domingo, 15 de febrero de 2015

Francisco de Asís: La enfermedad y la muerte


                                                     Francisco de Asís y su mensaje


                                                                 XV

          El hombre imagen de Dios y de Cristo

           
La enfermedad y la muerte. La muerte responde al ser natural del hombre. Con ella termina biológicamente la vida y, a la vez, su ser individual y relación social. Pero casi todas las culturas muestran el deseo de inmortalidad que anida en la humanidad. Ésta rompe el impulso instintivo que tienen los animales, obedeciendo a su código genético: nacer, crecer, reproducirse y morir. Cuando la teología afronta el mayor misterio de la naturaleza, indica que es algo extraño a la criatura creada por Dios, y Dios interviene, no sólo para rehacer la naturaleza contingente y finita, sino también para superar las condiciones que la provocan: el mal y el pecado. Y Dios lo hace asumiendo la vida humana por la encarnación de su Hijo, que muere como toda criatura. Y vence a la muerte al ser resucitado por Dios, como primicia de todos los que creen en él.
           
La muerte tiene sus precedentes en la enfermedad; con ella los hombres experimentan la presencia anticipada del fin de la vida y la labilidad de la naturaleza, tanto física, como psíquica y espiritual. Francisco sufre la enfermedad desde el principio de su vida: es un ser naturalmente débil (cf. LP 2.76); su existencia está surcada por enfermedades de todo tipo (cf. 1Cel 3.52.105 TC 6; LP 37). Y comprende la maldad de la enfermedad en los leprosos, porque forman la imagen de la muerte en la sociedad. De ahí su rechazo (cf. Test 2; 2Cel 9). Francisco une su sufrimiento a Jesús crucificado; aquí encuentra su sentido, tanto en su referencia al amor, como a la maldad humana (cf. 1Cel 71; LM 9,3; 2Cel 10.210; TC 14). Lucha contra la enfermedad y la muerte con dos perspectivas que aparecen en los Evangelios: cuidar a los enfermos para que recuperen la salud y ofrecer, a la vez, modelos para el sufrimiento, y la fe en una creación que, por salir de las manos de Dios, está bien hecha, y no tiene por qué estropearla ni la enfermedad ni la muerte.
           
En la primera Regla escribe: «Si alguno de los hermanos cayere en enfermedad, dondequiera que estuviere, los otros hermanos no lo abandonen, sino que se designe a uno de los hermanos o más, si fuere necesario, que le sirvan, como querrían ellos ser servidos» (RegNB 10,1; cf. RegB 6,9). Y la única causa que establece para poder usar dinero es para cuidar a los enfermos (RegNB 8,3.7), aunque, más tarde, en la Regla Bulada son los bienhechores los que corren con los gastos originados por ellos (cf. RegB 4,2). Y manda que los hermanos vayan a cuidar a los leprosos (cf RegNB 8,10; 9,2; 1Cel 39) —es la primera prueba de su seguimiento de Jesús (cf. 1Cel 17)—, ya que ellos, como todo enfermo, representan a Cristo (cf. 2Cel 85; LM 1,6; 8,5). Junto a esto, Francisco da unas pautas de comportamiento que responden a la experiencia de Jesús: el dolor debe alojarse en el amor, y el amor es el que capacita al enfermo para vivir la enfermedad con paciencia y serenidad. No hay razón para turbarse (cf. RegNB 10,4), pues la vida no termina; y la muerte, en la que tantas veces desemboca la enfermedad, es un paso al encuentro definitivo con Dios, encuentro que se inicia en esta existencia, siendo el dolor una experiencia que intensifica su presencia si se une a los dolores de Jesús en el calvario (cf. Adm 5-6; RegB 10,9; LP 83).
           
La segunda perspectiva proviene de su experiencia de fe en el Creador que impregna de su bondad a la creación y a la vida humana. Francisco sufre un ataque de tracoma y se retira al convento de San Damián, donde está Clara de Asís con sus hermanas (cf. 1Cel 98). Era tal el dolor y la molestia, que ni soporta la luz del día ni la del fuego por la noche. Lo ocultan en una celda oscura, aislado, donde sufre fuertes dolores, además de la presencia, por el olor de la sangre de las llagas, de «tantos ratones en la casa y en la celdilla donde yace que con sus correrías encima de él y a su derredor no le dejan dormir» (LP 83). Cuando la naturaleza se le vuelve en contra y sus hermanos brillan por su ausencia, destruida su naturaleza y solo, Francisco «se centró, se concentró un momento y empezó a decir: Altísimo, Omnipotente, y buen Señor [...] Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano Sol, el cual es día y alúmbrasnos por él [...] Loado seas, mi Señor, por el hermano Fuego, por el cual iluminas la noche, y él es bello y jocundo y robusto y fuerte» (Ibíd.; Cántico 1.3.8). Francisco revalida su fe en el Creador, como Jesús cuando está en la cruz y pone su vida en las manos de Dios (cf. Lc 23,46). Aunque la naturaleza le golpee con tanta fuerza, no le hace perder la fe en Aquél que la ha creado buena y bella; no porque personalmente sienta el mal, abjura del bien que lo impregna todo. Y lo mismo le sucede con la muerte. Porque la naturaleza cierre su ciclo biológico y muera, no por eso está mal confeccionada; así ha salido de las manos de Dios; por eso sigue cantando: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar» (Ibíd., 12; cf. 2 Cel 217; LP 100). Llamar a la muerte hermana no procede de que ella posibilita el tránsito a la eternidad de Dios, que también, sino de aceptar al hombre como es: una criatura que está creada a imagen y semejanza de Dios y gracias a que Jesús es su hermano, es, además y sobre todo, hija de Dios.

            Ningún mal, subjetivo u objetivo, puede nublar el amor de Francisco a la vida y a la belleza de todo cuanto existe. Por eso lucha por recuperar a los enfermos de sus enfermedades, a los pobres de sus carencias, y aceptar la muerte como una experiencia natural de nuestra hechura de criaturas al salir de un Dios bueno y Padre de todo cuanto existe (cf. RegNB 9,2). 

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