sábado, 21 de diciembre de 2013

Teología. El saludo de Gabriel a María

EL SALUDO DE GABRIEL A MARÍA

«La llena de gracia/favorecida» (Lc 1,28)



Gabriel no anuncia el nacimiento de Jesús en el templo santo, ni en la ciudad sagrada de Jerusalén, ni a un sacerdote consagrado al Dios de Israel, como ha ocurrido con Juan el Bautista (Lc 1,9.12), sino a una joven por nombre María, que vive en una pequeña ciudad de Galilea, llamada Nazaret, y en su propia casa (1,26‑27). Del ámbito sagrado de Israel se pasa al espacio en el que cualquier persona lleva a cabo su proyecto vital.
Gabriel se dirige a una mujer, María, y no a un hombre, Zacarías; María vive en un pueblecito del norte de Palestina que, al decir de Natanael, no tiene buena fama ―«¿De Nazaret puede salir algo bueno?», Jn 1,46; cf. 7,52― y no se nombra en la historia sagrada de Israel, al contrario de Jerusalén, centro del culto y de las promesas divinas, lugar santo por antonomasia donde Zacarías recibe la noticia de su paternidad. María se presenta como desposada (Lc 1,27), pero la intencionalidad que subyace en todo el párrafo es su voluntad de permanecer virgen (1,34‑37), condición inusual en las costumbres de la época y excepción en los favores que Dios ha concedido a ciertas mujeres para ser madres. Los casos aducidos en la historia de Israel siempre se han dado a mujeres casadas y estériles, porque Dios es el que abre y cierra el seno materno (Gén 20,28; 29,31). Así se cuentan los casos de Sara (11,30), Rebeca (25,21), Raquel (29,31), Ana (1Sam 1,2.6) e Isabel (Lc 1,7).
Zacarías e Isabel son personas «justas a juicio de Dios y procedían sin falta, de acuerdo con los mandatos y preceptos del Señor» (1,6). Es una justicia fundada en un comportamiento de fidelidad a las leyes divinas con un marcado carácter ético. Zacarías e Isabel caminaban en la vida con una conducta irreprensible ante Dios y los hombres, como más tarde dirá el Evangelista de Simeón (2,25), de Jesús (23,47) y de José de Arimatea (23,50). De María no se sabe nada: ni del oficio, ni de la condición social, ni de la fidelidad religiosa. Nada existe en ella previo al encuentro con Dios que merezca la pena ser reseñado y sobre lo que se base Dios para hacerla madre de Jesús. Se resalta así que su función y su condición de ser madre virginal es una obra exclusiva de Dios. Parece que María nace y se hace con el mensaje de Gabriel.
En efecto. En el relato del anuncio del nacimiento de Jesús se da un diálogo con tres intervenciones del ángel y tres respuestas de María que intensifican progresivamente la escena por su compromiso con la propuesta divina. Se describe la figura de María en las respuestas: A la turbación e interrogación del saludo (1,29) sigue el cómo de la maternidad al no conocer varón (1,34) y termina con la disponibilidad a la voluntad divina: «Aquí tienes a la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra» (1,38). 
La clave de todo está en el saludo del ángel a María. Se expresa en estos términos: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (1,28). Se abre la visita con una invitación a la alegría. Chaire, además de significar el saludo convencional «salve», como de hecho lo usan Mateo (26,49; 27,29) y Marcos (15,18), Lucas le da una significación más intensa. Es la alegría que se solicita de Sión por la salvación que Dios le va a conceder en los tiempos finales: «¡Alégrate, ciudad de Sión; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital!» (Sof 3,14; cf. Jer 2,21‑23; Zac 9,9). Este júbilo se centra en María, porque a ella se encaminan las máximas aspiraciones de Israel. Y Lucas lo expande en los acontecimientos que adornan el nacimiento: Juan salta de gozo en el seno de Isabel (1,44); el mensaje de los ángeles a los pastores está transido por la dicha del nacimiento de Jesús (12,10), y María canta en la respuesta al saludo de Isabel: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios mi salvador» (1,46‑47).
María debe alegrarse porque está plena de gracia. Kejaritomene es el participio perfecto pasivo de charitóo. El verbo proviene de charis que significa amabilidad, benevolencia, gracia. Por otra parte, los verbos que terminan en óo indican el acto que incide en un objeto de tal forma que produce una alteración de las condiciones previas a la acción. En este caso, el cambio que se obra en María obedece a una acción de amabilidad, de benevolencia, de gracia de Dios. Para nada interviene María, porque la forma del verbo está en pasiva, como hemos dicho: Dios ya ha actuado cuando el ángel la visita. María ha sido transformada por la voluntad libre divina sin mediar mérito alguno o sin base previa a la relación que ya ha iniciado Dios con ella. Vendría a decir Gabriel a María: el Señor te ha favorecido, te ha agraciado, por tanto, te ha cambiado o transformado sin que participes, y para bien, porque el acto procede de Dios. Ocurre igual en el texto paralelo de Ef 1,6 en el que la gracia transforma a los cristianos (echarítosen hemás) por medio de Jesús, y no simplemente que Dios la regala sin más incidencia. Por consiguiente, la acción divina sobre María la hace santa, es decir, pasa a la propiedad de Dios al ser transformada por Él. Y la causa por la que Dios la transforma se dice en la propuesta que le hace Gabriel a continuación: ser la madre de su hijo (Lc 1,35).
Termina el saludo con una expresión conocida en el ámbito bíblico y que está en los relatos de vocación: «El Señor está contigo». Cuando el Señor encarga un misión especial, ofrece su compañía para animar a la persona y asegurar el éxito de lo encomendado, como pasa con Jacob para ser padre de una descendencia numerosa y poseer una tierra fértil (Gén 28,13‑22), con Moisés para guiar a su pueblo en la liberación de Egipto (Éx 3,12‑22), con Josué para conquistar la tierra prometida (Dt 31,23) y con Gedeón para salvar a los israelitas de los habitantes de Madián (Jue 6,1‑16). Así resulta con María. La transformación que Dios ha obrado en ella crea la base de la maternidad y del dar a luz al hijo del Altísimo (Lc 1,30‑33), y el que esto sea posible sin concurso de varón es gracias al Espíritu que vendrá sobre ella (1,35). Para ser madre virgen el Señor está con ella.

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35).

María sabe ya que es de Dios. Dos preguntas dan pie a explicitar su papel dentro del plan de salvación que Dios tiene preparado para la humanidad: Turbación emocional y racional inquisitiva: «Al oírlo [a Gabriel], ella se turbó y discurría qué saludo era aquel» (Lc 1,29), y posibilidad de ser madre: «¿Cómo sucederá eso si no convivo con un varón?» (1,34). Respondiendo a estas dos preguntas Gabriel le anuncia su misión.
La primera información dice de quién va a ser madre. Manifestada su pertenencia a Dios, «gozas del favor de Dios» (1,30), se le dice que será madre de un niño con todas las características mesiánicas atribuidas a la casa de David (cf. 1Sam 7,12‑16) y de clara procedencia divina, por ser «grande» (Sal 77,14) e «Hijo del Altísimo» (Gén 14,18‑20.22). María le pondrá el nombre Jesús y con la imposición del nombre viene la responsabilidad de hacerlo hombre. No termina su misión con la acción de parir, sino que, viviendo en el espacio y el tiempo, la labor encomendada debe llevarla a cabo hasta el final, es decir, hasta que Jesús sea una persona autónoma. Lucas lo recalca dos veces: «Jesús progresaba en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres» (2,40.52).
 La segunda comunicación de Gabriel solventa la objeción de María de no tener relaciones maritales. María pertenece a una familia normal del judaísmo al margen de las situaciones ascéticas y monásticas que, por ejemplo, se vivían en Qumrán (F. Josefo, La Guerra, 2,160, 288‑289). Ella comprueba un hecho: es aún virgen pues no ha llegado el tiempo de formalizar una familia con José al no haberse celebrado los esponsales. Como en los relatos de vocación citados antes, las objeciones clarifican más la misión y ratifican el origen divino de la misma. En el caso de Moisés, Dios estará en su boca y le enseñará lo que tiene que decir, porque no tiene facilidad de palabra, (Éx 4,10‑11); con Gedeón, el Señor le acompañará para derrotar a los madianitas, porque su familia es la más pequeña de la tribu de Manasés y él es el menor de su casa (Jue 6,15‑16). Dios confirma la acción sobre María en coherencia con el primer anuncio de la filiación divina de Jesús y se manifiesta todavía más que María es propiedad divina.  

El poder de Dios por el Espíritu

La concepción de Jesús no se producirá en su futura convivencia con José, sino por la acción del Espíritu Santo, que es el símbolo de la vida y fuerza de Dios: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te hará sombra; por eso, el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios» (Lc 1,35). El Espíritu se ha descrito como aliento de Dios para expresar su fuerza, o como una lluvia que empapa la tierra y una aspersión que moja por entero al hombre y le infunde la vida de Dios (Ez 36,25). Este Espíritu santo de Dios originará la renovación interior del hombre (37,14.) dando lugar a una nueva alianza o a una nueva situación del hombre ante Dios (Jer 31,31‑33;) y ante los demás hombres. He aquí la descripción de Is 32,15‑18: «Al fin será derramado desde arriba sobre nosotros el espíritu. Se hará la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua. Y habitará mi pueblo en albergue de paz, en moradas seguras y en posadas tranquilas».
El hacer sombra a María es la cobertura que da Dios en su relación de amor con María, que es el Espíritu. Por consiguiente, lo que provenga de Dios comporta las características de la santidad; en este caso Jesús expresa una relación intensa con Dios. De ahí que sea llamado Hijo de Dios, como en otros tiempos fueron llamados hijos los ángeles (Job 1,6), Israel (Éx 4,22), los jueces (Sal 58,2), los justos (Eclo 4,10) y el rey David (Sal 2,7).
El descenso del Espíritu sobre María hace presente su transformación personal por Dios con el objetivo de cumplir una tarea concreta dentro de la Historia de la Salvación. Lucas relata lo mismo en el Bautismo de Juan para Jesús y en el Cenáculo para los Doce.
Cuando Jesús fue bautizado por Juan «bajó sobre él el Espíritu Santo [...] y se oyó una voz del cielo: Tú eres mi hijo querido, mi predilecto» (3,22) para capacitarlo para la misión que iba a emprender con la predicación del Reinado en forma de siervo, es decir, como una persona obediente por entero a Dios: «Mirad a mi siervo a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu» (Is 42,1). Esta habilitación que le da el Espíritu a Jesús la proclama públicamente cuando visita la sinagoga de Nazaret y lee el párrafo del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres» (Lc 4,16‑21; Is 61,1‑2). A la aptitud que le da el Espíritu, se une la consagración que revela en la misión a la que ha sido enviado.
Cuando los Doce están reunidos el día de Pentecostés, la divinidad irrumpe sobre ellos con los símbolos del viento y del fuego. Entonces «aparecieron lenguas como de fuego, repartidas y posadas sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse» (Hech 2,1‑4). De nuevo se presenta el Espíritu para capacitar a los discípulos para proclamar lo que Dios ha obrado en Jesús y lo que supone para la salvación de todos. Como la misión de Jesús y de los Doce arranca de la donación del Espíritu, así sucede con María, cuya misión de maternidad virginal se funda en la donación del Espíritu, toda vez que ya ha sido transformada por Dios con su elección. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario