lunes, 7 de julio de 2014

De Europa



              LA POLÍTICA  EUROPEA DE ESTABILIDAD FINANCIERA



        Antonio López Pina
         Facultad de Derecho
           Universidad Complutense

En los orígenes de la crisis y en la forma institucional y política de abordarla ha pesado desproporcionadamente la cuestión alemana —a saber, las dificultades que tienen los propios alemanes para  ponerse  en paz consigo mismos y para  encontrar su lugar en Europa— y su  ensimismada,  autocomplaciente, miope y arrogante respuesta. En Mastrique (Febrero 1992), la Unión Monetaria quedó incompleta; se redujo únicamente a los aspectos que para Alemania resultaban innegociables: la cláusula de “no-rescate” (no bail-out), la prohibición al ECB  de financiar los déficits de los Estados, la obligación de que éstos impidieran los déficits públicos excesivos, las restricciones cuantitativas, el utillaje de vigilancia, la posibilidad de sanciones pecuniarias a los contraventores y, finalmente, el Pacto de Estabilidad. En concreto, el Tratado de Mastrique, centrándose sin ambages en la estabilidad de precios y la disciplina fiscal, desatendió en gran medida cuestiones fundamentales como la Unión fiscal y la gestión de la demanda, las políticas de estabilidad presupuestaria, los tipos de cambio y la competencia dentro de la Eurozona y una Unión bancaria que suspendiera el círculo vicioso entre la deuda privada y la deuda soberana. Tales errores condujeron a una Unión Monetaria por demás  vulnerable, sembrando  las bases de su actual crisis.
Una unión monetaria tiende a basarse  en el compromiso con una tasa de inflación común. Para el  ECB, hay estabilidad de precios, cuando la inflación se sitúa “por bajo, pero cerca del 2%” ; tal presupuesto proporciona una norma de referencia  para las negociaciones  salariales de los sindicatos. De desviarse de ella, los acuerdos laborales nacionales corregidos en función de la productividad, producirán serios desequilibrios.  Las tendencias laborales unitarias determinan, si dentro de la Eurozona están en equilibrio los índices de cambio. Yerran, sin embargo, quienes mantienen, que los países afectados por la crisis del euro perdieron competitividad porque los salarios dispararon su inflación. Fue Alemania quién tuvo un comportamiento desviado: mientras Europa convergía en torno al 2% de inflación —fijado por la propia Alemania como techo—, ella misma  se esforzó en reducir a 0 el alza de precios.
Lo que se espera de los países del sur, Francia incluida, es que acaben con el diferencial en materia de costes laborales unitarios (situados en torno al 20%), que ha ido incrementándose desde la instauración del euro. El balance comercial entre tales países y Alemania  ha devenido enormemente favorable  para ésta. Mientras el superávit alemán era de más del  7% del Producto Interior Bruto (en adelante por sus siglas en inglés, BIP), la Europa del sur  veía cómo el suyo se convertía en déficit. Y mientras gracias al euro, Alemania  consolidaba su posición como gran acreedor e inversor neto en el ámbito internacional, los países meridionales  pasaban a ser deudores.
Luego de acusar el impacto “de la ralentización global de 2001”, Francia y Alemania se  rebelaron  los años 2003 y 2004  contra la Comisión Europea, que pretendía abrirles expediente, por el fracaso en ajustar  sus déficits presupuestarios al límite del 3 % de su respectivo BIP, que fijaba el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (Amsterdam, 1997). Pero mientras Alemania  se entregó incondicionalmente a la austeridad, Francia  optó por un enfoque más  favorable al crecimiento. En Alemania, el ahorro presupuestario, la contención de los salarios y las reformas estructurales se conjugaron para sofocar la demanda interna, confiando a  las exportaciones  el  motor del crecimiento. Por el contrario, el crecimiento francés se basó en la demanda interna, y la balanza comercial acabó siendo  un lastre para ese crecimiento.
Los índices de endeudamiento público avanzaron al unísono hasta el estallido de la crisis. Alemania  redujo su déficit con  decisión —en realidad, la mayor pujanza del gasto  tanto público como privado de los países del sur, fue determinante a la hora de hacer posible que Alemania  equilibrara su presupuesto con recurso a los superávits generados por la exportación.
Sin perjuicio del  ECB, Alemania continúa siendo quién decide  en la política monetaria: es  fácil entender que las varias   fracturas  en el Continente —desde las divergencias macroeconómicas entre países fomentadas por la competitividad con una moneda común pero sin gobierno económico y  la solidaridad entre los pueblos y los Estados de Europa al contrato social de la posguerra y a la confianza de los ciudadanos en un proyecto común— refuerzan la supremacía de Alemania en la Unión Europea. Los  apóstoles germanos de la estabilidad presupuestaria no tienen en mente más estímulos desde el Gobierno, sino una si cabe aún mayor  reducción del gasto público. La austeridad competitiva es la panacea que Alemania  quiere aplicar en grandes dosis a toda la Eurozona. Primero, fueron las pequeñas economías de Grecia, Irlanda y Portugal; después vendrían Italia y España. Ahora ha llegado para Francia la hora de la austeridad.
El modelo alemán sume a la Unión Europea en una crisis existencial. Un patrón  cuya operatividad depende, de que los países del entorno, consumidores naturales de las mercancías producidas entre el Rhin y el Elba,  no sean tan austeros   como Alemania, no puede funcionar, obligando al resto de países de la Eurozona a seguir férreamente el expediente  germano. 




                      

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