sábado, 25 de abril de 2015

Apariciones: Discípulos de Emaús

                                                               APARICIONES


                                                                       V

                                               A los creyentes

         El camino de la fe en la resurrección que Jesús propone a Tomás lo diseña Lucas con una narración muy clara y bella. Dos discípulos viajan de Jerusalén al pueblo de Emaús (Lc 24,13-35). Su conversación trata sobre lo sucedido a Jesús en los últimos días de su vida, una conversación que va en la misma dirección que ellos llevan: la de la decepción. Pues se alejan de la ciudad santa donde Jesús ha llegado desde Galilea para entregarse por entero a la causa del Reino. A esto unen su actitud personal: la desconfianza en la misión de Jesús como lo ha demostrado su fracaso y muerte: Y nosotros que esperábamos que iba a ser él el liberador de Israel!" (Lc 24,21). 
           
De pronto se les acerca el Resucitado y les sitúa los acontecimientos pascuales en la Historia de la salvación: Qué necios y torpes sois para creer cuanto dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él" (Lc 24,25-27). La voluntad divina es la clave para leer la pasión y muerte, como la comunidad cristiana no se cansa de repetir en los primeros pasos por Palestina, y Lucas los refiere de Pedro y Pablo en los Hechos. Pero no le reconocen, porque, como Tomás, necesitan aún verlo como era en vida, lo que no es suficiente para creerlo resucitado. Y, por otra parte, el mesianismo de la pasión y muerte en el que hacen hincapié las primeras confesiones de fe, les impide considerarlo en su perspectiva mesiánica gloriosa y triunfal, y que anida en el corazón de todos los discípulos: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?" (Hech 1,6; cf. Lc 24,21).
          
Los discípulos se acercaban a la aldea adonde se dirigían, y él fingió seguir adelante. Pero ellos insistían: "Quédate con nosotros, que se hace tarde y el día va de caída" (Lc 24,28-29). La invitación acostumbrada en la cultura oriental, es un eco de los relatos de Zaqueo (19,1-10) y de Marta y María (10,38-42). Jesús accede a la invitación, como en los anteriores. Mas en este tiempo de resurrección, que no es el de la proclamación del Reino en Palestina, no basta con la escucha del Maestro, con el diálogo personal que lleva a la conversión y al cambio de vida, sino que su presencia se ofrece y se celebra ahora en la eucaristía: "Entró para quedarse con ellos; y, mientras estaba con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista" (Lc 24,30-31). Primero Jesús les explica las Escrituras sobre su mesianismo, y les "abre" el texto (Lc 24,32); después celebra con ellos la fracción del pan, y les abre los "ojos". Sólo escuchando la Palabra y compartiendo el pan pueden reconocerlo en su nueva dimensión de resucitado. Aunque hay que observar un detalle de máxima importancia: previamente a la escucha de la Palabra le acogen como compañero de viaje, y, antes de compartir el pan, le ofrecen la mesa y la cama de la hospitalidad.
         
Después de percibir al resucitado en la vida nueva donada por Dios, vuelven a Jerusalén con otro ánimo. Ya no es la decepción que les hizo salir de la ciudad, donde han enterrado su confianza en Jesús en su tumba, sino el gozo de haber descubierto al Resucitado el que les hace volver e integrarse en la proclamación de la comunidad: "Realmente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Lc 24,34; cf. 1Cor 15,5). La experiencia que han tenido simplemente apoya la experiencia fundacional apostólica, que es la de los Once, y que la comunidad admite como el testimonio básico de la creencia en el Resucitado. Sólo después de afirmar esto, "ellos, por su parte, contaron lo acaecido por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan" (Lc 24,35).


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