domingo, 7 de diciembre de 2014

Las estructuras del mal

                                           Francisco de Asís y su mensaje

                                                                VII
                                      

                                                                    Las estructuras del mal

           
En la película 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, se narra la existencia de unos simios que luchan contra los leopardos por la escasa comida que hay en la tierra y contra otros simios por el agua de una charca. Un monolito aparece de improviso en el terreno de la manada y la ilumina. La inteligencia que se adquiere al tocarlo se manifiesta en la utilización de los huesos de las víctimas como instrumento de poder y dominio sobre los otros. Y logran alejar a los leopardos de los demás animales que sirven como alimentación y al grupo que se apodera del agua por su mayor fortaleza física. El grito de victoria y el lanzamiento al aire del hueso con el que han vencido a sus contrarios y les ha dado de comer y beber se transforma en una nave espacial símbolo del poder de nuestra era.
           
Esta secuencia de la película puede formular la andadura del hombre en la historia que en los relatos bíblicos se interpreta como el progreso indebido de las cualidades específicas del ser humano, o el recorrido por un camino equivocado, o la búsqueda de un objetivo fuera del horizonte marcado por Dios. La interpretación bíblica del mal en la historia, que enquista o borra la imagen divina, se describe con el enfrentamiento entre los hombres (Adán y Eva, Gén 3,12; 9,6), con la lucha fraticida (Caín y Abel, Gén 4,1-16) y familiar (Noé y Cam, Gén 9,25), con la rebelión de la naturaleza que se convierte en indomable y peligrosa (diluvio universal, Gén 6,5-22), en definitiva, con una situación en la que el hombre se erige en un dios capaz de alcanzar el cielo, sede de la divinidad (Torre de Babel, Gén 11,1-8). Es construir una historia con la pretensión de ofrecer una alternativa a la imagen divina del Creador; el hombre se hace a sí mismo dueño absoluto de la creación y se constituye en su único artífice. Esta actitud le conduce a corromper su corazón (cf. Jer 3,17; 18,12), a no oír la palabra de Dios (cf. Jer 6,10) y, por tanto, alejarse de Él (cf. Prov 14,12). Se comprueba el enfrentamiento entre la naturaleza y el hombre y de los hombres entre sí, y, con ello, se evidencia la impotencia colectiva de practicar el bien y sacudirse el mal de la existencia (cf. Jer 12,23), con lo que la historia se pervierte (cf. Sal 14,2-3; 116,11; etc.).
           
El cristiano se mantiene en la misma línea. El poder del mal, que supera la incidencia de los pecados individuales, convierte al hombre en esclavo (cf. Rom 6,16). Pablo afirma que el mal campa por sus fueros en toda la creación (cf. Rom 3,23). La situación de deterioro generalizado da a entender que hay un mecanismo perverso que domina los corazones humanos conduciéndolos a la muerte física, que es el sacramento de una perdición que expresa el sin sentido humano. El hombre, y la historia que genera, es como si estuviera sometido a un poder superior que lo disocia, lo descentra y anula, como hemos expuesto antes (cf. supra 7.5.4.a). Y esto lleva a la conclusión de la incapacidad de hacer el bien de una forma continua y colectiva, que Pablo relata en los comportamientos paganos y judíos (cf. Rom 3,23). Pero Pablo cambia la perspectiva. Es cierto que la historia es una historia del mal y en el mal, pero con la resurrección de Jesús, Dios ofrece a todos la salvación. Aún más. El misterio del mal ya no se piensa y analiza por la comprobación de cómo la libertad humana desvía el objetivo divino de la creación y de su arranque bondadoso, sino por la vida de Jesús como presencia salvadora divina. Sólo se sabe el alcance del mal por el amor, que es el que Dios manifiesta en su Hijo (cf. Jn 3,16; 1Jn 4,9). Y esto es aún peor, porque Dios revela en Jesús el valor de la vida y, por ella, la auténtica dimensión de la maldad del pecado y de la muerte.
           
La degradación global que señala la Escritura indica que el mal tiene una dimensión social indudable, y se sitúa en las grandes estructuras que, inscritas en las culturas, dan sentido a los pueblos. Estas mediaciones, que son esenciales para la convivencia humana, se edifican con unos cimientos tan falsos y contrarios a la dignidad que determinan las relaciones de la colectividad para mal: en vez de unir dividen, enfrentan y matan; en vez de establecer la igualdad y el diálogo entre las personas, las desnivelan y las aíslan. Permanece anclada en el tiempo lo que debe ser la lógica correspondencia de la evolución del nivel genético y animal con el nivel de la conciencia y la libertad. Se presentan mecanismos en la vida de los pueblos que provocan un enfoque histórico confuso, naturalmente creados, defendidos, apoyados y servidos por grupos humanos. La comunicación entre las personas y las sociedades hace que se produzcan influencias mutuas, y que, en el plano individual, se introyecten actitudes perversas, como el odio mutuo, el rechazo social, el máximo aprovechamiento económico, etc., y que, quizás, sería impensable si sólo existiesen opciones personales.
           
Las estructuras de pecado no resultan de la suma de los pecados individuales, aunque éstos no permanecen al margen total de la responsabilidad individual de los agentes que mantienen y defienden estos mecanismos de injusticias, de esclavitud y de miserias. Y estas estructuras se multiplican por otras menores que establecen el tejido de las sociedades donde la mayoría de las personas lo respiran desde que nacen. Se crea, entonces, una escala de valores que se asumen en las relaciones familiares, se educa en ellos y se elevan a categoría de símbolos de pertenencia a una cultura. No seguirlos y practicarlos supone dejar de vivir en una determinada sociedad. Y, por lo general, el poder que engendra la esclavitud, la codicia que guía a las actividades económicas y el egoísmo que sustenta la defensa de la propia existencia aparecen arropados por ideales indiscutibles de la existencia humana, como son la libertad, la justicia, la comunidad. De ahí la dificultad de descubrirlos, atacarlos y establecer otros parámetros de convivencia.
           
Las estructuras del mal, que desvían a la colectividad humana del fin puesto por el Creador, se evidencian en el plano socioeconómico. Esto origina las desigualdades entre los hombres, que atentan directamente contra su dignidad y mantienen el sometimiento de unos a otros, o el dominio de unos sobre los otros. La política corrupta sirve a los intereses de grupos sociales privilegiados y avala estructuras sociales que impiden el normal desarrollo de la vida humana. Las leyes, los sistemas educativos, los medios de comunicación, etc., fortalecen sistemas e instituciones que vehiculan un pecado colectivo, que funciona por sí mismo al margen de la voluntad y conciencia personal. De ahí que sólo se valore la productividad, fuera cual fuese, el beneficio, mayor o menor, por encima de las personas que trabajan, dañando su dignidad, que sobrepasa las cosas; las personas se excluyen del ámbito social por la edad, o por la enfermedad, porque ni producen ni son útiles según la estructura productiva de la economía. El sometimiento del hombre a los medios de producción, o a una economía que tiene sus propias leyes al margen de los intereses de toda una sociedad, o al margen de la solidaridad y convivencia humanas, es desencaminar la historia humana por elevar el dinero a la categoría de «dios». Lo mismo podemos decir del saber, de la religión, de la cultura, etc., cuando se configuran por el poder, o el dominio de unos sobre otros.
            
Se verifica la incapacidad del ser humano para concebir y alcanzar su dignidad de una forma completa y permanente. Aunque existan actuaciones personales y de algunas instituciones sociales plenamente concordes con el fin bondadoso del hombre, imagen de Dios, no se desarrollan con la suficiente fuerza y convicción para involucrar a toda la humanidad que vive en sus culturas, y menos aún para que se perpetúen en el espacio y en el tiempo. Aún peor. Parece que el mal se adapta con suma facilidad a los evidentes progresos de calidad y cantidad que logra la humanidad, usando las nuevas posibilidades de humanización para ahondar en su dominio sobre todo. Esta realidad conduce a la afirmación de que el hombre está dañado. Hay algo en él que le empuja al mal y rompe la armonía de la creación. Es una disposición permanente para usar las cosas y someter a los demás según sus intereses y egoísmos. Cuando esta disposición se institucionaliza en la sociedad, se vuelve anónima y se propaga como elemento indispensable para la convivencia, disposición que se impone, como sucede, por la fuerza y la ley, y la política las presenta como esenciales para vivir y convivir. Las culturas creadas por el hombre, y que, a su vez, lo modelan, tienen la capacidad para tipificar y potenciar el mal en la historia. Este mal se convierte en la condición previa de toda vida humana. Otra cosa es el acto primero de la creación, o cuando Dios expresa fuera de sí lo que Él es, que supone la esencial dimensión bondadosa de todo cuanto existe.
           
Al final de la película de Stanley Kubrick, el hueso como poder humano se convierte en un ordenador que puede hasta con el mismo hombre que lo ha creado. Se tiene la impresión de que el hombre solamente puede subsistir y realizarse como poder. De ahí la creación y permanencia de las estructuras de poder con las que se organizan nuestras sociedades, al margen de si son válidas para defender y desarrollar los valores que constituyen la dignidad del ser humano. Así también lo sostienen en la teoría y en la práctica cantidad de interpretaciones sobre la historia. Valga como ejemplo la queja de Adorno: «No hay historia universal que guíe desde el salvaje al humanitario, pero sí de la honda a la superbomba» (Dialéctica negativa 318). Volvemos a la primera lectura del hombre que hace la Escritura en este sentido: de «imagen de Dios» el ser humano pretende «ser dios» entendido como poder absoluto. Por eso cambia el amor y la libertad, que lo hace posible, por el poder en la relación con Dios, con los demás, con la naturaleza: de esta manera inicia su historia solo y se coloca como el único centro de relaciones de todo cuanto existe. 


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