DOMINGO
DE RAMOS (A)
VIERNES
SANTO (A)
«Dios
mío, Dios mío, por qué me has abandonado»
Pasión según San Mateo 24,14-27,66.
Pasión según San Juan 18,1-19,42.
1.- Jesús es el siervo y justo
sufriente que, según las Escrituras, obedece la voluntad de Dios acatando hasta
el máximo de sus fuerzas el proyecto de salvación (cf. Mc 14,36); se siente
traicionado por sus discípulos y abandonado por todos, incluso por Dios (cf. Mc
15,34); bebe el cáliz del dolor hasta extremos inconcebibles a la dignidad
humana (cf. Mc 15,36). Pero, a la vez, Jesús muestra un señorío y una majestad
que está más allá de los límites de la naturaleza humana, porque es capaz de
prever su pasión (cf. Mc 8,31) y encuadrarla en el marco de la voluntad divina
ordenada con precisión para él en la historia (cf. Mc 14,7-8; 13-15). Se
confiesa como Mesías, Hijo de Dios y Señor (cf. Mc 14,61-62). En fin, él domina
todos los acontecimientos que le afectan y afronta la muerte con libertad (cf.
Jn 8,42). Es el Rey (cf. Jn 18,37). Todo lo que le sucede está diseñado por
Dios. Nada ocurre al azar, o por libre voluntad humana. Con la muerte cumple la
misión que le encomienda el Padre y para la que ha venido a este mundo (cf. Jn
1,14), y vuelve a la gloria que le pertenece (cf. Jn 12,12-6).
2.-Las interpretaciones de la pasión
y muerte, fundadas en la Escritura (arresto de Jesús), reflexionadas al calor
del culto (Última Cena), recordadas con el fin de aleccionar a los discípulos
de Jesús de todos los tiempos (negaciones de Pedro), escritas con tintes
apologéticos (la culpabilidad de los judíos) y confesadas por la experiencia de
la Resurrección, se abren paso en las comunidades cristianas ante la evidencia
histórica de su crucifixión. Entonces podemos identificarnos con Jesús y
recibir de él la adecuada respuesta y experiencia cuando sentimos a Dios
lejano, cuando no nos comprenden la familia y los amigos, cuando percibimos que
nuestra vida no ha resultado válida ni para los demás ni para uno mismo; cuando
creemos que todo y todos se nos vuelven en contra. No olvidemos que fueron las
instituciones religiosas y políticas las que segaron la vida y doctrina de
Jesús, y que el Señor no lo abandonó: estaba sufriendo con él. El Señor, por la
resurrección, nunca se separó de su Hijo, ni de nosotros cuando no lo sentimos
cercano y no sale en defensa de nuestra vida. El Señor sufre con nosotros.
Convenzámonos de ello.
3.- «Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Jesús ora por los que le han
crucificado, es decir, los soldados y verdugos que tiene en su rededor y ahora
le vigilan para que se cumpla la sentencia. Ora también al Padre por los que
han sido responsables de su muerte, Pilato (Lc 23,24), los sumos sacerdotes y
escribas (23,13.21.23), todos simbolizados en la ciudad santa de Jerusalén.
Antes Jesús la acusa de que «mata a los profetas y apedrea a los enviados» (Lc
13,34); y, por la violencia que anida en sus habitantes, sentencia: «... si
reconocieras hoy lo que conduce a la paz. Pero ahora está oculto a tus ojos»
(Lc 19,42). Todos ellos ignoran a quién han llevado a la cruz, según
afirman Pedro y Pablo en sus primeras predicaciones (Hech 3,17; 13,27), ellos
que también han tenido su pequeña historia de traición y persecución al Hijo de
Dios (Lc 22,54-62; Hech 26,9).
Jesús es coherente
en esta súplica al Padre con lo que ha enseñado en su ministerio. Ha revelado
al Dios del perdón y de la reconciliación (Lc 15), el Dios que toma una postura
decidida de misericordia por el pecador antes de contemplar su conversión, como
en el caso del hijo pródigo (Lc 15,20). Jesús ha transmitido la actitud de Dios
practicando la misericordia a lo largo de su vida pública, cuando perdona los
pecados al paralítico (Lc 5,20), o a la pecadora que le visita en casa del
fariseo (Lc 7,47). Se ha expuesto más arriba no sólo la abolición de la ley de
la venganza, o la correspondencia al amor recibido u ofrecido entre amigos y
familiares (Lc 6,32), sino también el exceso de amor que pide a los que
le siguen: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a
los que os maldigan, rogad por los que os calumnien» (Lc 6,27-28). Actitud que
permanece en la comunidad cristiana en los mártires que, ante el suplicio, oran
por sus enemigos, como Esteban y Santiago, el hermano del Señor: «Señor, no les
imputes este pecado» (Hech 7,60); Santiago se dirige al Padre, como Jesús: «Yo
te lo pido, Señor, Dios Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Eusebio de Cesarea, HE, II 23 16,
110).
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