devuelve a lo esencial, nos hace vivir en humildad y confiados en la verdad; nos invita a creer que este es el único camino capaz de sembrar y construir comunión y amistad, incluso allí donde la comunión y la amistad son negadas desde hace siglos.

Aquí, hoy, con usted, queremos seguir creyendo que nada es imposible para Dios.
Y queremos hacerlo por esta tierra y por todas las tierras; por esta Iglesia y por toda la Iglesia, de la que el Cenáculo, así como es, es símbolo elocuente.
Reunidos aquí, en la conclusión de su peregrinación a Tierra Santa, damos gracias a Dios por esta eucaristía, signo de fraternidad y comunión, sacramento de unidad. La Iglesia es una e indivisa que nació aquí hace resonar en nuestros corazones el mandamiento nuevo, signo distintivo del seguimiento de Cristo Señor.
La ceremonia de ayer en el Santo Sepulcro nos conmovió y el sueño de la unidad de las Iglesias, de la que el Cenáculo es un símbolo nos pareció más cercano y tangible, y nos ha hecho exultar.
En unión a todo el pueblo de esta Tierra, al finalizar esta su peregrinación, le ofrecemos nuestro sincero y afectuoso agradecimiento por el alto testimonio de paz y de unidad que nos ha dado y le aseguramos nuestra oración constante y sincera aquí y en todos los lugares de la Redención.
Gracias.