La Apariciones
II
A
los discípulos
b. De la misión, en la que los
discípulos son testigos del Resucitado cumpliendo sus mandamientos y asegurando
su éxito por su presencia permanente en la historia, pasamos a la aparición en
la que se describe la identidad del Resucitado. Lucas (24,37-49) narra
la aparición a los Once al final de su Evangelio y como intento de síntesis,
como ha hecho Mateo. La sitúa en Jerusalén y al atardecer del primer día de la
semana (Lc 24,29). Jesús se aparece con el saludo tradicional de la misión,
pero que ahora se funda en la resurrección: «La paz esté con vosotros». Los
discípulos reaccionan al saludo «espantados y temblando de miedo» al no
reconocer a Jesús, que identifican con un «fantasma». La falta de
identificación es lo que hace que el Resucitado responda de la siguiente
manera: «¿Por qué estáis turbados? Por qué se os ocurren esas dudas? Mirad mis
manos y mis pies, que soy el mismo. Tocad y ved, que un fantasma no tiene carne
y hueso, como veis que tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y,
como no acababan de creer, de puro gozo y asombro, les dijo: ¿Tenéis aquí algo
de comer? Le ofrecieron un trozo de pescado asado. Lo tomó y lo comió en su
presencia» (Lc 24,38-43).
Jesús resucitado invita a los discípulos
para que le vean y le toquen. La finalidad es que le identifiquen como el que
vivió con ellos durante su ministerio de Palestina, y la prueba mayor está en
las señales de los clavos con los que le fijaron en la cruz y que permanecen en
las manos y en los pies. No es, pues, Jesús resucitado un espíritu venido del
mundo celeste y que origina una manifestación teofánica que causa pavor, sino
el maestro que escucharon y siguieron por Palestina. Además Jesús come ante ellos.
La acción no es una manifestación de fraternidad, como sucedió cuando el grupo
compartía la vida en la proclamación del Reino, sino una muestra, un signo, una
ilustración de que su identidad corpórea no desaparece por el hecho de que haya
entrado en la dimensión divina de la existencia. La mejor prueba para demostrar
que es Jesús y no otro ser, es comer y beber, como necesitan hacer todos los
humanos para confirmar que son tales. Por ello los discípulos pasan del temor
al gozo al reconocer que es él mismo, aunque no el mismo, y poder relacionarse.
Entonces les aclara el sentido de su vida leída desde Dios: «Esto es lo que os
decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo
escrito en la ley de Moisés y en los profetas y en los salmos. Entonces les
abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura» (Lc 24,44-45).
A continuación, como en la aparición
relatada por Mateo, envía a los discípulos a una misión. Les instruye para que
vayan a todos los pueblos. De nuevo sobresale el interés por la dimensión
universal del mensaje. Sin embargo, el contenido de la predicación sigue otra
orientación, más concreta y muy en la línea del comportamiento de Jesús: «Y
añadió: Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la
muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de
pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos
de ello» (Lc 24,45-48). La doble responsabilidad de la comunidad apostólica es
invitar a todos los pueblos a hacer
penitencia para que consigan el perdón de sus pecados. Por tanto, la
misión tiene como objetivo la salvación de los hombres, profetizada por Simeón
(Lc 2,30-32), proclamada por Jesús en todo su ministerio y cuya prueba última
la ha ofrecido en la cruz al llevar a la gloria a un crucificado y perdonar a
sus verdugos (Lc 23,24.43). El mandato de la misión significa que su presencia
salvadora se prolongue a lo largo de la historia. Los discípulos, como testigos
de su vida y su resurrección (Hech 1,21-22), son imprescindibles para ello,
pero con la condición de que reciban el Espíritu: «Yo os envío lo que el Padre
prometió. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que desde el cielo os revistan de
fuerza» (Lc 24,49, cf. Hech 2,33.39).
La promesa del Padre la explicita Juan
en la misma aparición a los discípulos de Mateo y Lucas: «Como el Padre me
envió, yo os envío a vosotros» (Jn 19,21). A continuación Jesús sopla
sobre ellos. El mismo gesto hace Dios para crear al hombre (Gén 2,7) y para
revitalizar a los muertos (Ez 37,1-14). El encuentro de Jesús resucitado con
sus discípulos los transforma en criaturas nuevas, y al infundirles su Espíritu
les capacita para llevar a cabo la misión. Y el Espíritu es la clave de su
recreación y misión, además de la experiencia pascual de la cual son testigos
para todo el mundo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los
pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan
mantenidos» (Jn 19,22-23). Como en la narración de Lucas, el perdón universal
indica la garantía de un Dios que es de todos, vivido y proclamado por Jesús y cuyo
Espíritu asegura a lo largo de la historia humana la salvación ofrecida
permanentemente a sus hijos. La comunidad cristiana representada en los Doce
(Jn 1,24), pues, es la depositaria de este don inconmensurable del perdón, y
por eso Jesús expresamente ora al Padre: «No sólo ruego por ellos, sino también
por los que han de creer en mí por medio de sus palabras» (17,20).
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