lunes, 23 de noviembre de 2015

¡Ven, Señor Jesús!

                                                                 I ADVIENTO (C)


            Lectura del santo Evangelio según San Lucas, 21,25-28. 34-36

            En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: —Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo, temblarán. Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria.
            Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.
            Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre.


           
1.-  Comenzamos el tiempo en el que nos preparamos para celebrar el gran don del Señor: el nacimiento de su Hijo, pues  «tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo único, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).  Y con la memoria de Belén, recordamos la segunda venida de Jesús al final de los tiempos, y en los términos que escuchamos el domingo pasado: para desvelar cómo y cuánto hemos amado a los necesitados. Jesús no sabe cuándo vendrá de nuevo; él desconoce  el momento  del fin del mundo, pero es cierto que el encuentro individual con el Señor será en nuestra muerte. Esta se nos puede presentar de improviso; o esperada por la gravedad de  nuestras enfermedades, por los años que hemos cumplido, etc. La pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿estamos preparados y despiertos?; es decir, ¿«de pie» para el encuentro con el Señor? El encuentro con el Señor será la luz de la mañana,  que sigue a la noche de nuestra vida, donde tanteamos el bien, hacemos el mal sin darnos cuenta, y dormimos mucho siendo inconscientes de la gente que nos necesita. Por eso, debemos estar despiertos y de «pie».

           
2.-  Jesús se dirige a los discípulos para que estén preparados para el encuentro final con él. No deben distraerse con los asuntos banales de nuestra vida, pues hay que comunicar a todos los pueblos la esperanza de que el Señor vuelve para salvarnos, para sacarnos de los infiernos que hemos creado entre todos en esta vida. El Señor nos dirá al final de los días que nuestra vida individual y colectiva no es un sufrimiento sin fin, o una paz y amor interesados, o una libertad experimentada a costa de la esclavitud de mucha gente, o una autonomía conseguida por el dinero, dinero del que no todo el mundo puede disponer. Por eso, la Iglesia no se puede parar en la historia; no puede esconderse en un castillo o en un palacio y ver pasar los acontecimientos que angustian o alegran a los hombres, sin participar en sus tristezas y gozos. Si hemos sido salvados en esperanza (cf. Rom 8,24), dicha esperanza hay que proclamarla hasta el confín de la tierra. La Iglesia no se puede dormir; no puede recibir al Señor ausente de la vida de los hombres; o siendo una desconocida en los espacios donde se da la soledad, la enfermedad, el hambre, la injusticia, la esclavitud.

       

3.- Lucas nos recuerda dos actitudes en este tiempo de adviento. Debemos estar atentos a los hechos y acontecimientos que favorecen nuestra vida, alejarnos de los que nos distraen y embotan nuestra mente, que no siempre es el alcohol, y enfrentarnos a los que nos hacen daño. Para eso hay que saber del amor, que es el criterio que discierne lo bueno y lo malo. Tenemos la vida muy llena; con muchas tareas por delante, sobre todo los que debemos sacar una familia adelante y los que estamos jubilados, con mil ocupaciones al día. Hay que estar atentos al Señor que está presente en nuestra vida, y si le abrimos el corazón su influencia será cada vez más intensa hasta el encuentro definitivo con Él.— Después debemos orar. Debemos atender al Señor y descubrir su existencia en nuestra vida por medio de la oración. Así no tendremos sorpresa alguna cuando nos encontremos con él en nuestra muerte. Hay que introducir al Señor en nuestra conciencia, en nuestra intimidad, y desde ahí recibir y experimentar la relación de su amor que nos mantiene vivos, despiertos, vigilantes ante cualquier distracción o sueño intespectivo. Y, por otro lado, salir fuera de nosotros para cambiar a las personas, para transformar las situaciones e instituciones y provocar que su llegada se adelante al conseguir que la vida sea más humana.
       


I Adviento (C)

                                                                     I ADVIENTO (C)


            Lectura del santo Evangelio según San Lucas, 21,25-28. 34-36

            En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: —Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán. Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria.
            Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.
            Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre.

             
  1.- Texto. El Hijo del Hombre se comprende en los Evangelios para este tiempo futuro como un juez que vendrá «con la gloria de su Padre y acompañado de sus santos ángeles» (Mc 8,38par; 13,27par). Y responde a una de las primeras aclamaciones de los cristianos cuando experimentan la resurrección de Jesús: a la afirmación « ¡Señor Jesús!» (1Cor 12,3), cuando se solicita su vuelta a la historia para clausurarla, se responde: «¡Marana tha!» « ¡Ven, Señor!» (1Cor 16,22). Por consiguiente, el Hijo del hombre, como juez poderoso (cf. Mc 8,38par), vendrá en el futuro para inaugurar la etapa última de la historia de la salvación: «Llegarán días en que desearéis ver uno de los días de este hombre y no lo veréis [...] Lo que sucedió en tiempos de Noé sucederá en tiempo del Hijo del hombre [...] Así será el día en que se revele el Hijo del hombre» (Lc 17,26-30). El regreso para juzgar es inesperado, aunque sea seguro: «Pero vosotros estad preparados, pues cuando menos lo penséis, llegará el Hijo del hombre» (Lc 12,40). Sin embargo no hay que inquietarse por el retorno imprevisto. El cristiano no debe desequilibrarse en las responsabilidades de la vida cotidiana si camina con la confianza de que Dios saldrá en defensa de sus hijos (cf. Lc 18,8).

       
2.- Mensaje. Comienza el Año Litúrgico con la preparación de la celebración del nacimiento de Jesús. Y con esta ocasión, la Liturgia nos recuerda la segunda venida, cuando el Señor vendrá en su gloria para desvelar la verdadera historia colectiva y personal de todas las generaciones humanas. Por eso, el Evangelio  avisa de «estar despiertos». Estar vigilantes implica a los dos protagonistas de la salvación humana. El primero es el Señor con su actitud de bondad, y de bondad misericordiosa, que desea siempre el encuentro definitivo con todos para que sus criaturas, que son sus hijos en su Hijo Jesús, puedan alcanzar la felicidad eterna. El otro protagonista es el ser humano, tanto individual como colectivo. Y la actitud es la apertura del corazón a Él para saber de su amor permanente, y la apertura amorosa a los demás para contribuir a la construcción del Reino en la historia, cuya responsabilidad única recae sobre la libertad del hombre, de la sociedad y de la cultura que crea y transmite.
       
       

3.-Acción.  La mayoría de la gente pasa la vida elaborando proyectos que  hacen trabajar, soñar, ilusionarse. La sociedad, la familia, cada persona alberga en su corazón la íntima convicción de que será más que la generación anterior, porque poseerá más medios para vivir y disfrutar los bienes que exhiben otros ante nuestros ojos: salud fuerte, familia estable, trabajo digno, amigos fieles y reconocimiento social. Se espera  la autonomía suficiente para hacer lo que se desea en cada época de la vida. Esto es bueno, si estas esperas básicas de todos los hombres se introducen en la esperanza que vehicula las realidades eternas. Es decir, los sueños que hacen tener más cosas, se haga más justicia, se experimente más libertad, más gozo, se integran en la relación de amor con el Señor, que es el que da el sentido y el valor último a cada espera, que no es otro que la vida feliz  para siempre. Porque se sabe que, o se alcanza lo que se desea, o se frustra la persona; o si se alcanza, se espera tener más; o, al cumplir años, se cambia el sentido del gozo y de la posesión.  Toda la vida es un caminar insaciable, o conformista, pero que en cualquier momento puede desaparecer. Hay que introducir la vida con todas sus conquistas en la esperanza de eternidad; en la esperanza de lo que de ella permanece para siempre, que no es otra cosa que su dimensión de amor.