El Bautismo
Hombres nuevos en Cristo
II
Texto
«¿Es que no sabéis
que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?
Por el bautismo fuimos sepultados por él en la muerte para que, lo mismo que
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en una vida nueva…..» (Rom 6,3-11)
Reflexión ― II
2.- Con
ser esto verdad, también se da la corrupción en el corazón del hombre (cf. Gén
8,21; Jer 17,9), por más que se traslade el mal y su responsabilidad a las
estructuras e instituciones anónimas. Los desequilibrios personales, las
situaciones sociales adversas y la secularización avalan la inconsciencia del
mal, o el desconocimiento y aversión del bien personalizado en Dios. El hombre,
hemos dicho, comporta una dimensión individual irrenunciable, y que, a la
postre, su individualidad es la que funda a la comunidad, o la comunidad tiene
como fin primario conducir a sus componentes a tomar conciencia de su
individualidad irrepetible. Pues bien, la Escritura, junto a la belleza y
bondad de la naturaleza y de la humanidad, relata a la vez su rotura interior
que da lugar a la sinrazón de vivir (cf. Ecl 1,3; 2,17.23; 3,19-20; etc.). La
rebeldía le lleva a desligarse y alejarse de Dios y le hace campar solo por la
historia. La infidelidad a Dios se expresa en la opresión y liquidación de los
otros y de la naturaleza. El hombre, pues, se ha desviado de su objetivo y se
ha pervertido. De hecho, la fidelidad a Dios en medio de las injusticias y
sufrimientos humanos se lee con el sentido de las palabras que la mujer de Job
le dirige observando sus desgracias: «¿Todavía persistes en tu honradez?
Maldice a Dios y muérete» (Job 2,9).
Es elocuente el testimonio personal de Pablo. En primer
lugar relata esta situación en su vida: «...No hago el bien que quiero, sino
que practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo
quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Y me encuentro con esta
fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al alcance el mal. En mi
interior me agrada la ley de Dios, en mis miembros descubro otra ley que
guerrea con la ley de la razón y me hace prisionero de la ley del pecado que
habita en mis miembros» (cf. Rom 7, 14-24). No es Pablo quien actúa, sino el
pecado que habita en él y le obliga a realizar actos en contra de su deseo de
hacer el bien. Pablo participa de un pecado estructurado por una red que
envuelve a la vida humana y que transforma en pecador a todo hombre (cf. Rom
3,23). El poder del pecado es tal que hace de Pablo su esclavo, y se le
evidencia como un dinamismo que lo rompe interiormente imponiéndose al bien que
quiere llevar a cabo. El resultado es la división interior entre el amor que le
infunde su imagen divina y le conduce a vivir según el Espíritu —según la ley
de Dios— y la soberbia que experimenta con el peligro de que se puede adueñar
de él por completo. La conciencia personal que experimenta Pablo del pecado es
que hiere y rompe la relación personal de amor que Dios como Padre ha
establecido con él como hijo. Es la quiebra de una relación de amor divino que
se ha puesto al alcance de los hombres y que, a la vez, muestra la rotura de la
fraternidad humana, toda ella constituida como hija por un amor vivido hasta la
muerte, como es la vida de Jesús. En segundo lugar Pablo personaliza la tendencia
hacia el mal; es un deseo que no puede evitarlo. La presencia del mal inscrita
en las culturas adquiere tal potencia que se vuelve una realidad connatural en
todas las personas, y les empuja a practicarlo (cf. Rom 5,12-14). No es que la
naturaleza sea en sí mala, pues entonces afectaría a la bondad de Dios que la
ha creado y le ha marcado unos objetivos, según señala la Escritura. Es más
bien que la historia elaborada por los pueblos se asienta sobre unos pilares
agrietados poniendo en riesgo la morada que los cobija; transitan por un mundo
cuyo ambiente está corrompido. De esta forma, el hombre al respirar una
atmósfera viciada, aviva su tendencia al mal, pervierte su libertad y sus
comportamientos, y contribuye, a su vez, a la potencia solidaria y social del
mal. Hay dos realidades que corroen la existencia humana: la muerte sin
sentido, anunciada por la enfermedad, el dolor y la degradación psíquica y
física, que rebela al hombre contra ella, no obstante su dimensión contingente
y finita; y la rotura de su integridad personal que incide en su libertad y en
su dominio de la concupiscencia, entendida como un apetito que le empuja hacia
el mal, y que sortea sus potencias racional y afectiva. La quiebra interior, la
distancia entre el ser y el hacer, como experimenta Pablo, hace que la persona
discurra por unos vericuetos distintos del camino indicado por Dios y se aleje
de su proyecto inscrito en la imagen que lleva impresa. La disociación entre
historia humana, persona individual e imagen de Dios hace que la integridad
humana se rompa y conduzca al hombre a la práctica del mal, a admitir su
responsabilidad y a cargar con la culpa consiguiente.
Dios responde a las acciones humanas libres, que
ponen en marcha el mecanismo de destrucción y muerte de la creación, con su
presencia en la historia por medio de Jesús. La Encarnación hace posible que el
hombre cambie y se rehaga a sí mismo; a la vez, ofrece la oportunidad de la
reconciliación personal al reconciliarse con Dios, y que la fuerza del mal se
vea superada por la del bien (cf. supra 8.4.2.b): «Pues si por el delito de uno
murieron todos, mucho más abundantes se ofrecerán a todos el favor y el don de
Dios, por el favor de un solo hombre, Jesucristo. [...] Donde proliferó el
delito, lo desbordó la gracia. Así como el pecado reinó por la muerte, así la
gracia, por medio de Jesucristo Señor nuestro, reinará por la justicia para una
vida eterna» (Rom 5,15.20-21). Aparece entonces una nueva dimensión de la
bondad que es más fuerte que la potencia del mal generada por las culturas y la
libertad individual. Toda persona percibe en su interior estos ecos de Dios y
de la maldad originando una tensión permanente en su vida.
La convivencia del bien y del mal en la persona
¿cómo es factible experimentarla en favor del bien, que es la victoria de Dios
en Jesús? ¿Cuál es el camino que hay que recorrer para que el bien se imponga
definitivamente en el corazón humano? Todavía más: ¿es acaso posible existir en
los parámetros del amor dentro de una historia corrompida capaz de cambiar
razonablemente su perspectiva? Veamos.