lunes, 21 de abril de 2014

II de Pascua (A): ¡Señor mío y Dios mío!

           II DOMINGO DE PASCUA (A)



               ¡Señor mío y Dios mío!


Evangelio según San Juan 20,19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto, entró Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: —Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado «el Mellizo», no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: —Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: —Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: —Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás: —Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: — ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: — ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

 
              1.- Dios. Los discípulos estaban encerrados por miedo a los judíos. Viven el tiempo muerto que hay entre su amarga experiencia de la muerte en cruz de Jesús y su manifestación gloriosa. Es entonces cuando se encuentran con Jesús, o mejor Jesús se encuentra con ellos, imponiéndose a su vista, a su corazón, a su mente. Es él mismo, pero no el mismo; no vive ni es de la misma forma que cuando predicaba el Reino con ellos en Galilea. Ahora Jesús traspasa paredes y les cuesta reconocerlo. Ante el miedo de los discípulos, Jesús infunde paz y les hace ver que sigue siendo su Maestro, su Profeta, pero ahora, al tener la vida divina y manifestarse lo que es en verdad, es su Señor.  Por eso no deben tener miedo ni a nadie ni a nada. Y prueba de ello, no es su trono glorioso, ni su poder celeste, ni su majestad divina, etc., etc., todo lo que ellos pensaban que rodeaba la gloria de Dios o formaba parte de su ser. La prueba que les da son las marcas de su extremo sufrimiento. Lo que le condujo su amor por ellos y por todos: morir en cruz. El dolor, pues, inevitable en la vida humana, expresión de su debilidad, egoísmo y soberbia, forma ya parte del mismo Hijo de Dios.



           
2.- El hombre. Como el Señor envía a Jesús (Jn 17,18) así les envía él a todos los pueblos de la tierra dándole su Espíritu. Con su relación de amor serán capaces de dar  también su vida por los demás y con las mismas actitudes suyas. Ahora, con su Espíritu, se transforman y viajan por todo el mundo para ofrecer la salvación de Dios centrada en Jesucristo. Y la salvación se transmite por la Palabra, una Palabra que está enraizada en una vida humana, para que todo el mundo la pueda comprender, se pueda identificar con ella y la pueda seguir. El perdón de nuestros pecados no proviene de profesar una filosofía, una ideología, o unos pensamientos buenos y bondadosos. La salvación que es capaz de enquistar y perdonar los pecados humanos proviene de las relaciones de amor que sepamos y podamos establecer con los demás según el modelo de las relaciones de paz y bien que mantuvo Jesús en la vida. Ya tenemos un objetivo: el bien de los demás; un medio: todo lo que sirva para hacerles el bien, para alcanzar su dignidad; un poder: el amor que deposita el Espíritu en nuestros corazones.


           
3.- La comunidad. Jesús le da la paz y ellos se llenaron de alegría al encontrarse de nuevo con él. Pero Tomás al no estar en el encuentro, aún anda en tinieblas. Y los demás, poseídos por la fe pascual, por el Jesús resucitado, repiten el estribillo del día de Pascua: «Hemos visto al Señor». Pero Tomás responde que Jesús debe adaptarse a sus exigencias racionales: debe comprobar que, efectivamente, está vivo, pero vivo como él lo conoció y convivió, como Pedro busca pruebas en la tumba vacía, o María se abraza al Resucitado como si fuera su Jesús antes de morir. Jesús, la Palabra encarnada, la Palabra hecha hombre, cede a las exigencias de Tomás, e inicia de nuevo con él el camino de las pruebas racionales a la fe pascual, de las pruebas de los sentidos a la fe que capta su dimensión filial divina. Unas pruebas que no son ya el compartir alegre la misión en Galilea, sino las señales que deja el dolor. Y pasa a la fe Pascual como don del Señor. Y el Señor indica la bienaventuranza de todos nosotros que sin haber creemos visto al Señor. Hemos aprendido en la familia, en la comunidad eclesial o religiosa que la vida de Jesús empieza en Belén y termina en el Gólgota; se nos ha enseñado en las catequesis y con el ejemplo de nuestros padres y tantos maestros que la vida es paz, perdón, reconciliación, trabajo, cuidado de los demás, salir de sí y ver las necesidades del prójimo. La vida no es sólo poder o imposiciones que originan situaciones de auténticos esclavos, u orgullos fatuos que cubren existencias superficiales y vanas que siguen los dictados de la moda al uso; actitudes que sólo alcanzan una temporada y siempre tienen que empezar de nuevo. La vida, al final, es la de quien es capaz de pronunciar: ¡Señor mío y Dios mío!, como camino de fe y de amor. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario