LAS APARICIONES
I
La convicción de que Jesús vive parece
que proviene de una aparición o una serie de apariciones o encuentros con los
discípulos más cercanos y que se formulan de una manera muy escueta. Pablo lo
escribe: «... se apareció a Cefas y después a los Doce...» (1Cor 15,5). Marcos
lo da a entender en el relato sobre la visita de las mujeres al sepulcro vacío:
«Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de ellos a Galilea.
Allí lo verán, como les había dicho» (Mc 16,7). A este hecho simplemente
afirmado se le da más tarde un cuerpo de relato en el que se relaciona a
Jerusalén con el sepulcro y a Galilea con las apariciones. Lo mismo sucede con
el tiempo, que se concreta en el amanecer del primer día de la semana del
sepulcro con el anochecer de las apariciones (cf. Lc 24,29; Jn 20,19). Más
tarde las apariciones se diversifican y se usan según los objetivos de Mateo,
Lucas y Juan.
El desarrollo de los relatos de las
apariciones proviene del lógico interés de las comunidades de fundar la fe en
lo que constituye su auténtico arranque histórico, como es la experiencia de la
resurrección: «... si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es
vana nuestra fe» (1Cor 15,14). Experiencia que se adapta a las situaciones de
las comunidades y a las interpretaciones más válidas para que Jesús se mantenga
vivo y operante en ellas. Las reconstrucciones del hecho de las apariciones son
muy ricas y divergentes. Algunas apariciones transmiten el encuentro entre
Jesús resucitado y sus discípulos más cercanos, a los que se les capacita para
una determinada misión y con la que se pretende narrar la creación de la
comunidad cristiana. Son apariciones que fundan el cristianismo, además de
explicar en qué consiste la resurrección. Otras apariciones se orientan a
enseñar el proceso creyente para llegar a la convicción y experiencia de la
resurrección, toda vez que ya no es posible a los cristianos de las
generaciones posapostólicas un encuentro con el resucitado. Por último, hay que
afirmar que las apariciones no se deben confundir con el hecho de la
resurrección, sino que son la consecuencia lógica de ella y se utilizan para
testimoniar la acción divina sobre Jesús. Como no existe una relato
pormenorizado de la resurrección, las apariciones determinan lo más cercano a
ella.
A LOS
DISCÍPULOS
a. Los
Once están en Galilea para encontrarse con Jesús resucitado, como les había
citado previamente por medio de las mujeres que habían visitado el sepulcro (Mc
16,7; Mt 28,7.10). El lugar del encuentro es un «monte», un sitio donde Jesús
revela la voluntad de Dios a su pueblo (cf. Mt 5,1; 8,1) y se revela como
enviado suyo a los discípulos (cf. Mt17,1.5). Entonces escribe Mateo que «al
verlo, se postraron, pero algunos dudaron» (Mt 28,17). Sucede igual que cuando
Jesús sale al paso de las mujeres cuando huyen del sepulcro (cf. Mt 28,9). Es
la postración y adoración ante quien ya creen como su Señor, no obstante haya
sido difícil el camino de acceso a la creencia, sobre todo a la de la
resurrección. Tenemos un ejemplo en las escenas que narra el Evangelista de la
tempestad del lago en la que los discípulos creen naufragar (cf. Mt 8,26), o
del hundimiento de Pedro en el agua (cf. Mt 14,30-31) como muestras de sus
dudas y falta de fe en la fuerza y la veracidad de la palabra de Jesús.
Pero el señorío de Jesús responde a la
debilidad de los discípulos. Jesús ha sido revestido de todos los poderes por
Dios Padre. Está capacitado para revelar la voluntad salvífica de Dios y para
ejercerla, y como tal la participa en cierta medida en su ministerio público: «Y
llamando a sus doce discípulos, les confirió poder sobre espíritus inmundos,
para expulsarlos y para curar toda clase de enfermedades y dolencias» (Mt
10,1). Los Doce, unidos a Jesús, se centran en las ovejas descarriadas de
Israel, predican el Reino y hacen toda clase de signos para indicar que Dios
está cercano o se está acercando a su pueblo (Mt 10,7-8). Sin embargo, todo
cambia con la resurrección aunque tenga elementos básicos de continuidad, como
es la misión.
Por consiguiente, ahora que está sentado
a la derecha del Padre: «Jesús se acercó y les habló: Me han concedido plena
autoridad en cielo y tierra. Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los
pueblos; bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y
enseñadles a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre,
hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20). El señorío de Jesús es universal y en
este ámbito confiere la misión a los discípulos. Ellos no deben centrarse sólo
en las ovejas de Israel, sino recorrer todo el mundo, todos los pueblos, para
anunciar la buena noticia del Reino (cf. Mt 25,32). El mensaje es muy concreto
a estas alturas. En primer lugar el bautismo es el rito para introducirse a la
fe y declarar el sentido de pertenencia a la comunidad. En él se adquiere la
filiación divina, que el Padre manifiesta a Jesús en su bautismo realizado por
Juan (cf. Mc 1,11par). El Padre es el nuevo rostro de Dios, y su Espíritu, el
poder de amor por el que las personas se saben consagradas recreando el mundo
en la nueva dimensión que ha inaugurado la presencia histórica de Jesús.
En segundo lugar, el mandamiento del
amor, que resume la ley y las enseñanzas de los profetas (Mt 22,37-40), es lo
que los discípulos tienen que enseñar y hacer cumplir a los nuevos cristianos
para que puedan consagrarse y consagrar la creación a Dios, es decir, hacer de
nuevo toda la realidad imagen y semejanza del nuevo rostro misericordioso de
Dios revelado por Jesús. En tercer lugar, si los discípulos siguen estas
normativas, él no los abandonará. Que Jesús esté con ellos, es la
garantía de la validez de su misión significada en su permanencia entre los
pueblos a lo largo del tiempo. La compañía de Jesús, en fin, es la seguridad
del éxito de la misión, antes que la calidad del discípulo. Un éxito que se
verá cuando transcurra todo el tiempo que hay entre la resurrección y la venida
como juez a separar la paja del trigo, a los que han amado al prójimo de los
que lo han despreciado (Mt 13,49; 25,34.41).