RETAZOS TERESIANOS
Esteban Calderón
Facultad de Letras
Universidad de Murcia
El Papa Francisco declaró año jubilar teresiano el centenario de
Santa Teresa, con motivo del 400 aniversario de la beatificación de Santa
Teresa de Jesús. Es momento, pues, de dedicar un tiempo –siempre lo es– a la
santa de Ávila, a su vida y a su obra, tanto espiritual como literaria,
aspectos ambos que convergen en otro santo de la época con el que tuvo estrecha
y fecunda relación: San Pedro de Alcántara.
Este último fue el gran reformador de los franciscanos descalzos o conventuales
reformados (en latín Ordo Fratrum Minorum Discalceatorum o Ordo
Fratrum Minorum Strictioris Observantiae Discalceatorum), llamados también
por este motivo «alcantarinos» (de donde las siglas O.F.M. Alc.), hasta que, al
igual que el resto de ramas observantes, fueron suprimidos en 1897 por León XIII,
pasando sus miembros y conventos a engrosar, con los franciscanos observantes,
los recoletos y los reformados, la Orden de Hermanos Menores (Ordo Fratrum
Minorum). El santo franciscano se encargó de la dirección espiritual de la
abulense y de ese encuentro entre el asceta y la mística surgieron grandes
frutos espirituales, pero también singulares ocasiones que Santa Teresa supo
plasmar con un castellano vigoroso a la par que sublime, una de las mejores
prosas de nuestra lengua. Pues bien, los dos grandes reformadores de la época,
Pedro y Teresa, nos han dejado una de las páginas más bellas de la obra
literaria teresiana. Dejemos que sea la doctora de la Iglesia la que describa
al santo alcantarino (Vida 27,
16-20):
«Y ¡qué bueno nos le llevó Dios ahora en el
bendito fray Pedro de Alcántara! No está ya el mundo para sufrir tanta
perfección. Dicen que están las saludes más flacas y que no son los tiempos
pasados. Este santo hombre de este tiempo era; estaba grueso el espíritu como
en los otros tiempos, y ansí tenía el mundo debajo de los pies. Que, aunque no
anden desnudos ni hagan tan áspera penitencia como él, muchas cosas hay –como
otras veces he dicho– para repisar el mundo, y el Señor las enseña cuando ve
ánimo. Y, ¡cuán grande le dio su Majestad a este santo que digo, para hacer
cuarenta y siete años tan áspera penitencia, como todos saben!
Quiero decir algo de ella, que sé es toda verdad. Díjome a mí y a otra
persona, de quien se guardaba poco, y a mí el amor que me tenía era la causa
porque quiso el Señor le tuviese para volver por mí y animarme en tiempo de
tanta necesidad, como he dicho y diré.
Paréceme fueron cuarenta años los que me dijo había dormido sola hora y
media entre noche y día, y que éste era el mayor trabajo de penitencia que
había tenido en los principios de vencer el sueño; y para esto estaba siempre o
de rodillas o en pie. Lo que dormía era sentado y la cabeza arrimada a un
maderillo que tenía hincado en la pared. Echado, aunque quisiera, no podía,
porque su celda –como se sabe– no era más larga de cuatro pies y medio.
En todos estos años, jamás se puso la capilla, por grandes soles y aguas
que hiciese, ni cosa en los pies, ni vestido, sino un hábito de sayal, sin
ninguna otra cosa sobre sus carnes, y éste tan angosto como se podía sufrir, y
un mantillo de lo mismo encima. Decíame que en los grandes fríos se le quitaba
y dejaba la puerta y ventanilla abierta de la celda, para que, con ponerse
después el manto y cerrar la puerta, contentase al cuerpo para que sosegase con
más abrigo.
Comer a tercer día era muy ordinario, y díjome que de qué me espantaba, que
muy posible era a quien se acostumbraba a ello. Un su compañero me dijo que le
acaecía estar ocho días sin comer. Debía ser estando en oración, porque tenía
grandes arrobamientos e ímpetus de amor Dios, de que una vez yo fui testigo.
Su pobreza era extrema y mortificación en la mocedad, que me dijo que le
había acaecido estar tres años en una casa de su Orden y no conocer fraile si
no era por la habla; porque no alzaba los ojos jamás; y ansí a las partes que
de necesidad había de ir no sabía, si no íbase tras los frailes; esto le
acaecía por los caminos. A mujeres jamás miraba, esto muchos años; decíame que
ya no se le daba más ver que no ver. Mas era muy viejo cuando le vine a
conocer, y tan extrema su flaqueza, que no parecía sino hecho de raíces de
árboles.
Con toda esta santidad, era muy afable, aunque de pocas palabras, si no era
con preguntarle; en éstas era muy sabroso, porque tenía muy lindo
entendimiento. Otras cosas muchas quisiera decir, sino que he miedo me dirá
vuestra merced que para qué me meto en esto, y con él lo he escrito, y ansí lo
dejo con que fue su fin como la vida predicando y amonestando a sus frailes.
Como vio ya se acababa, dijo el salmo de “Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi”, e, hincado de
rodillas, murió.
Después ha sido el Señor servido yo tenga más en él que en la vida,
aconsejándome en muchas cosas. He visto muchas veces con grandísima gloria.
Díjome, primera que me apareció, que bienaventurada penitencia que tanto premio
había merecido, y otras muchas cosas. Un año antes que muriese, me apareció
estando ausente y supe se había de morir y se lo avisé, estando algunas leguas
de aquí. Cuando expiró, me apareció y dijo cómo se iba a descansar. Yo no lo
creí y díjelo a algunas personas y desde a ocho días vino la nueva cómo era
muerto, o comenzado a vivir para siempre, por mejor decir.
Hela aquí acabada esta aspereza de vida con tan gran gloria; paréceme que
mucho más me consuela que cuando acá estaba. Díjome una vez el Señor que no le
pedirían cosa en su nombre que no la oyese. Muchas que le encomendado pida al
Señor las he visto cumplidas. Sea bendito por siempre. Amén».
La bella y realista descripción de San
Pedro de Alcántara encuentra su plasmación escultórica en la talla que el
imaginero murciano Roque López, continuador del taller de Francisco Salzillo,
realizara en 1811 y que fuera su última obra. Dicha imagen fue realizada para
el convento de San Diego de Murcia, tal y como consta en el inventario de obras
salidas de la gubia de Roque López: «Un San Pedro de Alcántara, de cinco palmos
(1,10 m. de altura), arrodillado con nubes y peana, de tres palmos, adorando la
Cruz, en el lado izquierdo un ángel con el libro, sobre la calavera, y en el
lado derecho sobre el brazo, otro ángel volando con la cédula: “¡Oh feliz
penitencia!”. Para San Diego de Murcia en … 2.000 reales. Año 1811» (Conde de
Roche, p. 46). Tras la desamortización, esta escultura pasó a la parroquia de San
Bartolomé, también de Murcia, donde puede admirarse en la actualidad.
La imagen del alcantarino, auténtica
obra maestra del escultor, nos presenta al santo vistiendo el hábito
franciscano, semiarrodillado entre nubes y en una actitud ascética y
contemplativa. Siguiendo la lectura de la santa de Ávila, Roque López ha
plasmado a la perfección la anatomía de San Pedro, cuando aquélla afirma que
era «tan extrema su flaqueza, que no parecía sino hecho de raíces de árboles»:
cuerpo agotado por la penitencia, faz enjuta y delgada, manos huesudas y
arrugas en el rostro, mostrando la exoftalmia característica de las imágenes
del escultor de Era Alta. Es posible que en la mente del imaginero también estuviese
el San Pedro de Alcántara, realizado por el valenciano Francisco Vergara para
la Basílica Vaticana, mas tampoco parece menos cierto que la descripción
teresiana influyó en ambas obras.
Pero es que, además, nuestro
imaginero también talló una Santa Teresa de Jesús para el convento carmelita
murciano y que hoy se puede admirar en el Carmelo que estas religiosas poseen
en la subida a La Fuensanta. En este caso se trata de una imagen de vestir,
tocada con el birrete de Doctora de la Iglesia, que presenta a la santa con
mirada y actitud contemplativas, mientras sostiene en su mano izquierda un
libro. Quedan así hermanados en la obra de Roque López ambos santos
reformadores, franciscano él, carmelita ella, y sirva de homenaje para este Año
Teresiano desde esta página franciscana.
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