LA POLÍTICA EUROPEA DE ESTABILIDAD FINANCIERA
Antonio López
Pina
Facultad de Derecho
Universidad
Complutense
En los orígenes de la crisis y
en la forma institucional y política de abordarla ha pesado
desproporcionadamente la cuestión alemana
—a saber, las dificultades que tienen los propios alemanes para ponerse
en paz consigo mismos y para
encontrar su lugar en Europa— y su
ensimismada, autocomplaciente,
miope y arrogante respuesta. En Mastrique (Febrero 1992), la Unión Monetaria
quedó incompleta; se redujo únicamente a los aspectos que para Alemania
resultaban innegociables: la cláusula de “no-rescate” (no bail-out), la prohibición al ECB
de financiar los déficits de los Estados, la obligación de que éstos
impidieran los déficits públicos excesivos, las restricciones cuantitativas, el
utillaje de vigilancia, la posibilidad de sanciones pecuniarias a los
contraventores y, finalmente, el Pacto de Estabilidad. En concreto, el Tratado
de Mastrique, centrándose sin ambages en la estabilidad de precios y la
disciplina fiscal, desatendió en gran medida cuestiones fundamentales como la
Unión fiscal y la gestión de la demanda, las políticas de estabilidad
presupuestaria, los tipos de cambio y la competencia dentro de la Eurozona y
una Unión bancaria que suspendiera el círculo vicioso entre la deuda privada y
la deuda soberana. Tales errores condujeron a una Unión Monetaria por
demás vulnerable, sembrando las bases de su actual crisis.
Una unión monetaria tiende a
basarse en el compromiso con una tasa de
inflación común. Para el ECB, hay
estabilidad de precios, cuando la inflación se sitúa “por bajo, pero cerca del
2%” ; tal presupuesto proporciona una norma de referencia para las negociaciones salariales de los sindicatos. De desviarse de
ella, los acuerdos laborales nacionales corregidos en función de la
productividad, producirán serios desequilibrios. Las tendencias laborales unitarias
determinan, si dentro de la Eurozona están en equilibrio los índices de cambio.
Yerran, sin embargo, quienes mantienen, que los países afectados por la crisis
del euro perdieron competitividad porque los salarios dispararon su inflación.
Fue Alemania quién tuvo un comportamiento desviado: mientras Europa convergía
en torno al 2% de inflación —fijado por la propia Alemania como techo—, ella
misma se esforzó en reducir a 0 el alza
de precios.
Lo que se espera de los países
del sur, Francia incluida, es que acaben con el diferencial en materia de
costes laborales unitarios (situados en torno al 20%), que ha ido incrementándose
desde la instauración del euro. El balance comercial entre tales países y
Alemania ha devenido enormemente
favorable para ésta. Mientras el
superávit alemán era de más del 7% del
Producto Interior Bruto (en adelante por sus siglas en inglés, BIP), la Europa
del sur veía cómo el suyo se convertía
en déficit. Y mientras gracias al euro, Alemania consolidaba su posición como gran acreedor e
inversor neto en el ámbito internacional, los países meridionales pasaban a ser deudores.
Luego de acusar el impacto “de
la ralentización global de 2001”,
Francia y Alemania se rebelaron los años 2003 y 2004 contra la Comisión Europea, que pretendía
abrirles expediente, por el fracaso en ajustar
sus déficits presupuestarios al límite del 3 % de su respectivo BIP, que
fijaba el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (Amsterdam, 1997). Pero mientras
Alemania se entregó incondicionalmente a
la austeridad, Francia optó por un enfoque
más favorable al crecimiento. En
Alemania, el ahorro presupuestario, la contención de los salarios y las
reformas estructurales se conjugaron para sofocar la demanda interna, confiando
a las exportaciones el motor
del crecimiento. Por el contrario, el crecimiento francés se basó en la demanda
interna, y la balanza comercial acabó siendo
un lastre para ese crecimiento.
Los índices de endeudamiento
público avanzaron al unísono hasta el estallido de la crisis. Alemania redujo su déficit con decisión —en realidad, la mayor pujanza del
gasto tanto público como privado de los
países del sur, fue determinante a la hora de hacer posible que Alemania equilibrara su presupuesto con recurso a los
superávits generados por la exportación.
Sin perjuicio del ECB, Alemania continúa siendo quién
decide en la política monetaria: es fácil entender que las varias fracturas
en el Continente —desde las divergencias macroeconómicas entre países
fomentadas por la competitividad con una moneda común pero sin gobierno
económico y la solidaridad entre los
pueblos y los Estados de Europa al contrato social de la posguerra y a la confianza
de los ciudadanos en un proyecto común— refuerzan la supremacía de Alemania en
la Unión Europea. Los apóstoles germanos
de la estabilidad presupuestaria no tienen en mente más estímulos desde el
Gobierno, sino una si cabe aún mayor
reducción del gasto público. La austeridad competitiva es la panacea que
Alemania quiere aplicar en grandes dosis
a toda la Eurozona. Primero, fueron las pequeñas economías de Grecia, Irlanda y
Portugal; después vendrían Italia y España. Ahora ha llegado para Francia la
hora de la austeridad.
El modelo alemán sume a la
Unión Europea en una crisis existencial. Un patrón cuya operatividad depende, de que los países
del entorno, consumidores naturales de las mercancías producidas entre el Rhin
y el Elba, no sean tan austeros como Alemania, no puede funcionar, obligando
al resto de países de la Eurozona a seguir férreamente el expediente germano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario