domingo, 1 de diciembre de 2013

Evangelio. II Adviento (A)

II Domingo de Adviento
                                           
Textos

Lectura del Evangelio Mateo 3, 1-12

Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos».  Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: “Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”. Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.
            Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo: «¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente?  Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: “Abrahán es nuestro padre”, pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.  Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga».
   
            El «Documento Q» ofrece un sermón de Juan que tiene todos los indicios de pertenecer al contenido de su misión: «¡Camada de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar de la condena que se avecina? Dad fruto válido de arrepentimiento y no os pongáis a deciros: Nuestro padre es Abrahán; pues os digo que de esas piedras puede sacar Dios hijos para Abrahán. El hacha está ya aplicada a la cepa del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego» (Q/Lc 3,7-9; Mt 3,7-10).
            Juan se presenta como un profeta escatológico que anuncia una intervención definitiva de Dios. Esta acción divina no va encaminada a cambiar las pésimas condiciones en las que vive el pueblo por otras mejores, como sucedió en tiempos del profetismo del siglo VIII a.C. con Amós, Miqueas, Isaías y Oseas. Ellos buscaron una transformación en la vida de sus conciudadanos con una acentuada crítica social(13), con el rechazo a las alianzas políticas de sus jefes(14), y con un severo correctivo al sincretismo religioso y a la degradación de los servidores del culto(15), todo ello favorecido por los poderes políticos, económicos y religiosos de este tiempo.
            Lo que más bien proclama Juan es una intervención de Dios en la línea de la profecía orientada de forma escatológica que surge después del fracaso de los restauradores del posexilio con sus denodados esfuerzos de salvar al pueblo elegido como nación por medio de la edificación del templo, reestructuración de las tradiciones y regeneración de las costumbres. El permanente sometimiento del pueblo a las grandes potencias y las manifiestas injusticias que sufren los judíos de manos de los potentados de turno relega e incluso hace olvidar en parte el deseo de que Israel y Judá retomen su dignidad como nación, según la monarquía idealizada de David.
            En este tiempo la esperanza no se centra en que Dios se acerque a sus elegidos y dé la posibilidad de disfrutar la justicia y la libertad que se experimenta en la época en la que Israel se configura en tribus. Por el contrario, y con ciertas raíces históricas, en el posexilio nace una profecía escatológica que defiende una actuación divina al final de los tiempos para abrir definitivamente la historia a unas nuevas posibilidades de vida que destierren el pecado, la muerte, la injusticia y la esclavitud. En este «final de los días», o en este «detrás de los días» se dará una situación en la que se inaugurarán «un cielo nuevo y una tierra nueva»(16) a partir de un juicio divino(17). Se conseguirá, es verdad, la paz/plenitud (shalom), la justicia/equilibrio (sedaqá) y la amistad (hesed), como se viene prometiendo como contenido de la esperanza desde mucho tiempo en Israel, pero esta vez se llevará a cabo con una intervención personal del Señor, que rehará la existencia humana y la del cosmos con la consiguiente novedad que supone la presencia de la gloria divina en la creación(18).
            Juan actúa, más o menos, dentro de este marco, es decir, bajo la certeza del «día del Señor», que en su voz se transforma en la ira inminente de Dios; de la santidad de Dios que reacciona ante la infidelidad de su pueblo, y con ciertos tonos apocalípticos muy evidentes en el texto citado del «Documento Q». Juan está convencido de que, definitivamente, «llega implacable el día del Señor, su cólera y el estallido de su ira, para dejar la tierra desolada exterminando de ella a los pecadores» (Is 13,9; cf. Sof 1,14-16).
            La clara conciencia de Juan sobre la pronta intervención divina no le conduce a una revisión de las instituciones sociales y religiosas, como sucedió en tiempos pasados, porque, entre otras cosas, él ya ha prescindido del templo, del sacerdocio y de las instituciones políticas; y, por otra parte, tampoco pretende detener y frenar la inminencia de la acción condenatoria del Señor con las consabidas reformas, sino que su pretensión es que la gente que se le acerca tome conciencia de su pecado y pueda descubrir a Dios y encontrarse con Él de una forma amigable y misericordiosa. Por eso advierte que ya está el hacha dispuesta a cortar, y lo infructuoso será desechado, «porque el fin está fijado» (Dn 8,19), «porque lo que está decidido se cumplirá» (11,36)(19).
            Esta advertencia la hace Juan como «hijo de Israel», como un miembro más perteneciente al pueblo elegido que vive con dolor el peligro de la situación. Pues no hay que olvidar que el profeta no se coloca más allá de la esperanza de su pueblo o fuera de las vicisitudes que atraviesan los creyentes, sino que se inserta, a pesar de sus posibles visiones y experiencias personales divinas, típicas de cualquier profeta, en la relación próxima y liberadora del Señor. Por esto pretende convencer a los israelitas que se le acercan de que sean conscientes de la gravedad de la situación. Porque no vale la garantía de tener «por padre a Abrahán» (cf. Q/Lc 3,8; Mt 3,9), ya que lo que se ha perdido es la consecuencia política  y la consiguiente libertad que le da la Alianza como pueblo elegido, aunque sigan creyendo en la patente salvadora que entraña. En definitiva, es una nueva situación inscrita en la dimensión escatológica a inaugurar, donde Dios puede rehacer todo de nuevo, haciendo hijos suyos a personas desconocidas y situadas en la periferia de Israel.
            Las diatribas lanzadas por Juan intentan provocar una conversión que, por una parte, alcance al individuo (20), al pueblo(21) y a toda la humanidad(22); y, por otra, suponga en el creyente un cambio de corazón, de toda la interioridad humana(23) y que se exprese en la conducta. Se hace referencia al término shub, vuelta, retorno al camino de Dios, que jamás se debió abandonar. Alcanza, pues, lo más profundo de la persona y va más allá de toda práctica religiosa, incluso del bautismo que el mismo Juan realiza. Esta enmienda y arrepentimiento sigue el pensar de Ezequiel: «Quitaos de encima los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo, y así no moriréis, casa de Israel?» (18,31; cf. 36,26).
            No obstante esto, la transformación del creyente y de la colectividad judía no fuerza el cambio de la decisión divina. La enmienda mira exclusivamente al hombre, pues sea cual fuere el comportamiento humano, Dios está ya al llegar. La decisión divina está tomada, y corresponde al hombre modificar su vida.
               

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