domingo, 20 de septiembre de 2015

Francisco de Asís. XXII. El camino de la filiación personal


                                        Francisco de Asís y su mensaje


                                                               XXII

                                                   El camino de la filiación personal


            c. El Espíritu. El proceso humano de desligarse del mal y caminar a la luz del amor, de configurarse con la persona y misión de Jesús, se hace en el Espíritu, que habita en la interioridad humana (cf. Rom 8,9-11). Él une al creyente en Cristo dándole la identidad de hijo de Dios (cf. Rom 8,14-16) y la posibilidad para serlo, pues grava en el corazón la ley de Cristo (cf. Gál 6,2; 1Cor 9,21), que no es otra sino el amor (cf. Gál 5,6.14), el amor de Dios (cf. Rom 5,5), y todos los valores que se derraman de él: «gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio» (Gál 5,22; Ef 5,9). Por eso, el Espíritu es el que reúne a los cristianos concediéndoles la paz (cf. Gál 5,21) y la libertad (cf. Gál 5,18), y también los incorpora al cuerpo glorioso, resucitado del Señor (cf. 1Cor 6,17), dispensándoles la vida eterna (cf. Gál 6,8).

           
Con la experiencia del Espíritu de «Cristo» o del «Señor» (cf. Rom 8,9; 2Cor 3,17), que actúa la vida nueva, Pablo parte de este principio: «Por eso doblo la rodilla ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en cielo y tierra, para que os conceda por la riqueza de su gloria fortaleceros internamente con el Espíritu, que por la fe resida Cristo en vuestro corazón, que esteis arraigados y cimentados en el amor, de modo que logréis compre
nder, junto con todos los consagrados, la anchura y longitud y altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento. Así os llenaréis del todo de la plenitud de Dios» (Ef 3,14-19; cf. 1,15-21). Esto lo desarrolla en tres etapas: abandono de la existencia fundada en el poder gracias a la fe y al amor de Cristo y a Cristo, muerto y resucitado; Cristo crea el sentido y el centro de la vida porque vehicula la salvación de Dios; y la configuración con él, que se hace gracias al Espíritu, inicia la salvación en esta vida y termina en la futura de resurrección.


            Pablo lo resume en un párrafo de su carta dirigida a los cristianos de Filipos: «Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él. No contando con una justicia mía basada en la ley, sino en la fe de Cristo, la justicia que Dios concede al que cree. ¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de la muerte» (Flp 3,8-11). El conocimiento de Cristo se entiende como una relación personal, como una revelación personal: quien elige es Dios por medio de Cristo, quien obedece es el hombre; y la comunión con Cristo conduce a reconocer su «señorío» en orden a la salvación. Si esto es así, es lógico que dé por perdida toda su fe anterior en la justicia de la ley, en la autosuficiencia que lleva pareja una vida dirigida según las tradiciones emanadas de la ley. Pablo desea que Dios le encuentre en Cristo al final de sus días y, además, los cristianos le encuentren en Cristo en la vida presente para aprender a caminar en la vida «nueva» que él ofrece. Y para ello no existe problema alguno, ya que para llevar a cabo la vida «nueva» Dios ha conferido su potencia de gracia, su relación de amor, a Cristo con la Resurrección. Así es posible superar todas las situaciones de la vida provenientes del hombre «viejo», de la debilidad humana (cf. 2Cor 12,9-10), que impiden caminar en la senda del Señor (cf. Flp 1,21). La comunión con Cristo lleva aparejada, por una lado, la participación en sus sufrimientos, en su cruz en la que quedan fijados todos los males de esta vida y que Pablo los considera muertos en la muerte de Jesús, impotentes para significar algo en la vida «nueva» (cf. Rom 6,6; 8,3; Gál 2,19; 2Cor 4,10); y la comunión con Cristo, por otro lado, entraña la pertenencia a la vida de resurrección que alcanzará a todo su esplendor en la plenitud de los tiempos.  

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