Haz de mi un instrumento de tu paz
Elena Conde Guerri
Facultad de Letras
Universidad
de Murcia
El evangelista Marcos parece
ser el protagonista del mes de septiembre que ya concluye, puesto que
a él pertenecen todos los pasajes evangélicos leídos los domingos. Todos
han sido ya comentados en profundidad en el apartado propio de este blog.
Quisiera centrarme, no
obstante en un detalle que me parece significativo. Marcos, el escueto, el
árido a veces, el enigmático si se quiere, resalta a los niños como
centro de casi todos ellos, aun bajo la apariencia de ser secundarios en
las escenas vividas junto a Cafarnaum. El no es, pues, el protagonista.
Lo son los niños. Liderazgo no impuesto aquí por la creación literaria sino
lógico porque en los hechos reales que pasaron es el Señor quien los elige, es
el propio Cristo quien los destaca preferentemente por encima de otras
secuencias biológicas y, desde luego, profesiones, dignidades y autoridad ya
que los discípulos andaban inquietos con esas cosas.
quem cum complexus esset, e intensificando su magisterio
en torno a él concluye con rotundidad que el receptor del niño es receptor del
propio Padre. ¡Los niños!, incómodos en las sociedades antiguas en
tanto no alcanzasen la capacidad de un cierto discernimiento, alumni
a los que había que alimentar gratuitamente (nunca mejor la semántica del
término latino), ruidosos, tan sólo deseosos de juego, consumidores pero
inoperantes, ajenos completamente al mundo productivo de los adultos y a las
reglas sofisticadas que marcaban la convivencia integrada en la vida
ciudadana. Pequeños cometas errantes con peligro de desvelar las trampas e
hipocresías de los adultos si caían repentinamente en el punto equivocado. Es
cierto que también eran adultos en potencia y sus padres y maiores,
sobre todo si pertenecían a las clases aristocráticas, conscientes de ello,
preveían a su educación en el momento oportuno, que rondaba los siete años,
para que paulatinamente pudiesen desempeñar con orgullo las responsabilidades
de la ciudadanía, garante de la estabilidad de los Estados. Así lo
testifican muchos autores griegos y romanos, siendo recurrentes Cicerón en su Cato
Maior y Plutarco en la biografía de este mismo personaje.
Ningún instrumento es más
desestabilizador de la paz interior, de la serenidad, que las cavilaciones
sobre el poder y la jerarquía. Jesús "se sienta", gesto de autoridad,
y coge a un niño y lo pone en medio de todos y lo estrecha entre sus brazos,
explicitamente
Pero el Señor no ve nada de esto. Pasa
de las coordenadas temporales marcadas por la gestión perecedera de los
hombres. El penetra la esencia genuina del niño, la traspasa en profundidad, la
disecciona en el germen primigenio del Adán paradisíaco que fue creado sin
culpa. Los niños son inocentes, es decir "no dañan " a nadie
conscientemente. Los parvulitos no se avergüenzan de su cuerpo ni de sus acciones,
no murmuran ni traman contra otros, saben ser generosos si se les enseña, no
acaparan con la ansiedad de las urracas, su mirada es luminosa porque no se ha
contaminado con la opacidad tributaria del mundo de los adultos. Por eso Jesús
los abraza, los mima, no quiere que les separen de Él. ¿En qué otros pasajes de
los Evangelios se dice textualmente que el Señor abrace? Ahora, no
recuerdo ningún otro. Sabemos que Jesús lloró: por Jerusalén, la ciudad santa,
ante su profética destrucción (Lc. 19, 41) y ante el sepulcro de su amigo
Lázaro, ya muerto, esta vez con lágrimas de hombre herido por su pérdida
(Jn.11, 35). Pero la acción de abrazar es otra demostración de afecto bien
distinto. Sólo lo puro, lo inocente, quizá, merece este enorme privilegio de
que el propio Dios te abrace.
Este próximo domingo día 4 de octubre, se conmemora a San Francisco de Asís. Me atrevería a afirmar sin duda ninguna que él, como ningún otro pasajero de la historia, quiso y supo hacerse como un niño. A la vez que se despojó de sus ricas indumentarias, como convenía al rango de su posición y familia, se desgajó también de ella para quedar exento y libre de todo, para mostrar y mostrarse ante la irrisión de sus conciudadanos que la desnudez corporal no es deshonrosa, pues el cuerpo es anatomía de Dios, y que a la vez es simbólica e indicativa. También los niños corretean desnudos por la playa con la libertad que concede la pureza de sus miradas. Eso pensaría el Santo cuando, algo después, hizo tandem de desnudos con Fray Rufino , "simple e idiota", y perfecto obediente aquí, en una predicación en Asís como indicando que el anuncio de la palabra de Dios no precisa de ningún otro adimento. (Fioretti 30).
San Francisco se hizo pequeño, mínimo, se hizo estéril de todo lo material para dárselo a los otros, se "desurbanizó" y trabajó por el Señor hasta en territorios lejanos y hostiles, de otros credos, pero siempre inerme y como mensajero de la paz, abrazó al leproso y nunca, nunca, postergó en su itinerario a la Madre de Dios, su mejor cómplice. El joven caballero de Asís se reeducó a sí mismo para convertirse en niño, para demostrar con el tiempo que "el niño es la medida de todas las cosas", diríamos. Obviamente, y fuera de toda poesía, en este "abrazo al leproso" está la dureza de la negación personal, y la sublimación de las propias pulsiones naturales, lícitas y comprensibles, que nos empujan a alejarnos de lo desagradable, lo incómodo y lo feo. Proceso que sin la ayuda de Dios no se puede. Yo me atrevería a decir que Francisco es la superación de la propia vulnerabilidad, al igual que el niño pequeño llora en público sin saber por qué y no se avergüenza. Sin duda, por eso Cristo le abrazó y le imprimió sus cinco llagas. En un mundo llagado como el nuestro su ejemplo y el de aquéllos que se hacen como niños son la esperanza de que "de éstos es el Reino de Dios".