domingo, 25 de octubre de 2015

Carta a un Ministro de San Francisco. VI

                                                        MISERICORDIA     
                            «CARTA A UN MINISTRO» DE SAN FRANCISCO
                       


                                                                  VI


            d.- Hemos expuesto que la salvación se origina en las entrañas amorosas del Padre, que envía a su Hijo (cf. Jn 3,16), cuya obediencia hace posible dicha salvación (cf. Rom 5,19); a ello se une su relación de amor con el Padre que se sacramentaliza en el servicio, pero cuando el objetivo del servicio son los colectivos humanos marginados, la salvación se entiende hoy día como solidaridad.
           
Salvación, pues, es la solidaridad del Padre con todos sus hijos y de Jesús con sus hermanos.  La solidaridad de Dios se verifica en la solidaridad de su Hijo con los hombres, un destino que Dios tiene pensado «antes de la creación del mundo» (Ef 1,4) y se explicita con la misión de Jesús y con su pasión y muerte. La reflexión del NT al respecto es: el Hijo deja la gloria divina para asumir una condición de esclavo, abandona las riquezas para hacerse pobre[1]; esclavitud y pobreza propias de la condición humana, que él vence y transforma abriendo las puertas de la salvación para todos los que creen en él[2]; y llega a su plenitud cuando muere para vencer a la muerte y darnos la vida a todos (cf. 2Cor 5,14). La vida de Jesús, una vez resucitado, es una oferta permanente de salvación a los hombres cuando se sacramentaliza con el bautismo (cf. Rom 6,3-11), pues el que participa de su muerte también participa de su resurrección: «Ya que, si por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la resurrección de los muertos. Como todos mueren por Adán, todos recobrarán la vida por Cristo» (1Cor 15,21-22). La solidaridad es tal que Cristo y los cristianos forman un solo cuerpo, siendo él la cabeza[3].
           
Habida cuenta de esto, la salvación en la historia pasa a la responsabilidad cristiana. Hemos visto que en el pensamiento franciscano la creación y la encarnación son los dos pilares en los que se asienta el amor de Dios a sus criaturas, el amor del Padre a sus hijos, amor que se centra y visibiliza en la historia de Jesús, su «Hijo amado» por el que fueron hechas todas las cosas y por el que son salvadas[4]. No es extraño que el NT resuma esta inclinación y compromiso amoroso de Dios con los hombres en esta frase: «Dios ha demostrado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo para expiar nuestros pecados»[5]. Y el amor de Dios lo reconocen los hombres en la vida de Jesús: «Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tuvo»[6], que es solidario con todos al participar plenamente de la historia humana.
            La respuesta a ese amor divino es que el hombre le corresponda, naturalmente según sus posibilidades. Sin embargo, el texto no sigue esta lógica, sino aquella lógica divina que Jesús enseñó: «Queridos, si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos unos a otros»[7]. Es el amor mutuo entre los hombres el que demuestra el amor de Dios, ya que Jesús ha unido ambos amores[8] y ha formado la prueba de que se ama a Dios en la práctica del amor al prójimo. La Carta lo ratifica al afirmar que «a Dios no lo ha visto nadie: si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios está en nosotros consumado»[9]. La prueba, pues, de que el hombre responde al amor de Dios es cuando ama a su hermano.
            Jesús, como Hijo de Dios, es el que da las claves de las relaciones entre los hombres según la relación que mantiene con ellos. Jesús se presenta como el hermano de todos que crea un espacio nuevo en el que encontrarse y un orden nuevo en el que se puede ingresar y pertenecer a él. La solidaridad de Dios con Jesús es la que cimenta la solidaridad de Jesús con toda la creación y la solidaridad mutua de los hombres entre sí, y de los hombres con la naturaleza creada. La solidaridad divina pasa por Jesús y termina forzosamente en la solidaridad entre los hombres.
           
En efecto. La creación divina encierra la solidaridad humana, tanto en el bien[10], como en el mal[11]. Y esta estructura solidaria del ser humano se desarrolla en el origen y destino común que comprende a todo ser viviente. La convivencia, los procesos biológicos e históricos, las instituciones culturales que identifican al hombre a lo largo del tiempo en sus fracasos y conquistas, etc., indican un suelo común de interdependencia que prueban dicha solidaridad, no obstante la singularidad que toda persona conlleva en su ser. En la actualidad es impensable la concepción del ser humano como una individualidad incomunicable. Es, básicamente, un ser social, que se hace a sí mismo por y en su relación con los demás. Esta estructura antropológica deriva en exigencias éticas enmarcadas en la justicia y la libertad que buscan la dignidad humana para todos. Es cierto que la historia sigue siendo ambigua, y se evidencia en la solidaridad defendida en el plano de los principios, pero negada en la realidad, donde los ricos levantan muros para defender sus posesiones, o se esconden en barrios inaccesibles para el común de los mortales. Sin embargo, este individualismo contrasta con una conciencia cada vez más fuerte del destino común de los humanos para el bien expresada en las organizaciones que descubren las bolsas de pobreza, tratan de remediarlas y mostrar, aunque sea a modo de ejemplo, cuál es el camino a seguir para alcanzar la dignidad humana con una relación equilibrada entre la dimensión pública y privada de la realidad, entre economía y ética, etc., que favorezca una cultura solidaria.
           
En este ser común de bondad y maldad se funda la finalidad última de la salvación: alcanzar la estructura filial de toda la realidad creada desarrollando el bien. Viene a cuento citar la imagen del cuerpo de Pablo: Jesús «es cabeza del cuerpo, de la Iglesia»[12], de una comunidad solidaria en el bien, abierta a Dios y abierta a los demás para alcanzar el destino que Dios le dio desde el principio: una comunidad humana que camina hacia la unidad entendida como fraternidad, hacia la liberación definitiva del mal mediada por la reconciliación, hacia la libertad y coherencia personal que haga posible experimentar todos los valores inscritos en la naturaleza, hacia la presencia de Dios en la historia por un diálogo personal y filial en Jesús.




[1]  Cf. Flp 2,6-7; 2Cor 8,9
[2] Cf. Gál 3,13; 2Cor 5,21
[3] Cf. Col 1,19; 2,19; 3,15.
[4] Cf. Col 1,16; Hech 5,31; 1Tim 2,10.
[5] 1Jn 4,9-10; cf. Rom 5,8; 8,31-32. 
[6] 1Jn 4,16; cf. Jn 3,14; 17,6.23.26
[7] 1Jn 4,11; cf. Mt 18,23.
[8] Mc 12,29-33par; cf. Dt 6,4s; Lev 19,18 
[9] 1Jn 4,12; cf. 1,3; 3,2; Jn 1,18; 3,13; 5,37; 6,46; Éx 33,20.
[10] Gén 2,23-24; cf. Mt 19,5 par; 1 Cor 6,16; Ef 5,31.
[11] Gén 3,6-7; cf. 4,8; Sab 10,3; 1 Jn 3,12.
[12]  Col 1,18; cf. Ef 1,22-23.

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