Domingo XXVI (A)
«Los ladrones van
por delante de vosotros en el reino de Dios»
Lectura del santo
Evangelio según San Mateo 21,28-32
¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero
y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No
quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo
mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la
voluntad de su padre?». Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad
os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el
reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia
y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun
después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».
1.-
Dios. Recordemos que las parábolas de los hijos del dueño de la viña, el fariseo y el publicano, el
buen samaritano, etc., establecen el corte y la división entre
los que se creen salvados, porque son conscientes de su fidelidad a la Ley y,
por tanto, a la voluntad divina, y los que se abren al amor misericordioso de
Dios que les hace ver su estado pecaminoso y les da la capacidad para rehacer
su vida amando a los demás. Jesús orienta la parábola de los dos hijos para defender
ante el Israel religioso el nuevo rumbo y movimiento que toma Dios en las
relaciones con sus criaturas: «Los fariseos y letrados murmuraban y preguntaban
a los discípulos: —¿Cómo es que coméis y bebéis con recaudadores y pecadores?
Jesús les replicó: —Del médico no tienen necesidad los sanos, sino los
enfermos. No vine a llamar a a justos, sino a pecadores para que se
arrepientan» (Lc 5,30-32; cf. Mt 9,12). Es una una cuestión de abrirse y
comprender a un Dios que es misericordia; y abrir, a la vez, el corazón para
acercarse a los apaleados que están tirados en los caminos de la vida.
2.- La comunidad. El hijo peor,
observando la cultura y sociedad actual, no es el hijo sincero, ni el hipócrita,
sino el que no sabe que es precisamente hijo. Esta es la cuestión de fondo que
sucede en la cultura occidental. Nos hemos fabricado un estilo de vida que no
necesitamos al Señor para llenar su tiempo. No tenemos un dueño de la viña que
nos mande trabajar. No tenemos a un padre a quien amar. El tiempo transcurre
muy deprisa, porque la vida la tenemos llena por tantas cosas que tenemos que
hacer, tantas responsabilidades, tanto dinero que debemos ganar para
cumplimentar los deseos y satisfacciones de la familia antes las propuestas
continuas que nos hace la sociedad de libre mercado para vivir mejor, para ser
felices. ¿Quién piensa que hay gente sufriendo? ¿Quién piensa que son como
nosotros? ¿Ni sabemos que somos hijos de Dios, ni ellos, por tanto, hermanos
nuestros? Solo nos acercamos a aquellos que nos favorecen o a los que podemos sacarles algo en beneficio propio. La Iglesia es la que nos debe enseñar que
somos hijos del Señor y hermanos entre sí; la Iglesia es la que nos debe crear
una conciencia de que somos hijos, porque el peligro está no en el hipócrita
que dice sí y después no va, o el que dice no y después va a trabajar a la
viña. El peligro está en el que todos creemos que somos los dueños de la viña.
3.- El creyente. La solución, como hemos dicho en el comentario al
Evangelio, la tenemos en la parábola del buen Samaritano y se deduce que lo que
acabamos de escribir. Pregunta Jesús al fariseo sobre quién de los testigos del
hombre apaleado y orillado en el camino medio muerto se acercó a él. Es decir, ¿quién se hizo
prójimo, quién se aproximó y se acercó a la víctima de los salteadores? Porque
la cercanía no crea la ayuda, como es patente en el sacerdote y levita, sino la
compasión, que es la que mueve al samaritano a ayudar y
convertirse en «próximo». Jesús cambia el objeto por el sujeto del amor.
Este amor de misericordia, la nueva actitud de Dios para con los hombres, jamás
puede delimitar su objeto, Dios es el «prójimo» de todo el mundo y el amor
compasivo es lo que lo convierte en una proximidad salvadora, justamente todo
lo contrario de lo que sucede en cualquier ámbito que no tiene espacio para el
amor. Por eso todo aquel que se inserta y sigue este nuevo movimiento amoroso
de Dios es el que realmente participa en la eternidad divina (Lc 10,25). El
escriba acierta contestando: «el que lo trató con misericordia» (Lc 10,37), sin
citar al samaritano, porque sería un injuria que un judío tenga encima que
admitir que con quien tiene que identificarse sea con un samaritano, pues es el
que ha cumplido con la ley judía del amor generoso y desinteresado. Pero Jesús
remacha: «Ve y haz tú lo mismo» (Lc 10,37).