Credos Cristianos
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Martínez Fresneda, Francisco, El
Credo Apostólico. Por Cristo, con Cristo y en Cristo. San Pablo, Madrid
2011, 391 pp., 134,5 x 21 cm.
El Credo es un breve
compendio de las creencias fundamentales que el cristiano profesa en toda época y lugar. Se trata de un esfuerzo realizado
por la Iglesia cristiana en sus primeros tiempos para reunir los artículos de
la fe más fundamentales de la Escritura, de los textos litúrgicos,
catequéticos, etc. Una de las finalidades del Credo era unificar criterios,
debido a la preocupación, sobre todo durante el siglo III, que causaban algunas afirmaciones sobre
la fe que desvirtuaban esencialmente la revelación transmitida por Jesús y
continuada por la comunidad apostólica. Por consiguiente, el Credo es un resumen
de la fe que difunde los contenidos creyentes que deben afirmar todos los
cristianos (cf. 1Tim 4,6; 3,9; Ef 4,5); es la señal que distingue a los
cristianos de los que profesan otros credos. Además siempre ha tenido la
función de ser un punto de referencia para la teología o teologías que han
adaptado las verdades evangélicas a cada generación.
El Credo no se encuentra escrito de manera literal en la Escritura. Se
trata de un sumario fundado en algunas tradiciones de la vida y hechos de Jesús
incluidos en los cuatro Evangelios, así como en los demás escritos del NT Cla mayoría de éstos de la segunda mitad
del siglo I. Así tenemos las afirmaciones sobre Dios Padre (Mt 11,25; Hech
17,24-31), la concepción y el anuncio del nacimiento de Jesús (Mt 1; Lc 1-2);
la pasión, muerte y resurrección (Mc 14-16par), etc.
Siempre se ha tenido la sensación de que la tradición de la fe
apostólica parte de lo que sostiene la carta a los Hebreos: «Muchas veces y de
muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los
Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien
instituyó heredero de todo y por quien también hizo el universo» (Heb 1,1-2),
afirmación que se ha retenido como algo inamovible: «Queridos, tenía yo mucho
empeño en escribiros acerca de nuestra común salvación, y me he visto en la
necesidad de hacerlo para exhortaros a combatir por la fe que ha sido
transmitida a los santos de una vez para siempre» (Jud 3; cf. 1Cor 11,2; 1Tes
2,15; 1Tim 6,20). De esta manera el Credo responde a lo que afirma la carta a
los Efesios: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos
de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas. Y la piedra angular es Cristo mismo, en quien toda
edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en
quien también vosotros con ellos estáis siendo edificados para ser morada de
Dios mediante el Espíritu» (Ef 2,29-22; cf. Mt 23,34; 10,41; Hech 11,27).
El Credo de los Apóstoles
proviene de un Símbolo bautismal de la iglesia de Roma (DH 30), que es ampliado
por los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), llamado éste
Niceno-Constantinopolitano (DH 150). Está dividido en doce artículos que la
tradición atribuye a los Doce Apóstoles o discípulos que eligió Jesús para
tenerlos junto a él en su ministerio en Palestina. Sin embargo, la lógica
interna del Símbolo es la profesión de fe en la Trinidad según las últimas
palabras que dirige Jesús a sus discípulos antes de ascender a la gloria del
Padre: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19; cf. Didajé 7,1.3)
y que en la Historia de Salvación forman el centro de la creación, redención y
salvación. No obstante la clara división del Credo según las tres Personas de la Trinidad, se enfoca de una
manera cristológica, ya que la revelación cristiana y, por tanto el Credo, parte de la historia y doctrina
de Jesús. Cada artículo se estudia en su contexto bíblico, dogmático y actualidad
de la experiencia creyente. Se sigue la forma occidental del Símbolo Apostólico
(DH 30) (Collantes 281; Kelly 47-58) y el autor utiliza en varias ocasiones los
textos que ha publicado con anterioridad: Jesús de Nazaret (Espigas,
Murcia 20123) y Jesús, hijo y hermano (Paulinas, Madrid 2010).
2
Martínez Lozano, Enrique, ¿Qué decimos cuando decimos el Credo? Una
lectura no-dual. Desclée de Brouwer, Bilbao 2012, 148 pp., 15 x 21 cm.
Es cierto lo que dice
el autor sobre la dificultad que tienen los cristianos de entender el Credo, porque
no se comprenden las personas que pertenecen a paradigmas mentales diferentes,
y más aún cuando el Credo se escribió en un paradigma que no existe en la
actualidad. Esta realidad nos cierra el acceso al conocimiento de la doctrina
fundamental cristiana. A esto se une las transformaciones habidas en el nivel
de la conciencia y en el modelo de cognición. «Si solemos designar los paradigmas más recientes como premoderno,
moderno y posmoderno, los niveles de conciencia suelen clasificarse como
arcaico, mágico, mítico, racional y transpersonal […] Por lo que se refiere a
los modelos de cognición, se distinguen fundamentalmente dos: el modelo
dual (mental, egoico, cartesiano) y el
no-dual (transmental, transegoico)» (13). El modelo dual supone la relación
sujeto/objeto, que en el universo cultural occidental se ha fundado y se funda
en la individualidad y en la razón. El modelo
no-dual es previo a la racionalidad como la conciencia transpersonal
trasciende la mente y el yo. En un nivel profundo todo está relacionado; nada
hay separado de la mente. La realidad es un despliegue del Misterio con lo que
todo está bien dispuesto. Por eso no es tan fácil explicarlo por medio de la
lógica occidental. Y de ahí que Dios no se presente como un objeto ante la
mente. Desde esta perspectiva parte el autor para formular el Credo Apostólico.
Creer es una vida (cf. Jn 10,10) que es
servicio (cf. Lc 10,30), pues la base de la fe no está en la doctrina, sino en
una praxis compasiva activa y eficaz (27). Fe es confianza que expresa la
presencia de Dios en la interioridad humana. Creer en Dios es dar vida a Lo que es y hace ser, como una Mismidad de todo
lo que es, o el núcleo último de todo lo real. Creer en Dios Padre es una invitación al Silencio, a
la Unidad, al Gozo, al Amor, a la Paz y a la Compasión (42). Dios Padre es Todopoderoso «como poder intrínseco de
lo real, como Dinamismo que todo lo sostiene y conduce» (46) y crea de una
forma permanente «en el Principio ―Ahora, en el Presente atemporal―, todo sin
excepción está naciendo de Dios y muestra a Dios» (53).
Jesús es expresión
de Dios, es la Identidad que compartimos todos los seres, pues las diferencias
ocurren en el nivel de las formas, o la identidad relativa (cf. Jn 10,30; 8,58).
Jesús es el hombre que vive tan identificado con el Misterio (Abbá; Padre) que estaba viniendo ―naciendo―
permanentemente en él; por eso la Encarnación es el reconocimiento, la
expresión de la Unidad divino-humana de toda la realidad, porque, como Jesús,
todos estamos ya en él y viviendo en él. Todos nosotros somos su encarnación
(77). Jesús murió en la cruz como denuncia de todos los inocentes que ha matado
el poder inhumano, político y religioso; lo que entraña el compromiso de una
compasión solidaria con ellos. La cruz se complementa con la resurrección para
afirmar que la vida no muere, lo que origina la esperanza. Sabemos que hay
sufrimientos evitables; otros inevitables y otros que provienen del amor fiel y
entregado, que inutiliza el yo como soporte humano de la vida. Jesús resucitado
ocupa todo lo real y relaciona todo cuanto existe: los vivos y los difuntos.
Resurrección es un paso, un despertar a nuestra verdadera identidad en la que
compartimos también el trono de Dios (Ascensión).
El Espíritu, a diferencia
del Padre y del Hijo, es una realidad indecible e inexpresable. Pero cuando
decimos Espíritu formulamos el Dinamismo de vida. Si el creyente se distancia
de su yo, entonces es posible que escuchemos al Espíritu y su obrar en nuestra
vida. Por eso «celebrar el Espíritu es celebrar la Fuente última, la Identidad
definitiva» (104). La Iglesia es el lugar en la que se deja actuar el Espíritu,
pues ella nace y depende de Él (cf. Hech 2,1-13). Es cierto que Lucas
cristianiza la fiesta judía de Pentecostés, a diferencia de Juan que coloca la
efusión del Espíritu en la muerte de Cristo o en la Resurrección (Jn 19,30;
20,22). Ella es Una en cuanto es la unidad de todo; Santa, porque ha nacido de
Dios que inunda de santidad todo lo real; apostólica, porque todo el pueblo es
apostólico; católica porque se sabe dentro de un movimiento universal creado
por el Espíritu y no cierra las puertas a nadie (106). Es en ella donde se da
el bautismo, el perdón y la esperanza de la resurrección, resurrección de
nuestra verdadera identidad, que no yo, y que supera las formas. El autor
termina con unas bellas páginas sobre la espiritualidad cristiana y la
formulación de su propio Credo desde la perspectiva no-dual (136-139).
3
Uríbarri, Gabino (ed.), El
corazón de la fe. Breve explicación del credo. Sal Terrae, Santander 2013,
125 pp., 14,5 x 21,5 cm.
El Credo Apostólico se expone de una
manera breve, sencilla y con precisión
teológica en cuatro capítulos dedicados a la fe, a Dios, al Hijo y al
Espíritu/Iglesia. La fe entendida como vuelta de los ojos al Señor, que
arrastra la propia vida, la conversión, la expone Pedro Rodríguez Panizo. Ángel
Cordovilla trata el primero y principal artículo de la fe, según escribe Ireneo
de Lyón. Dios Padre y Creador confiesa el cristiano uniendo la fe del AT y del
NT. La relación de Dios con el mundo ofrece la confianza de que el hombre puede
dialogar con el Señor en el contexto en el que ha sido colocado, que es bueno.
Dios crea por bondad y está «en el origen del mundo como único principio, [por
eso] será el único final» (39). Pero Dios se entiende como una persona viva,
que se relaciona en cuanto ama y da sentido a todo el universo y a los seres
que lo componen. A pesar de la trascendencia divina y el misterio que lo
envuelve, Dios es el Padre de Jesús (Abba), el que ha elegido gratuitamente a
su pueblo y él experimenta de una forma
íntima y al que debe plena obediencia. Dios es el que resucita a Jesús de entre
los muertos y el que cierra la historia humana y la misma creación por la
presencia permanente de su Espíritu. «No confesamos un artículo del Credo, sino
que nos es entregado; y asumimos el Símbolo de la fe en su integridad, en su
unidad, que a su vez nos vincula y nos une en la comunidad eclesial» (60).
G. Uríbarri compone la fe en Jesucristo, que la trata no
de una forma lineal o genética, sino simultánea, como aparece en los escritos
del NT y que conformarán la fe cristológica del Credo. Con la predicación de la
muerte y resurrección de Jesucristo se transmite su vida, una vida que tuvo una
incidencia máxima en los discípulos que le siguieron desde el principio (Dunn,
66). Los discursos de Pedro en los Hechos resumen el primer kerigma cristiano:
Bautismo como posesión del Espíritu, anuncio del Reino, pasión y muerte,
resurrección, mesías crucificado y juez. Esos aspectos de la vida de Jesús, y
que de alguna manera contienen los credos cristianos, no intentan reproducir
las biografías teológicas y creyentes, que son los Evangelios, sino resumir su vida y significado en una
profesión de fe, de forma muy breve. Los títulos cristológicos, sobre todo
Mesías/Cristo, Señor e Hijo de Dios también son afirmaciones que intentan
ahondar en la identidad de Jesús desde su biografía personal. A continuación, siguiendo también a Dunn,
enseña la devoción y el culto dado a Jesús, pues participa de la gloria y
señorío de Dios al estar sentado a su derecha.
Por último se reseñan los himnos cristológicos desarrollados en la
liturgia cristiana. En definitiva, el Credo articula la identidad de Jesús
(títulos), describe su acción desde la encarnación y resurrección, y presenta su situación actual: sentado a la
derecha del Padre.
Cuando confesamos la fe en el
Espíritu expresamos la relación de amor entre el Padre y el Hijo y de ellos con
las criaturas. Pero también decimos su misterio, su persona y su divinidad
(108), y su divinidad por ser el agente de la salvación que Dios ha obrado por
medio de su Hijo. El Concilio de Constantinopla, celebrado en el año 381 ante
la simple afirmación del de Nicea junto al Padre y al Hijo, quien define su persona (relación) divina. El
Espíritu es también creador en el aspecto «de poner de relieve que sólo Él nos revela el último sentido de lo Creado y
por qué a Él le es asignada la tarea de renovarlo todo en la Nueva Creación»
(102). Es el vínculo de la unidad entre Dios y sus criaturas y de todo cuanto
existe; es el que habita en nuestra vida, con la que nos da una nueva
identidad: el hombre nuevo paulino; es el que santifica, porque por los
sacramentos relaciona a los creyentes con el Señor; el que concede la libertad
y es testigo y revelador de la verdad : «…arraigados y cimentados en el amor,
seamos capaces de captar, con todo el pueblo santo, cuál es la anchura, la largura
y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento […]
para recibir la total plenitud de Dios» (Ef 3,17-19; 113). El Espíritu es el
que consuma el acto creador de Dios y cooperador del hombre, transformando la
historia de bien y mal humana en un suspiro inefable de esperanza, al decir
paulino (Rom 8,26).
Y el Espíritu está en la Iglesia,
dentro de la Iglesia. Es el espacio donde se relaciona; donde existe y vive,
donde hace presente la vida y la acción salvadora de Jesucristo (San Hipólito);
o como afirma Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está el Espíritu; y donde
está el Espíritu de Dios, ahí está la Iglesia y toda gracia, ya que el Espíritu
es la verdad» (118-119). El Credo afirma expresamente para la Trinidad: creo en; sin embargo confiesa: creo la
Iglesia, para subrayar la diferencia que se da entre Dios y la institución
donde reside, que no es Dios. «»Es decir, que el acto de entrega absoluta, de
abandono radical de la propia existencia, sólo es posible hacerlo en Dios. Nosotros
no creemos ni podemos creer (es decir, no podemos tener fe) más que en Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la Iglesia
es donde actúa el Espíritu el perdón y su unidad para que responda al
origen de la Salvación y su revelador: Dios Padre e Hijo.
4
Benedicto XVI (Joseph
Ratzinger), El credo, hoy. Sal
Terrae, Santander 2012, 262 pp., 13,2 x 20 cm.
H. Zaborowski y A. Letzkus han recogido una serie de artículos y
conferencias dadas por J. Ratzinguer desde 1971 sobre los artículos que
recorren el Credo cristiano (259-262), y han compuesto este texto, editado en Freiburg
en el año 2006. Con ocasión del Año de la fe ha sido un acierto su traducción
al castellano. En el Epílogo, H.
Zaborowski resume muy bien el sentido del pensamiento teológico de Ratzinger.
Éste no es un intelectual preocupado exclusivamente por la precisión de sus
ideas: «Lo que tal vez más caracteriza a Benedicto XVI no son necesariamente
tales temas [artículos del Credo], sino la manera en que se aproxima a ellos,
en que los hace suyos; a saber, con las actitudes de recibir y conservar,
mediar y reflexionar, seguir y dar testimonio. Podemos formularlo de forma aún
más aguda: en un seguimiento que él siempre entiende también como mediación y
conservación» (252). En efecto, la fe cristiana no es una ideología, sino algo
que se nos ha regalado y que el creyente debe conservar. Y se conserva la
experiencia de fe en la Trinidad dentro de la comunión de la comunidad
cristiana. Pero el cristiano debe también comprender su fe. No es un
fundamentalista que recita asertos religiosos al margen de la razón, pues el
cristiano está inserto en el mundo y debe dar razón de su esperanza. Y a ello
se debe añadir la práctica de la fe, pues ella se expresa en la caridad, al
decir de Pablo y Santiago. Pero la
práctica no se reduce al amor al prójimo y a los enemigos, un amor libre y gratuito,
como el que procede del Señor, sino también en los actos litúrgicos de la
comunidad cristiana: «Por eso, Ratzinger insiste también con frecuencia en que
los elementos místicos del cristianismo deben recobrar fuerza y en que los
cristianos hemos de volvernos de nuevo con mayor decisión hacia el misterio de
Dios, para poder vivir y configurar nuestro seguimiento desde ese misterio,
desde el encuentro con Dios […] La filosofía y la teología no son para él,
fines en sí, sino que se hallan ordenadas a algo del todo sencillo, que se
manifiesta ya, por ejemplo, en la vida de los santos: una radical orientación a
Dios y a la plenitud de los tiempos» (257).
(Seguiremos)