EN EL SUEÑO DE LA MUERTE LUMINOSA
Elena
Conde Guerri
Facultad de Letras
Universidad
de Murcia
El
mes de noviembre comienza con la festividad de Todos los Santos, a la
que sigue en el calendario la conmemoración de los fieles difuntos. Parece
indudable la conveniencia de refrescar unas ideas, en cristiano, sobre estas
celebraciones en un momento en que todo lo que gira en torno a la antropología
de la muerte adolece de mirada superficial, de olvido, o de metamorfosis, en su
caso. Nadie está obligado a cambiar de actitud pero una predisposición
favorable a la reflexión, ayuda también a la comprensión cultural de un hecho
que, en nuestro mundo occidental, hunde sus raíces en la herencia grecorromana.
Sobre todo, en la escenografía ritual que los antiguos romanos tributaban a sus
difuntos y que degeneró en fastuosidad desmedida cuando los protagonistas
pertenecían al rancio patriciado o, en su momento, eran los emperadores. Los
pasos esenciales de un código fúnebre meticulosamente fijado por la tradición,
sagrada para los romanos, eran iguales para todos los difuntos, con
independencia de su sexo o rango social. Sólo quedaban excluidos los niños (de
pocos meses o años de vida) y los esclavos, aunque a los segundos se les permitía
legalmente proveer en vida a sus últimas voluntades. Todos los demás,
uniformados por la "pálida muerte", expresión muy del gusto de
los poetas latinos, tenían que almacenar bajo la lengua la moneda para pagar al
barquero Caronte.
Soportar que, ante su cuerpo inerte, los más allegados
gritasen su nombre por tres veces, para cerciorarse de que estaba realmente
muerto y no era víctima de un colapso, y que el coro de plañideras pagadas a
sueldo vociferasen su dolor acompañadas de instrumentos de viento y percusión
para que la desolación por semejante pérdida fuese aún mayor y se diera
publicidad sobre el extinto. El difunto seguía demostrando su paciencia, por
decirlo así, ofreciendo su rostro a la mascarilla de cera que inmortalizaría
sus rasgos, su cabeza a las coronas o galardones que ganó en vida y su cuerpo,
al revestimiento con los atuendos más lujosos con los que le verían expuesto en
el catafalco de su propia casa, durante unos cuatro días, todos los que
quisieran despedirse y, de paso, ser vistos y mencionados con mayor o menor
fortuna en las chácharas de los vivos. Una vez que el cortejo fúnebre se ponía
en marcha extramuros de la ciudad, conforme a las disposiciones regladas por la
Ley de las XII Tablas, para proceder a su inhumación o a su cremación, la
oscuridad más absoluta se cernía sobre ese
alter ego del difunto aunque
sus restos reposasen en un espectacular mausoleo.
Los romanos eran muy supersticiosos y las
exequias mencionadas trataban de facilitar a cualquier persona un reposo digno
y sin sobresalto en el más allá, ya que les aterrorizaba morir sin sepultura y
que sus espíritus vagasen perennemente sin asideros, por universos extraños y
gélidos, gimiendo un descanso apacible sin ser escuchados, asimilándose así los
Lemures, divinidades menores plasmadas en espectros o fantasmas
volátiles que se cernían sobre los difuntos errantes para angustiarlos y que,
para ser aplacados, gozaban de unas fiestas propias, las llamadas Lemurias o de
"las almas errantes" a mitad del mes de mayo del calendario romano.
En realidad, casi todo era duda sobre un mundo
post mortem que apenas
pudieron definir de modo categórico salvo algunas luces aportadas por las
reflexiones de los estoicos. Rituales inmóviles y profundamente sensibles, casi
viscerales, en que el valor de una moneda te permitía la travesía de una laguna
helada, la Estigia, para desembocar en otros parajes llenos de niebla,
tenebrosos, carentes de luz, donde penaban muchos desafortunados, tal como
describe magistralmente Virgilio en el canto VI de La Eneida cuando Eneas
masca literalmente ese mundo de los muertos en la cueva de la Sibila en Cumas.
Podría decirse que todos sus habitantes deploraban aquí, "
donde nadie
tiene morada fija", la falta de luz entorpecida por lúgubres sombras.
Quizá, en estas líneas he mencionado en exceso el concepto de la falta de luz
que ciega toda esperanza en el mundo funerario etiquetado como pagano. Lo he
hecho voluntariamente.
Nadie puede vivir permanentemente entre tinieblas.
"
El pueblo que caminaba entre tinieblas, vio una gran luz",
anunciaba el profeta Isaías (9,1) y esta luz inmarcesible irrumpió en las
coordenadas de la historia temporal en el momento exacto y oportuno, con la
Encarnación del Verbo. Esa Palabra que quiso ser un hombre como todos nosotros,
excepto en el pecado, originó la Iglesia y el cristianismo primitivo que, con
su expansión, fue poco a poco metamorfoseando las claves del pensamiento, de la
sociedad, del sentir y de la acción. En este "mundo nuevo" donde Cristo
es el eje, la pervivencia tras la muerte fue probablemente una de las
categorías cuya cara cambió sustancialmente y pasó de las tinieblas al
resplandor de lo absoluto. Se hacen fuertes y se van clavando en las personas
por don de la gracia las palabras de San Pablo: "
Si tenemos puesta
nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, somos los más
desgraciados de todos los hombres. ¡ Pero, no!, Cristo resucitó de entre los
muertos como primicia de los que durmieron". (1Cor 19-21). El propio
Maestro lo había anunciado algunos años atrás, cuando la belleza del mensaje
ondeaba itinerante por Galilea, Cesarea y Jerusalén y los Doce eran todavía
incapaces de comprender:"
El Hijo del Hombre será entregado en manos de
los hombres y le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará".
(Mc 8,31-32; 9,30-32. Mt16,21-23; Lc 9, 22-23; Jn11,25). Todos
resucitaremos con El. La muerte física se convierte así en un hecho transitorio
en que el difunto es más bien "un durmiente" que espera despertarse
en Dios. Por eso, las primitivas comunidades cristianas llamaban cementerios a
las áreas de enterramiento, lugar donde "se duerme o se reposa",
según la raiz del verbo griego
koimao. La amplia literatura Patrística
muy pronto se hizo eco de esta metanoia aportando páginas de una profundidad y
belleza sublimes, desde Tertuliano y San Cipriano, obispo da Cartago, hasta San
Agustín y el Papa San Gregorio Magno. Pero los Padres no recriminan el miedo a
la muerte, hecho indefectible ligado a la naturaleza humana desde su creación.
(Gn 3,19). Somos humanos, es comprensible que todos lo sintamos en mayor o
menor grado. Dice San Agustín: "Yo sé que tu amas la vida y no deseas
morir. Si fuera posible, querrías pasar de esta vida a la otra sin tener que
morir para resucitar". (Ser 344). Pero la muerte física no es un castigo
divino sino un remedio, pues es un proceso natural. Sólo la muerte eterna, la
del que podría condenarse, es
poenalis, es decir implica un castigo
definitivo, en la exégesis defendida habitualmente por San Ambrosio en su
catequética. Es cuestión, en suma, de cambiar nuestra mirada sobre la muerte,
sobre "
la hermana muerte", y hacerlo con los ojos del
amor, siguiendo de nuevo a San Agustín. Si cambiamos de amor, la muerte que se
nos muestra no es la muerte que nos cogerá, sino que nos arrebatará aquella
otra que, queriéndolo nosotros, no es muerte en realidad. Es la Vida. Y ante el
regalo que nos espera, toda pompa, toda máscara mortuoria, todo protocolo
temporal resultan prescindibles y hasta ridículos.
Vivimos una secuencia sociohistórica donde la
trivialidad y el ritmo demasiado rápido han llevado a la valoración del momento
efímero como sublime y, por otra parte, a la banalización de lo
trascendente porque esto exige un tiempo de calendario y de implicación del yo
que la persona no quiere tener. En un lienzo donde los
beati y
macarioi de las bienaventuranzas de la liturgia de estos días
brillan con luz propia, la de los ya elegidos que duermen en el Señor y
nos están esperando, deberían borrarse las cucurbitáceas y espectros pueriles
que florecen en las iconografías paralelas. A la larga, no creo que tengan vida
perdurable. La diosa romana patrona de los difuntos era Libitina, de hados
oscuros, y venerada en un santuario situado probablemente en el Aventino. El
Aventino es la colina romana situada frente a la Vaticana. Ambas se miran, se
remiran, se retan y hasta coquetean a través del Tíber, conscientes de la
historia milenaria de cada cual. En la primera, se alza el palacete de los
Caballeros de la Orden de Malta. Si uno mira adecuadamente por un orificio
practicado encima de la cerradura del portón de entrada, se topa en línea recta
y en lontananza con la cúpula de la Basílica de San Pedro, impresionante y
luminosa en su símbolo. No hay niebla sino esperanza cierta de que quien quiera
confesar a Cristo, como Pedro lo hizo por inspiración del Espíritu,
también entrará en la multitud gozosa de los bienaventurados.