lunes, 15 de febrero de 2016

Libros: El pecado original

             El pecado original. Fe cristiana, mito y metafísica
     
                 Jean-Michel Maldamé



Bernardo Pérez Andreo
Instituto Teológico de Murcia OFM
Pontificia Universidad Antonianum


La cuestión del pecado original es la más espinosa que aún hoy tenemos en la teología, especialmente la católica. Los datos científicos parecen contradecir uno de los dogmas troncales de nuestra fe. Cuando la ciencia nos enseña que no hay ningún momento en el proceso de hominización que podamos mostrar como paradisíaco, un estado desde el que el hombre pudo ‘caer’, el dogma del pecado original parece perder consistencia a ojos del hombre moderno. Es, probablemente, la cuestión peor entendida por la mentalidad científica, quizás porque durante mucho tiempo nos empeñamos en que el tema del pecado original tenía que ver con la historia de la humanidad y con los datos constatables. Bien sabemos que no es así y que muchas de las críticas que se hacen a la Iglesia por este asunto son infundadas. Pero, es necesario demostrarlo y, de paso, mostrar que el creer común de muchos cristianos también está equivocado, probablemente por cierta insistencia en lo histórico por parte del magisterio en algunas ocasiones.
Este trabajo de Maldamé viene a colmar el vacío que existe entre la ciencia y el dogma, mostrando la realidad que hay detrás de un dogma mal entendido y, a veces, peor expuesto ante el pueblo. La intención de toda la obra no es otra que explicar para el mundo actual el valor de este dogma, sus límites y su virtualidad para explicar uno de los mayores problemas del hombre en cualquier tiempo: explicar el origen del mal. Porque se trata de eso cuando hablamos del pecado original, del origen del mal. Para llevar a cabo su tarea, Maldamé divide la obra en tres partes, que a su vez se compone de quince capítulos y una conclusión. En la primera parte aborda los Fundamentos de la doctrina del pecado original, por eso va al origen de la temática: San Agustín. Sí, fue la genialidad del de Hipona la que inventó lo del pecado original. En la Biblia no se encuentra y antes de él ninguno de los Santos Padres, menos en Oriente donde hasta el día de hoy no saben nada del asunto, lo cita como tal. En el Génesis y en San Pablo tenemos tematizado el pecado de Adán y el pecado del mundo, pero no el pecado original.
Para Agustín, que venía del dualismo maniqueo que afirma la existencia de un principio para explicar el origen del mal, existe un pecado que es fruto de la libertad de Adán, pero que se extiende por propagación a toda la raza humana. Es decir, es hereditario. Esto, en sí mismo, es causa de muchos problemas porque Dios estaría castigando en los hijos el pecado del padre y eso no parece que se relacione bien con la justicia. Pero, Agustín entiende que el hombre obra el mal que no quiere porque éste forma parte de su naturaleza tras la caída de Adán. De ahí que sea necesario bautizar a los niños recién nacidos para remediar este pecado original, restaurando la naturaleza caída. Se tiene constancia de bautismo de niños en el siglo II y III, pero para incorporarlos cuanto antes a la comunión de los santos, no para restaurar la naturaleza dañada. La perspectiva de Agustín pasó a la Iglesia de Occidente como una posición bien definida tras la crisis pelagiana y la dogmatización de la postura agustiniana. Pelagio defendía que el pecado es un acto de la libertad y que la libertad es real, de ahí que todo hombre nazca en el mismo estado de inocencia y de integridad que Adán. Ante esto, Agustín extrema su posición: la naturaleza humana está pervertida por el pecado de Adán, un pecado que se transmite por la procreación, por el desorden de los sentidos que produce el acto sexual. Las posiciones se tensan entre los seguidores de Pelagio y Agustín. Mientras para aquellos el uso de la concupiscencia natural en su medida es usar bien de un bien, para Agustín, ese uso es, como mucho, un buen uso de un mal. He aquí el quicio de la cuestión del pecado original a lo largo de la historia: que la Iglesia lo ha explicado, y así se ha extendido, como una perversión inherente a la naturaleza humana que se transmite por vía sexual. La identificación entre sexo y pecado, de origen gnóstico, es la clave para la mala comprensión de este dogma.
Aquí viene la segunda parte del trabajo: Pecado original, Pecado de Adán, Pecado del mundo. En este parte se abordan las fuentes bíblicas para entender el problema y la elaboración dogmática del mismo. Tras el análisis de los textos clásicos de la Biblia, desde Génesis hasta Pablo, se llega a la conclusión de que el término ‘pecado’ hay que entenderlo como  un rechazo deliberado de la propuesta de alianza hecha por Dios. Dos nociones hay en el texto bíblico. La primera es el pecado de Adán, pecado que abarca a toda la humanidad por ser un personaje metahistórico, no prehistórico, como lo han mostrado erróneamente en tantas ocasiones. En Adán está recapitulada toda la humanidad, como luego lo estará en Cristo. En Adán pecamos todos, en Cristo todos hemos sido salvados. La universalidad del pecado está en función de la universalidad de la gracia. Por su parte, el pecado del mundo expresa que todos los seres humanos somos solidarios en el pecado, pero también en la salvación. Cada niño que viene a este mundo está marcado por el pecado del mundo del que él no es culpable, pero del que no puede zafarse, queda marcado por él. El pecado en la Biblia, por tanto, tiene una dimensión universal y otra colectiva, pero también es fruto de la decisión libre que rechaza la gracia de Dios, y aquí es donde entra el sentido verdadero del pecado original como es explicado por los concilios, no la parodia en la que se convirtió con el uso popular y hoy con la cultura moderna.
La tercera parte, El origen del mal, se encarga de hacer una revisión sistemática del tema en relación con el mundo moderno y la ciencia. Para entender el pecado original hay que situarlo donde lo puso Agustín. Él necesitaba explicar el origen del mal. No quería cargarlo en el debe de Dios, tampoco volver a las posiciones maniqueas de un principio exclusivo del mal. De ahí que la única opción es atribuirlo a la libertad humana. El mal entra en el mundo por el pecado del hombre que es el mal uso de su libertad. Si Agustín y la dogmática posterior se hubieran quedado aquí todo habría ido mejor, porque ese es el resultado de la Escritura con los términos estudiados de pecado de Adán y pecado del mundo. Pero, al explicar la postura, sobre todo en la crisis pelagiana, salieron posiciones que no tienen que ver con el problema central. Marcado Agustín por el pensamiento ‘científico’ de su época, sólo podía explicar cómo se propaga el pecado mediante el recurso a un padre original caído y la propagación sexual del pecado. En esto último, Agustín está preso de su propia experiencia con el sexo, una experiencia nada positiva según él mismo cuenta y que marcó la dogmática cristiana de los siglos venideros.
Queda la opción de entender el pecado original en el sentido de Santo Tomás, como pecado original originante y pecado original originado, para darle la vuelta a esta concepción. Pero, no es más que atascarse en el mismo problema una y otra vez. La verdadera solución es la que adopta Maldamé: situar el pecado original en el contexto de la salvación y de la gracia. La teología no tiene intención de buscar lo que sucedió con el primer homo sapiens, su intención es estudiar la relación del hombre con Dios. De ahí que la expresión ‘pecado original’ no sea un preámbulo de la doctrina de la salvación y de la gracia, sino un corolario a la plena revelación de la salvación realizada por Cristo. La vida que pasa de generación en generación está marcada por el mal y todo niño lo hereda; pero no es culpable, aunque está marcado por la herencia del pecado, que nada tiene que ver con la esencia del humano, sino con la acción llevada a cabo por los hombre a lo largo de su historia en el mundo. Por eso, más importante que el pecado es el perdón, por encima del pecado está la gracia, la salvación es el proyecto divino, no remediar un mal en el mundo.

Ed. San Esteban, Salamanca 2014, 15 x 21 cm.


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