sábado, 16 de noviembre de 2013

Credos Cristianos

Ofrecemos un pequeño comentario a varias exposiciones sobre la fe cristiana, -Credo- aparecidos en España. 

                   Credos Cristianos

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Martínez Fresneda, Francisco,  El Credo Apostólico. Por Cristo, con Cristo y en Cristo. San Pablo, Madrid 2011, 391 pp., 134,5 x 21 cm.

El Credo es un breve compendio de las creencias fundamentales que el cristiano profesa en toda época y lugar. Se trata de un esfuerzo realizado por la Iglesia cristiana en sus primeros tiempos para reunir los artículos de la fe más fundamentales de la Escritura, de los textos litúrgicos, catequéticos, etc. Una de las finalidades del Credo era unificar criterios, debido a la preocupación, sobre todo durante el siglo III, que causaban algunas afirmaciones sobre la fe que desvirtuaban esencialmente la revelación transmitida por Jesús y continuada por la comunidad apostólica. Por consiguiente, el Credo es un resumen de la fe que difunde los contenidos creyentes que deben afirmar todos los cristianos (cf. 1Tim 4,6; 3,9; Ef 4,5); es la señal que distingue a los cristianos de los que profesan otros credos. Además siempre ha tenido la función de ser un punto de referencia para la teología o teologías que han adaptado las verdades evangélicas a cada generación.
El Credo no se encuentra escrito de manera literal en la Escritura. Se trata de un sumario fundado en algunas tradiciones de la vida y hechos de Jesús incluidos en los cuatro Evangelios, así como en los demás escritos del NT Cla mayoría de éstos de la segunda mitad del siglo I. Así tenemos las afirmaciones sobre Dios Padre (Mt 11,25; Hech 17,24-31), la concepción y el anuncio del nacimiento de Jesús (Mt 1; Lc 1-2); la pasión, muerte y resurrección (Mc 14-16par), etc.
Siempre se ha tenido la sensación de que la tradición de la fe apostólica parte de lo que sostiene la carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todo y por quien también hizo el universo» (Heb 1,1-2), afirmación que se ha retenido como algo inamovible: «Queridos, tenía yo mucho empeño en escribiros acerca de nuestra común salvación, y me he visto en la necesidad de hacerlo para exhortaros a combatir por la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre» (Jud 3; cf. 1Cor 11,2; 1Tes 2,15; 1Tim 6,20). De esta manera el Credo responde a lo que afirma la carta a los Efesios: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas. Y la piedra angular es Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros con ellos estáis siendo edificados para ser morada de Dios mediante el Espíritu» (Ef 2,29-22; cf. Mt 23,34; 10,41; Hech 11,27).
El Credo de los Apóstoles proviene de un Símbolo bautismal de la iglesia de Roma (DH 30), que es ampliado por los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), llamado éste Niceno-Constantinopolitano (DH 150). Está dividido en doce artículos que la tradición atribuye a los Doce Apóstoles o discípulos que eligió Jesús para tenerlos junto a él en su ministerio en Palestina. Sin embargo, la lógica interna del Símbolo es la profesión de fe en la Trinidad según las últimas palabras que dirige Jesús a sus discípulos antes de ascender a la gloria del Padre: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19; cf. Didajé 7,1.3) y que en la Historia de Salvación forman el centro de la creación, redención y salvación. No obstante la clara división del Credo según las tres Personas de la Trinidad, se enfoca de una manera cristológica, ya que la revelación cristiana y, por tanto el Credo, parte de la historia y doctrina de Jesús. Cada artículo se estudia en su contexto bíblico, dogmático y actualidad de la experiencia creyente. Se sigue la forma occidental del Símbolo Apostólico (DH 30) (Collantes 281; Kelly 47-58) y el autor utiliza en varias ocasiones los textos que ha publicado con anterioridad: Jesús de Nazaret (Espigas, Murcia 20123) y Jesús, hijo y hermano (Paulinas, Madrid 2010).
                                                          
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Martínez Lozano, Enrique, ¿Qué decimos cuando decimos el Credo? Una lectura no-dual. Desclée de Brouwer, Bilbao 2012, 148 pp., 15 x 21 cm.
            Es cierto lo que dice el autor sobre la dificultad que tienen los cristianos de entender el Credo, porque no se comprenden las personas que pertenecen a paradigmas mentales diferentes, y más aún cuando el Credo se escribió en un paradigma que no existe en la actualidad. Esta realidad nos cierra el acceso al conocimiento de la doctrina fundamental cristiana. A esto se une las transformaciones habidas en el nivel de la conciencia y en el modelo de cognición.  «Si solemos designar los paradigmas más recientes como premoderno, moderno y posmoderno, los niveles de conciencia suelen clasificarse como arcaico, mágico, mítico, racional y transpersonal […] Por lo que se refiere a los modelos de cognición, se distinguen fundamentalmente dos: el modelo dual  (mental, egoico, cartesiano) y el no-dual (transmental, transegoico)» (13). El modelo dual supone la relación sujeto/objeto, que en el universo cultural occidental se ha fundado y se funda en la individualidad y en la razón. El modelo  no-dual es previo a la racionalidad como la conciencia transpersonal trasciende la mente y el yo. En un nivel profundo todo está relacionado; nada hay separado de la mente. La realidad es un despliegue del Misterio con lo que todo está bien dispuesto. Por eso no es tan fácil explicarlo por medio de la lógica occidental. Y de ahí que Dios no se presente como un objeto ante la mente. Desde esta perspectiva parte el autor para formular el Credo Apostólico.
            Creer es una vida (cf. Jn 10,10) que es servicio (cf. Lc 10,30), pues la base de la fe no está en la doctrina, sino en una praxis compasiva activa y eficaz (27). Fe es confianza que expresa la presencia de Dios en la interioridad humana. Creer en Dios es dar vida a Lo que es y hace ser, como una Mismidad de todo lo que es, o el núcleo último de todo lo real. Creer en Dios Padre es una invitación al Silencio, a la Unidad, al Gozo, al Amor, a la Paz y a la Compasión (42). Dios Padre es Todopoderoso «como poder intrínseco de lo real, como Dinamismo que todo lo sostiene y conduce» (46) y crea de una forma permanente «en el Principio ―Ahora, en el Presente atemporal―, todo sin excepción está naciendo de Dios y muestra a Dios» (53).
Jesús es expresión de Dios, es la Identidad que compartimos todos los seres, pues las diferencias ocurren en el nivel de las formas, o la identidad relativa (cf. Jn 10,30; 8,58). Jesús es el hombre que vive tan identificado con el Misterio (Abbá; Padre)  que estaba viniendo ―naciendo― permanentemente en él; por eso la Encarnación es el reconocimiento, la expresión de la Unidad divino-humana de toda la realidad, porque, como Jesús, todos estamos ya en él y viviendo en él. Todos nosotros somos su encarnación (77). Jesús murió en la cruz como denuncia de todos los inocentes que ha matado el poder inhumano, político y religioso; lo que entraña el compromiso de una compasión solidaria con ellos. La cruz se complementa con la resurrección para afirmar que la vida no muere, lo que origina la esperanza. Sabemos que hay sufrimientos evitables; otros inevitables y otros que provienen del amor fiel y entregado, que inutiliza el yo como soporte humano de la vida. Jesús resucitado ocupa todo lo real y relaciona todo cuanto existe: los vivos y los difuntos. Resurrección es un paso, un despertar a nuestra verdadera identidad en la que compartimos también el trono de Dios (Ascensión).
El Espíritu, a diferencia del Padre y del Hijo, es una realidad indecible e inexpresable. Pero cuando decimos Espíritu formulamos el Dinamismo de vida. Si el creyente se distancia de su yo, entonces es posible que escuchemos al Espíritu y su obrar en nuestra vida. Por eso «celebrar el Espíritu es celebrar la Fuente última, la Identidad definitiva» (104). La Iglesia es el lugar en la que se deja actuar el Espíritu, pues ella nace y depende de Él (cf. Hech 2,1-13). Es cierto que Lucas cristianiza la fiesta judía de Pentecostés, a diferencia de Juan que coloca la efusión del Espíritu en la muerte de Cristo o en la Resurrección (Jn 19,30; 20,22). Ella es Una en cuanto es la unidad de todo; Santa, porque ha nacido de Dios que inunda de santidad todo lo real;  apostólica, porque todo el pueblo es apostólico; católica porque se sabe dentro de un movimiento universal creado por el Espíritu y no cierra las puertas a nadie (106). Es en ella donde se da el bautismo, el perdón y la esperanza de la resurrección, resurrección de nuestra verdadera identidad, que no yo, y que supera las formas. El autor termina con unas bellas páginas sobre la espiritualidad cristiana y la formulación de su propio Credo desde la perspectiva no-dual (136-139).

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Uríbarri, Gabino (ed.), El corazón de la fe. Breve explicación del credo. Sal Terrae, Santander 2013, 125 pp., 14,5 x 21,5 cm.
            El Credo Apostólico se expone de una manera breve, sencilla y con  precisión teológica en cuatro capítulos dedicados a la fe, a Dios, al Hijo y al Espíritu/Iglesia. La fe entendida como vuelta de los ojos al Señor, que arrastra la propia vida, la conversión, la expone Pedro Rodríguez Panizo. Ángel Cordovilla trata el primero y principal artículo de la fe, según escribe Ireneo de Lyón. Dios Padre y Creador confiesa el cristiano uniendo la fe del AT y del NT. La relación de Dios con el mundo ofrece la confianza de que el hombre puede dialogar con el Señor en el contexto en el que ha sido colocado, que es bueno. Dios crea por bondad y está «en el origen del mundo como único principio, [por eso] será el único final» (39). Pero Dios se entiende como una persona viva, que se relaciona en cuanto ama y da sentido a todo el universo y a los seres que lo componen. A pesar de la trascendencia divina y el misterio que lo envuelve, Dios es el Padre de Jesús (Abba), el que ha elegido gratuitamente a su pueblo  y él experimenta de una forma íntima y al que debe plena obediencia. Dios es el que resucita a Jesús de entre los muertos y el que cierra la historia humana y la misma creación por la presencia permanente de su Espíritu. «No confesamos un artículo del Credo, sino que nos es entregado; y asumimos el Símbolo de la fe en su integridad, en su unidad, que a su vez nos vincula y nos une en la comunidad eclesial» (60).
            G. Uríbarri  compone la fe en Jesucristo, que la trata no de una forma lineal o genética, sino simultánea, como aparece en los escritos del NT y que conformarán la fe cristológica del Credo. Con la predicación de la muerte y resurrección de Jesucristo se transmite su vida, una vida que tuvo una incidencia máxima en los discípulos que le siguieron desde el principio (Dunn, 66). Los discursos de Pedro en los Hechos resumen el primer kerigma cristiano: Bautismo como posesión del Espíritu, anuncio del Reino, pasión y muerte, resurrección, mesías crucificado y juez. Esos aspectos de la vida de Jesús, y que de alguna manera contienen los credos cristianos, no intentan reproducir las biografías teológicas y creyentes, que son los Evangelios,  sino resumir su vida y significado en una profesión de fe, de forma muy breve. Los títulos cristológicos, sobre todo Mesías/Cristo, Señor e Hijo de Dios también son afirmaciones que intentan ahondar en la identidad de Jesús desde su biografía personal.  A continuación, siguiendo también a Dunn, enseña la devoción y el culto dado a Jesús, pues participa de la gloria y señorío de Dios al estar sentado a su derecha.  Por último se reseñan los himnos cristológicos desarrollados en la liturgia cristiana. En definitiva, el Credo articula la identidad de Jesús (títulos), describe su acción desde la encarnación y resurrección,  y presenta su situación actual: sentado a la derecha del Padre.
            Cuando confesamos la fe en el Espíritu expresamos la relación de amor entre el Padre y el Hijo y de ellos con las criaturas. Pero también decimos su misterio, su persona y su divinidad (108), y su divinidad por ser el agente de la salvación que Dios ha obrado por medio de su Hijo. El Concilio de Constantinopla, celebrado en el año 381 ante la simple afirmación del de Nicea junto al Padre y al Hijo,  quien define su persona (relación) divina. El Espíritu es también creador en el aspecto «de poner de relieve que sólo Él  nos revela el último sentido de lo Creado y por qué a Él le es asignada la tarea de renovarlo todo en la Nueva Creación» (102). Es el vínculo de la unidad entre Dios y sus criaturas y de todo cuanto existe; es el que habita en nuestra vida, con la que nos da una nueva identidad: el hombre nuevo paulino; es el que santifica, porque por los sacramentos relaciona a los creyentes con el Señor; el que concede la libertad y es testigo y revelador de la verdad : «…arraigados y cimentados en el amor, seamos capaces de captar, con todo el pueblo santo, cuál es la anchura, la largura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento […] para recibir la total plenitud de Dios» (Ef 3,17-19; 113). El Espíritu es el que consuma el acto creador de Dios y cooperador del hombre, transformando la historia de bien y mal humana en un suspiro inefable de esperanza, al decir paulino (Rom 8,26).
            Y el Espíritu está en la Iglesia, dentro de la Iglesia. Es el espacio donde se relaciona; donde existe y vive, donde hace presente la vida y la acción salvadora de Jesucristo (San Hipólito); o como afirma Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está el Espíritu; y donde está el Espíritu de Dios, ahí está la Iglesia y toda gracia, ya que el Espíritu es la verdad» (118-119). El Credo afirma expresamente para la Trinidad: creo en; sin embargo confiesa: creo la Iglesia, para subrayar la diferencia que se da entre Dios y la institución donde reside, que no es Dios. «»Es decir, que el acto de entrega absoluta, de abandono radical de la propia existencia, sólo es posible hacerlo en Dios. Nosotros no creemos ni podemos creer (es decir, no podemos tener fe) más que en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la Iglesia  es donde actúa el Espíritu el perdón y su unidad para que responda al origen de la Salvación y su revelador: Dios Padre e Hijo.

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Benedicto XVI (Joseph Ratzinger), El credo, hoy. Sal Terrae, Santander 2012, 262 pp., 13,2 x 20 cm.
            H. Zaborowski y A. Letzkus  han recogido una serie de artículos y conferencias dadas por J. Ratzinguer desde 1971 sobre los artículos que recorren el Credo cristiano (259-262), y han compuesto este texto, editado en Freiburg en el año 2006. Con ocasión del Año de la fe ha sido un acierto su traducción al castellano. En el Epílogo,  H. Zaborowski resume muy bien el sentido del pensamiento teológico de Ratzinger. Éste no es un intelectual preocupado exclusivamente por la precisión de sus ideas: «Lo que tal vez más caracteriza a Benedicto XVI no son necesariamente tales temas [artículos del Credo], sino la manera en que se aproxima a ellos, en que los hace suyos; a saber, con las actitudes de recibir y conservar, mediar y reflexionar, seguir y dar testimonio. Podemos formularlo de forma aún más aguda: en un seguimiento que él siempre entiende también como mediación y conservación» (252). En efecto, la fe cristiana no es una ideología, sino algo que se nos ha regalado y que el creyente debe conservar. Y se conserva la experiencia de fe en la Trinidad dentro de la comunión de la comunidad cristiana. Pero el cristiano debe también comprender su fe. No es un fundamentalista que recita asertos religiosos al margen de la razón, pues el cristiano está inserto en el mundo y debe dar razón de su esperanza. Y a ello se debe añadir la práctica de la fe, pues ella se expresa en la caridad, al decir de Pablo  y Santiago. Pero la práctica no se reduce al amor al prójimo y a los enemigos, un amor libre y gratuito, como el que procede del Señor, sino también en los actos litúrgicos de la comunidad cristiana: «Por eso, Ratzinger insiste también con frecuencia en que los elementos místicos del cristianismo deben recobrar fuerza y en que los cristianos hemos de volvernos de nuevo con mayor decisión hacia el misterio de Dios, para poder vivir y configurar nuestro seguimiento desde ese misterio, desde el encuentro con Dios […] La filosofía y la teología no son para él, fines en sí, sino que se hallan ordenadas a algo del todo sencillo, que se manifiesta ya, por ejemplo, en la vida de los santos: una radical orientación a Dios y a la plenitud de los tiempos» (257).
                                                                       (Seguiremos)