domingo, 26 de abril de 2015

Francisco de Asís y su mensaje. XVIII. El individuo



                                          Francisco de Asís y su mensaje

                                                                 XVIII




                                                                    El hombre individual

           
8.5.2. El hombre, imagen divina en la creación, lo presenta la revelación como una relación entre feminidad y masculinidad (cf. Gén 1,27; 2,232-24); unido al cosmos y responsable de su cuidado (cf. Gén 1,27; 2,7), es la criatura con más dignidad de la creación; se percibe como un ser esencialmente comunitario (cf. Gén 2,7), cuya historia es también la historia de Dios en la creación. Su imagen divina le hace tender hacia Dios; su vida es un proyecto que se despliega poco a poco en el espacio y en el tiempo, e incluye la promesa divina de que alcanzará su plenitud al final de los días según Dios le ha configurado (cf. Gén 3,15). La triple relación con el cosmos, los demás humanos y con Dios diseñan su ser individual.

           
Además, el hombre es un cuerpo, con el que se ubica entre las demás criaturas (cf. Núm 8,7; 1Re 21,27), y es un cuerpo animado con una vitalidad propia, por el que entabla relaciones con otros hombres semejantes a él (cf. Lev 23,30; 1Sam 18,1), y, por último, goza de la capacidad de dialogar con Dios (cf. Is 11,2; 1Sam 10,10), porque el mismo Dios le habilita para ello al darle su espíritu (cf. Job 33,4; Sal 33,6). En este sentido, el hombre existe porque es llamado por Dios para vivir y establecer una alianza de amor, que constituye la razón última por la que ha sido creado (cf. Éx 19.24; Dt 29). Por eso la relación con Él se erige en el fundamento de su existencia (cf. Dt 6,4-9; 30,15-20). El hombre, pues, es un ser individual, que forma un todo unitario contemplado en sí mismo; y es un ser colectivo, porque sostiene con los demás una relación de igualdad en la dignidad y de solidaridad en la responsabilidad de su destino común. En ambas dimensiones, individuo que pertenece a una comunidad, o una comunidad que se fundamenta en personas con igual dignidad, se mantiene en la existencia gracias a su comunicación con Dios dentro de su estructura creada.

           
Hemos descrito antes que el mal es un alejamiento de Dios entendido como la fuente de la vida (cf. Gén 3,1-24), como un fratricidio (cf. Gén 4,1-16), como un acto de orgullo de emular y sustituir a Dios (cf. Gén 11,1-9), como la opresión de los débiles, que es la actitud del Faraón con Israel (cf. Éx 5,6-22). En definitiva, el mal forma parte de la creación y en ella se encierra con una dinámica que se aleja y se opone a las intenciones divinas sobre sus criaturas. El mal se comprende al ir contra Dios como pecado en la Historia de la salvación. Esto se expresa en la reflexión sobre los orígenes del mal con estas frases: «El Señor se arrepintió de haber creado al hombre [...] Vio Dios la tierra, y he aquí que estaba toda viciada» (Gén 6,6.12). Si la comprobación del pecado casi siempre comienza cuando se sufre en la propia carne, o se contempla como una realidad que afecta con evidencia a la destrucción de la vida de los demás, llega un momento en el que se toma conciencia de que son los hombres los que cometen estas acciones contra Dios (cf. Jer 17,9). Y si peca el hombre, obedece a que se siente esclavo de una dinámica que no puede dominar del todo. Es la historia de la humanidad la que transmite una vida dañada y degradada.

           
Con ser esto verdad, también la corrupción planea sobre el corazón del hombre (cf. Gén 8,21; Jer 17,9), por más que se traslade el mal y su responsabilidad a las estructuras e instituciones anónimas. Los desequilibrios personales, las situaciones sociales adversas y la secularización avalan la inconsciencia del mal, o el desconocimiento y aversión del bien personalizado en Dios. El hombre, hemos dicho, comporta una dimensión individual irrenunciable, y que, a la postre, su individualidad es la que funda a la comunidad, o la comunidad tiene como fin primario conducir a sus componentes a tomar conciencia de su individualidad irrepetible. Pues bien, la Escritura, junto a la belleza y bondad de la naturaleza y de la humanidad, relata a la vez su rotura interior que da lugar a la sinrazón de vivir (cf. Ecl 1,3; 2,17.23; 3,19-20; etc.). La rebeldía le lleva a desligarse y alejarse de Dios y le hace campar solo por la historia. La infidelidad a Dios se expresa en la opresión y liquidación de los otros y de la naturaleza. El hombre, pues, se ha desviado de su objetivo y se ha pervertido. De hecho, la fidelidad a Dios en medio de las injusticias y sufrimientos humanos se lee con el sentido de las palabras que la mujer de Job le dirige observando sus desgracias: «¿Todavía persistes en tu honradez? Maldice a Dios y muérete» (Job 2,9).




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