LA REALEZA
Elena Conde Guerri
Facultad de Letras
Universidad
de Murcia
Reflexionando sobre la
realeza de Cristo, he reparado en el Tratado Sobre
la realeza, Perì basileías,
escrito en lengua griega por Dión de Prusa entre los años 96 al 102 de nuestra era. La literatura culta en contexto puede ayudar a establecer
vínculos de conexión entre conceptos vigentes tanto en la mentalidad "pagana"
tradicional, grecorromana, cuanto cristiana o judeocristiana en un
periodo histórico, todo el siglo II del Imperio, extraordinariamente rico en el
fluir del pensamiento y propicio a las influencias mutuas e, incluso, a
originales sincretismos. No importaba mucho que el cristianismo fuera
oficialmente perseguido, para que las mentes liberales que buscaban ante todo
la verdad y el equilibrio como garantes de la estabilidad del
Estado, defendieran lemas universales aplicables a cualquier ideal.
El escritor
Dión de Prusa, nacido en esta localidad de Bitinia (Asia Menor) identificada
actualmente con Bursa al N.O. de Turquía, fue esencialmente filósofo y
rétor. Su extraordinaria capacidad para la oratoria le etiquetó como "el
crisóstomo" o "boca de oro" anticipando el mismo que también se
ganó, siglos después, San Juan Crisóstomo obispo de Constantinopla. El de
Prusa, viajó mucho, se ilustró mucho y se asentó en Roma, en la corte de los
Flavios, bajo el dominio del emperador Domiciano quien no permitía ver
contestado su régimen autárquico por ningún mensaje disidente. Dión
tuvo que exiliarse pero luego volvió. Nerva y Trajano en particular durante su
prolongado gobierno, fueron emperadores moderados y justos, al menos según el
testimonio de la mayoría de las fuentes proclives a su persona que lo veían como
el reverso ideal del despotismo de Domiciano. Dión de Prusa escribió entonces
la obra mencionada, teorizando sobre la figura del príncipe modélico.
La imagen del rey-pastor
articula todo su razonamiento, muy adecuada a la sensibilidad de los griegos
desde Homero y presente también en la mentalidad judía donde tal asociación, acorde con su hábitat, fuentes de riqueza y propia
historia patriarcal, era habitual en la Biblia como es por todos conocido. Para
Dión, "después de los dioses, el soberano
ha de cuidar de los hombres honrando y prefiriendo a los buenos pero ocupándose
de todos, pues ¿quién es más provechoso y mejor para los rebaños de ovejas que
el pastor?".
(I, 17). Tal solicitud implica un conocimiento previo que, aplicado en
concreto a la figura de Cristo, se ve superado y sublimado por la intensidad
del amor a su rebaño y su propia oblación, aunque no excluye la justicia
final (Jn 10 y Mt 25, 31 ss., respectivamente). Pero, dado por sentado
que "el soberano es un elegido de la divina providencia y gobierna el mundo en nombre de Dios", ¿qué regla de conducta debe de seguir para conseguir
el ideal? Deberá cultivar las virtudes o aretaí específicas en beneficio de sus gobernados porque su poder no es
un privilegio sino un deber, su vida no es para el placer sino para el servicio
y sus súbditos no son esclavos sino libres. Su aspiración será la de ser "padre
benefactor" y no amo, porque nada más lejos del buen soberano que
"cimentar su poder en el
miedo en lugar del afecto mutuo y recíproco". Una adecuada preparación filosófica aplicada a los hechos y la
moral "obligatoria para todo gobernante", serán su timón para
no convertirse en tirano.
La justicia y la paz lo identificarán al ser virtudes
cardinales para todas las demás, si se quiere llegar a ese prototipo que,
comparando ahora con las categorías hebraicas, había preludiado el profeta
Isaías (11) cuando hablaba del soberano del tronco de Jesé dotado de sabiduría,
inteligencia y temor de Dios que "no juzgaría por las apariencias " y lograría una recreación paradisíaca en la
tierra en un escenario donde lobo y cordero y leopardo y cabrito pacerían
juntos. Por imperativo de su dignidad, y volviendo al autor griego, el soberano
también tendrá que llevar una indumentaria lujosa (importante
en las sociedades antiguas por su semiótica diferencial) pero nunca
la lucirá por presunción o exhibicionismo. Ideario, en suma, basado en la
filosofía estoica y en las corrientes neoplatónicas, que Dión de Prusa
hilvanó asociando la figura de Trajano con la del optimus princeps. Pero cuyo mensaje es maleable por si mismo para una
adaptación universal. Y no me atrevería yo a atribuirlo mayormente al rescoldo de la adulación
sino al hecho de que el rétor en cuestión fue un hijo de su tiempo.
Tal tiempo histórico y en
definitiva todo devenir y toda realeza transitoria se ven superados, a mi
entender, por "el tiempo de la salvación" y la esencia de la realeza
del Señor.
Las fronteras espaciales y temporales quedan
difuminadas porque la salvación está abierta a todo hombre, y esencialmente a
todo hombre "bueno" como decía Dión, a todo aquél de buena voluntad que
no rechace participar en el reino que Jesucristo le ofrece. Porque Cristo es
Rey, tal como él mismo proclamó ante Pilato con rotundo enigma aparente: "Mi Reino no es de este mundo. Sí, tal como dices, soy Rey. Para esto he
nacido yo y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 33 ss.). La proclamación de tal Verdad,
y su posterior defensa y trasmisión, exigió un camuflaje
absoluto de todos lo símbolos e iconos del poder de su realeza hasta la
humillación. Se cumplió con rigor la profecía de Isaías (53, 6-7), "Y
Jahvéh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido y no abrió la
boca. Como un cordero al degüello fue llevado". Superó el papel del "padre benefactor"
encomiado por Dión, para "tomar la condición de esclavo" por
amor (Flp 2,7) y soportó los atributos sensibles de su majestad
traducidos en corona de espinas y manto de púrpura por el arbitrio sarcástico
de los soldados del Pretorio (Jn 19; Mt 27; Mc 15).
Ostentó públicamente
su realeza en la cartela del ominoso patíbulo, escrita en las tres lenguas de
comprensión habitual en la Judea de entonces para que nadie iletrado
quedase ignorante: "Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos" (Mt
27,31; Mc 15,26; Lc 23,38; Jn 19,19-22). Los Sinópticos y también San
Juan insisten en enfatizar la palabra Rey. Este nuevo Rey es aquél
de quien dice el libro del Apocalipsis 21,5 "el que está
sentado en el trono, dijo: mira que hago un mundo nuevo. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y
el Fin. Al que tenga sed, le daré gratuitamente el manantial del agua de la vida". El refrigerio salvífico es siempre el epílogo
del reinado. Al inicio de su existencia, tan pequeño y cobijado en el regazo de
su Madre, a través del testimonio de Lc 2,11, Cristo, el Señor, es anunciado a
los pastores prioritariamente como "Salvador" antes que
como Rey aunque lo sea por derecho propio. Su realeza absoluta, indiscutible y
universal triunfará al final, toda vez que la omega ha sido capaz de demostrar
en el colofón del tiempo salvífico que "él en persona, sobre el madero
llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos aquellos, viviéramos para la justicia" (1 P 2,24). Y tal justicia ya no conocerá más
que la Vida. Se abre el tiempo del Rey Resucitado, mayestático y universal,
pero siempre vinculado al símbolo supremo de su dignidad que es la cruz
luminosa e iluminadora. Si se reflexiona, pocas veces en la iconografía
del arte sacro a lo largo de los siglos, el Señor ha sido separado de su cruz.