sábado, 2 de enero de 2016

Palabra que ilumina. II Domingo de Navidad (C)

                                                 II DOMINGO DE NAVIDAD (C)


                                                          «Y la Palabra se hizo carne»

Lectura del santo Evangelio según San Juan 1,1-18.
En el principio ya existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo,
y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no la recibió.
[…]
La Palabra era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre.
Al mundo vino y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a su casa,
y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron,
les da poder para ser hijos de Dios,
si creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal,
ni de amor humano,
sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne,
y acampó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.


            

               
1.- Volvemos de nuevo al convencimiento de las comunidades cristianas, cada vez más fuerte, sobre la relación íntima e intensa entre Jesús y Dios, concretada en la relación filial. Jesús es el Hijo de Dios en la cruz y resurrección, Hijo de Dios en el bautismo previo a su actividad de la proclamación del Reino; Hijo de Dios en el nacimiento y concepción; Hijo de Dios antes de cualquier realidad existente. Hay una relación íntima y permanente entre la Palabra y Dios, que en la historia humana se da entre el Hijo unigénito y el Padre. Comprende esta etapa tres acciones fundamentales para la vida creada. En primer lugar, Dios crea por ella: «Todo existió por medio de ella y sin ella nada existió de cuanto existe», de forma que Dios es conocido en la historia por medio de la Palabra. Dios origina la vida por medio de la Palabra y esta vida es la fuente de la luz que ilumina a los hombres para separarlos del mal, es decir, para salvarlos. Se invita a los hombres a caminar bajo la influencia de la luz que descubre la vida, y a salir de las tinieblas, porque adviene la luz en una historia ambigua y conflictiva: «La luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron».

2.- En segundo lugar, la presencia de la Palabra que ilumina, tanto al mundo que se crea por medio de ella, como al hombre que se salva por medio de ella, se acerca a la historia: «La luz verdadera que ilumina a todo hombre está viniendo al mundo». Anunciada la encarnación de la Palabra, ahora se pone en movimiento para dejarse ver. Y resulta que se encuentra también con un rechazo doble: «... el mundo no la reconoció [...] y los suyos no la acogieron». Ni todos los judíos, «los suyos», ni todos los paganos, «los demás», logran comprender y recibir la presencia de Dios en Israel y en el mundo, mundo que se entiende como creación: el ámbito que abarca la Palabra y el espacio que inunda el mal. Pero no es unánime tal desconocimiento y rechazo. En la vida del escritor sagrado se da testimonio de la Palabra porque hay una porción del pueblo que la admite como tal: «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios: a los que creen en él». Recibir es creer, y creer conduce a la filiación divina cuyo origen está en Dios, que no en la relación humana. El «nacer de nuevo» es un proceso que arranca de Dios y pone en movimiento las semillas divinas que están en el corazón humano para que se le reconozca y acepte en el ámbito del Reino.

3.- En tercer lugar, se muestra en la historia lo que ha venido anunciándose: «La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». La comunión íntima y máxima entre Dios y la Palabra se revela al mundo, y su gloria se hace visible a los creyentes como en otros tiempos el Señor se manifiesta a Israel. La revelación de Dios ahora está en el «Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad». Lo que se puede ver de Dios no es la gloria que el Hijo tenía con el Padre antes del tiempo, ni a Dios todo y totalmente, sino la gloria que se muestra para el creyente en la historia del «Hijo único del Padre», un don de Dios que la comunidad cristiana comprueba que es verdad.
La revelación de Dios, por consiguiente, hace posible que participemos de su plenitud por medio de Jesucristo. Si antes Dios se da a conocer por la Ley promulgada por Moisés, ahora lo hace de una forma mucho más perfecta y más verdadera: por la historia de Jesús. Jesucristo, el Hijo único, es la encarnación de la Palabra; es un don o acción gratuita de Dios servida a los hombres; es una participación de la plenitud divina ofrecida a los creyentes y que, a continuación, se desarrolla a lo largo del Evangelio con el relato de las palabras y obras de Jesús: «Nadie ha visto jamás a Dios: El Hijo único, que está vuelto hacia el Padre, lo ha explicado». Para certificar esta historia y que no existan equívocos ante la importancia y trascendencia de la obra de Juan Bautista, él solamente es el que precede a la encarnación de la Palabra, la anuncia y es testigo de este acontecimiento para que se crea en ella.


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