El Espíritu Santo
IV
La vida según el Espíritu
La
acción del Espíritu en la comunidad cristiana y en cada bautizado confiere una
vida nueva al constituirse en su «templo»: «¿No sabéis que sois templo de Dios
y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguien destruye el templo de
Dios, Dios lo destruirá, porque el templo de Dios, que sois vosotros, es
sagrado» (1Cor 3,16-17). Esto lleva consigo que ya no nos pertenecemos a
nosotros mismos, sino a Dios según la imagen de su hijo Jesucristo: «...
consideraos muertos al pecado y vivos para Dios con Cristo Jesús» (Rom 6,11)»;
o como Pablo dice de sí mismo: «... y ya no vivo yo, sino que vive Cristo en
mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me
amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Nace un nuevo sentido de vida que deriva en actitudes y actos que expresan el
amor de Dios manifestado en Cristo y realizado en nosotros por el Espíritu. El
Espíritu es quien inicia y desarrolla la vida nueva del cristiano consagrado a
Dios por el Bautismo. Vivir según el Espíritu (cf. Gál 5,16), caminar según el
Espíritu (cf. Gál 5,25) es abrir la vida humana al amor, una historia diferente
a la del poder, la vanidad y la facilidad de la existencia que le ofreció
Satanás a Jesús (cf. Mt 4,1-11; Lc 4,1-13).
El
concilio Vaticano II lo expresa así: «Cuando el Hijo terminó la obra que el
Padre le encargó realizar en la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu
Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia y
de esta manera los creyentes pudieran ir al Padre a través de Cristo en el
mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). Él es el Espíritu de vida, la fuente de agua que
mana para la vida eterna (cf. Jn 10,1.14; 7,38.39). Por Él, el Padre da la vida
a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo sus cuerpos
mortales (cf. Rom 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones
de los creyentes como en un templo (cf. 1Cor 3,16; 6,19), ora en ellos y da
testimonio de que son hijos adoptivos (cf. Gál 4,6; Rom 8,15-16.26). Él conduce
la Iglesia a la verdad total (cf. Jn 16,13), la une en la comunión y el
servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y
la adorna con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1Cor 12,4; Gál 5,22)» (Lumen gentium
4).
En
la nueva etapa inaugurada por el don del Espíritu (cf. Hech 2,1-4) se
establecen nuevos parámetros para el seguimiento de Jesús y pertenencia a las
nuevas comunidades. Se trata de la participación de la filiación divina que el
Hijo nos ha ofrecido en su vida y ministerio en Palestina y que el Espíritu
hace posible en la historia humana.
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