sábado, 29 de noviembre de 2014

La Realeza y el Adviento

                                                                      LA  REALEZA
                                                                       
                                                                                                                                                                                                                                                                        Elena Conde Guerri
                                                                                                     Facultad de Letras
                                                                                                                                       Universidad de Murcia

           
Se cierra el año litúrgico y comienza uno nuevo con el tiempo de Adviento. Deliciosa esperanza de un Niño que vendrá para una peculiar misión diseñada por su  Padre. Tras su nacimiento, el primer itinerario de infancia y juventud es prácticamente silente porque el recién nacido estaba llamado a ser "varón de dolores" (Is 53,3) y también rey,  aunque parezca paradójico. La realeza plena y consciente, a mi modo de ver, reposa en la condición adulta y resulta sugestivo observar cómo el último evangelio del tiempo ordinario se  centra  en la conmemoración de Jesucristo, Rey del Universo. El Cristo Rey, pleno en toda la grandeza de su persona, articula como un gozne robusto y triunfante las dos hojas de una puerta que cierra un ciclo pero abre otro, tal como la edad adulta no se entiende sin la niñez y viceversa.
            Reflexionando sobre la realeza de Cristo, he reparado en el Tratado Sobre la realeza, Perì basileías, escrito en lengua griega por Dión de Prusa entre los años 96 al 102 de nuestra era. La literatura culta en contexto puede ayudar a establecer vínculos de conexión entre conceptos vigentes tanto en la mentalidad "pagana" tradicional, grecorromana, cuanto cristiana o judeocristiana en un periodo histórico, todo el siglo II del Imperio, extraordinariamente rico en el fluir del pensamiento y propicio a las influencias  mutuas e, incluso, a originales sincretismos. No importaba mucho que el cristianismo fuera oficialmente perseguido, para que las mentes liberales que buscaban ante todo la verdad y  el equilibrio como garantes de la estabilidad del Estado, defendieran lemas universales aplicables a cualquier ideal. 
El escritor Dión de Prusa, nacido en esta  localidad de Bitinia (Asia Menor)  identificada actualmente con Bursa  al N.O. de Turquía, fue esencialmente filósofo y rétor. Su extraordinaria capacidad para la oratoria le etiquetó como "el crisóstomo" o "boca de oro" anticipando el mismo que también se ganó, siglos después, San Juan Crisóstomo obispo de Constantinopla. El de Prusa, viajó mucho, se ilustró mucho y se asentó en Roma, en la corte de los Flavios, bajo el dominio del emperador Domiciano quien no permitía ver contestado su régimen autárquico  por ningún  mensaje disidente. Dión tuvo que exiliarse pero luego volvió. Nerva y Trajano en particular durante su prolongado gobierno, fueron emperadores moderados y justos, al menos según el testimonio de la mayoría de las fuentes proclives a su persona que lo veían como el reverso ideal del despotismo de Domiciano. Dión de Prusa escribió entonces la obra mencionada, teorizando sobre la figura del príncipe modélico.
            La imagen del rey-pastor articula todo su razonamiento, muy adecuada a la sensibilidad de los griegos desde Homero y presente también en la mentalidad judía donde tal asociación, acorde con su hábitat, fuentes de riqueza y propia historia patriarcal, era habitual en la Biblia como es por todos conocido. Para Dión, "después de los dioses, el soberano ha de cuidar de los hombres honrando y prefiriendo a los buenos pero ocupándose de todos, pues ¿quién es más provechoso y mejor para los rebaños de ovejas que el  pastor?". (I, 17).  Tal solicitud implica un conocimiento previo que, aplicado en concreto a la figura de Cristo, se ve superado y sublimado por la intensidad  del amor a su rebaño y su  propia oblación, aunque no excluye la justicia final (Jn 10  y Mt 25, 31 ss., respectivamente). Pero, dado por sentado que "el soberano es un elegido de la divina providencia y gobierna el mundo en nombre de Dios", ¿qué regla de conducta debe de seguir para conseguir el ideal? Deberá cultivar las virtudes o aretaí específicas en beneficio de sus gobernados porque su poder no es un privilegio sino un deber, su vida no es para el placer sino para el servicio y sus súbditos no son esclavos sino libres. Su aspiración será la de ser "padre benefactor" y no amo, porque nada más lejos del buen soberano que "cimentar su poder en el miedo en lugar del afecto mutuo y recíproco". Una adecuada preparación filosófica aplicada a los hechos y la moral "obligatoria para todo gobernante", serán su timón para no convertirse en tirano.
La justicia y la paz lo identificarán al ser virtudes cardinales para todas las demás, si se quiere llegar a ese prototipo que, comparando ahora con las categorías hebraicas, había preludiado el profeta Isaías (11) cuando hablaba del soberano del tronco de Jesé dotado de sabiduría, inteligencia y temor de Dios que "no juzgaría por las  apariencias " y lograría una recreación paradisíaca en la tierra en un escenario donde lobo y cordero y leopardo y cabrito pacerían juntos. Por imperativo de su dignidad, y volviendo al autor griego, el soberano también tendrá     que llevar una indumentaria lujosa (importante en las  sociedades antiguas por su semiótica diferencial)  pero nunca la lucirá por presunción o exhibicionismo. Ideario, en suma, basado en la filosofía estoica y  en las corrientes neoplatónicas, que Dión de Prusa hilvanó asociando la figura de Trajano con la del optimus princeps. Pero cuyo mensaje es maleable por si mismo para una adaptación universal. Y no  me atrevería yo a atribuirlo mayormente al rescoldo de la adulación sino al hecho de que el rétor en cuestión fue un hijo de su tiempo.
            Tal tiempo histórico y en definitiva todo devenir y toda realeza transitoria se ven superados, a mi entender, por "el tiempo de la salvación" y la esencia de la realeza del Señor.
             Las fronteras espaciales y temporales quedan difuminadas porque la salvación está abierta a todo hombre, y esencialmente a todo hombre "bueno" como decía Dión, a todo aquél de buena voluntad que no rechace participar en el reino que Jesucristo le ofrece. Porque Cristo es Rey, tal como él mismo proclamó ante Pilato con rotundo enigma aparente: "Mi  Reino no es de este mundo. Sí, tal como dices, soy Rey. Para esto he nacido yo y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 33 ss.). La proclamación de tal Verdad, y su posterior defensa y trasmisión, exigió un camuflaje absoluto de todos lo símbolos e iconos del poder de su realeza hasta la humillación. Se cumplió con rigor la profecía de Isaías (53, 6-7),  "Y Jahvéh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido y no abrió la boca. Como un cordero al degüello fue llevado". Superó el papel del "padre benefactor" encomiado por Dión, para "tomar la condición de esclavo" por amor (Flp 2,7)  y soportó los atributos sensibles de su majestad traducidos en corona de espinas y manto de púrpura por el arbitrio sarcástico de los soldados del Pretorio (Jn 19; Mt 27; Mc 15). 
Ostentó públicamente su realeza en la cartela del ominoso patíbulo, escrita en las tres lenguas de comprensión habitual en la Judea de  entonces para que nadie iletrado quedase ignorante: "Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos" (Mt 27,31; Mc 15,26; Lc 23,38;  Jn 19,19-22). Los Sinópticos y también San Juan insisten en enfatizar la palabra Rey. Este nuevo Rey es aquél de quien dice el  libro del  Apocalipsis 21,5 "el que está sentado en el trono, dijo: mira que hago un mundo nuevo. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tenga sed, le daré gratuitamente el manantial del agua de la vida".  El refrigerio salvífico es siempre el epílogo del reinado. Al inicio de su existencia, tan pequeño y cobijado en el regazo de su Madre, a través del testimonio de Lc 2,11, Cristo, el Señor, es anunciado a los pastores  prioritariamente como "Salvador" antes que como Rey aunque lo sea por derecho propio. Su realeza absoluta, indiscutible y universal triunfará al final, toda vez que la omega ha sido capaz de demostrar en el colofón del tiempo salvífico que "él en persona, sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos aquellos, viviéramos para la justicia" (1 P 2,24). Y tal justicia ya no conocerá más que la Vida. Se abre el tiempo del Rey Resucitado, mayestático y universal, pero siempre vinculado al símbolo supremo de su dignidad que es la cruz luminosa e  iluminadora. Si se reflexiona, pocas veces en la iconografía del arte sacro a lo largo de los siglos, el Señor ha sido separado de su cruz.

           
Dión de Prusa intuyó la relación entre la claridad de la trasparencia y los buenos reyes, aunque sus categorías fueran extrínsecas a la fe revelada. En una hermosa frase (III, 73 ss.), pronostica que la tarea del soberano será óptima si él es capaz de mimetizarse con la del  sol, diciendo: "Si el sol se desviase de su órbita, el cielo, la tierra y el mar perecerían. Pero él no lo hace. Es constante. Es un dios, pero sirve a los hombres. Con sus salidas y ocasos y su luz adecuada en cada estación del año que propicia las cosechas y la fertilidad, está al servicio del provecho y bienestar de los hombres. Y su luz es la más deliciosa de todas las visiones". La realeza de Cristo es la luz perpetua que jamás conocerá ocaso.