Cliqueando en los clásicos ante
el umbral de la Cuaresma.
Los ídolos mudos
Elena Conde Guerri
Universidad
de Murcia
Los
jóvenes que deseen ojear estas líneas, entenderán rápidamente el anglicismo. Y
los menos jóvenes, aceptamos no sin cierta incomodidad las reglas impuestas por
la RAE que sólo confirman cómo el frenético avance de los medios y la
tecnología se ha impuesto hasta el punto de invadir canónicamente nuestra
lengua para este siglo y los venideros.
Por
ello, propongo esta vez una inmersión en el pasado, porque siempre estará ahí
como pedagogo vivo. Un suave toque de ratón sobre fuentes que documentan
valiosos aspectos de las llamadas sociedades clásicas que, por antonomasia, son
las griegas y la romana. Rebobinando, me viene a la mente un pasaje de los
Anales del historiador latino Tácito, maestro donde los haya, en que relata
las circunstancias previas y el suicidio de L. A. Séneca. En su libro XV, a
partir del capítulo 60 (por si alguien se anima) revive con todo dramatismo,
como en un cuadro pictórico, los hechos que todavía hoy impactan y que abren
algunas reflexiones adecuadas al tiempo de Cuaresma que la Iglesia católica inicia.
Eso sí, salvando las distancias y siempre bajo la responsabilidad de mi
interpretación.
Séneca,
el noble de clase ecuestre oriundo de la Bética, llegó en Roma a ser el primer
consejero del emperador Nerón a quien instruyó para que sustentase su poder
omnímodo en una filosofía política basada en el equilibrio de la doctrina
estoica. Se consiguió sólo en parte. Pero mientras duró la privanza, Séneca se
hizo inmensamente rico, propietario de villas de recreo con hermosos jardines y
objetos de arte, poderoso e influyente. A lo que unía sus dotes para la
elocuencia que, según muchos, despertaban la envidia de Nerón. Luego, todo se
envenenó por sucesos que aquí son prescindibles, y que precipitaron su
perdición. La vida de privilegios se cortó para siempre y el filósofo,
inteligente y consciente de que el emperador iba a por él, se adelantó a la
sentencia con el final dramático por todos conocido. Máxime, después de que
Nerón rechazase su súplica de apartarse de la gestión pública para refugiarse
en la introspección fecunda de una vida retirada. En este diálogo, sí hay
una réplica sustanciosa del emperador, siempre útil: «Tus servicios han
consistido en educar e instruir primero mi niñez y después mi juventud
con tu inteligencia, prudencia y sanos preceptos, que es lo único que
precisaban las condiciones de mi vida. Por ello, los bienes que de ti he
recibido quedarán perdurablemente grabados en mi corazón mientras yo viva. En
cambio, los que tú has recibido de mi, jardines, riqueza y villas, están
sujetos a los vaivenes de la Fortuna». Palabras ponderadas en la pluma de Tácito (que es quien
verdaderamente habla), verdades ciertas de quien, aun escribiendo en los años
plenos de difusión del cristianismo histórico, le era ajeno e, incluso,
detractor por indiferencia y cierto desprecio. Lo que no quita que vislumbrase
el peligro del acaparamiento y disfrute en exceso de los bienes materiales, muy
alejado del ideal del sabio para quien la herencia de la paideia
permanece para siempre.
Cuando Tácito redacta su obra, los Evangelios sinópticos ya se habían escrito
y, casi cierto, también el de San Juan. Todos estos autores, por esos azares
maravillosos de los cruces de la historia, transitaban por las mismas décadas
aunque con visiones bien distintas. Un periodo polisémico y rico en aspectos
religiosos y socioculturales en el que las mentes más agudas defendían valores
que dignifican al hombre, como la templanza o la moderación. La gran diferencia
es que los Libros inspirados dan un paso más. En este Evangelio del
primer domingo de Cuaresma, el Señor es tentado por el diablo en el
desierto. En el texto de Mateo concretamente, el cebo en la tercera intentona
es el mismo: el deslumbramiento y la codicia por el poder, las riquezas, la
gloria. Tal posesión omnímoda pide, incluso, la osadía de la adoración, la proskynesis,
al propio espíritu del Maligno. Pero el Señor reacciona: «Apártate, Satanás,
porque está escrito al Señor tu Dios adorarás y sólo a El darás culto». En la
Verdad encarnada, se proclama que Uno es el verdadero Dios y como Padre que nos
ama infinitamente puede cimentar la voluntad de rehuir la idolatría existencial
y las idolatrías tangenciales.Séneca aún no pudo descubrirlo. El era todavía deudor de lo que Pablo llama «los ídolos mudos» (1Cor 12,2) aunque su muerte respondiese con valentía a las categorías aristocráticas de la sociedad en que fue educado. Nosotros, cliqueando en el devenir de la historia tantos siglos después, tenemos al menos la esperanza cierta de que Alguien sostiene nuestro criterio y voluntad para saber utilizar el poder y las riquezas (quien lícitamente las tenga) con discernimiento pues, volviendo a San Pablo, «todo es lícito, mas no todo es conveniente».