I
ADVIENTO (C)
Lectura del santo Evangelio según
San Lucas, 21,25-28. 34-36
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: —Habrá
signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las
gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán
sin aliento por el miedo, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las
potencias del cielo, temblarán. Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una
nube, con gran poder y gloria.
Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la
cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente
con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero, y se os eche encima de
repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.
Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de
todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre.
1.- Comenzamos el tiempo en el que nos preparamos
para celebrar el gran don del Señor: el nacimiento de su Hijo, pues
«tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn
3,16). Y con la
memoria de Belén, recordamos la segunda venida de Jesús al final de los
tiempos, y en los términos que escuchamos el domingo pasado: para desvelar cómo
y cuánto hemos amado a los necesitados. Jesús no sabe cuándo vendrá de nuevo;
él desconoce el momento del fin del mundo, pero es cierto que el
encuentro individual con el Señor será en nuestra muerte. Esta se nos puede
presentar de improviso; o esperada por la gravedad de nuestras enfermedades, por los años que hemos
cumplido, etc. La pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿estamos preparados
y despiertos?; es decir, ¿«de pie» para el encuentro con el Señor? El encuentro
con el Señor será la luz de la mañana,
que sigue a la noche de nuestra vida, donde tanteamos el bien, hacemos
el mal sin darnos cuenta, y dormimos mucho siendo inconscientes de la gente que
nos necesita. Por eso, debemos estar despiertos y de «pie».
2.- Jesús se dirige a los discípulos para que estén
preparados para el encuentro final con él. No deben distraerse con los asuntos
banales de nuestra vida, pues hay que comunicar a todos los pueblos la
esperanza de que el Señor vuelve para salvarnos, para sacarnos de los infiernos
que hemos creado entre todos en esta vida. El Señor nos dirá al final de los
días que nuestra vida individual y colectiva no es un sufrimiento sin fin, o
una paz y amor interesados, o una libertad experimentada a costa de la
esclavitud de mucha gente, o una autonomía conseguida por el dinero, dinero del
que no todo el mundo puede disponer. Por eso, la Iglesia no se puede parar en
la historia; no puede esconderse en un castillo o en un palacio y ver pasar los
acontecimientos que angustian o alegran a los hombres, sin participar en sus
tristezas y gozos. Si hemos sido salvados en esperanza (cf. Rom 8,24), dicha
esperanza hay que proclamarla hasta el confín de la tierra. La Iglesia no se
puede dormir; no puede recibir al Señor ausente de la vida de los hombres; o
siendo una desconocida en los espacios donde se da la soledad, la enfermedad,
el hambre, la injusticia, la esclavitud.
3.-
Lucas nos recuerda dos actitudes en este tiempo de adviento. Debemos estar
atentos a los hechos y acontecimientos que favorecen nuestra vida, alejarnos de
los que nos distraen y embotan nuestra mente, que no siempre es el alcohol, y enfrentarnos
a los que nos hacen daño. Para eso hay que saber del amor, que es el criterio
que discierne lo bueno y lo malo. Tenemos la vida muy llena; con muchas tareas
por delante, sobre todo los que debemos sacar una familia adelante y los que
estamos jubilados, con mil ocupaciones al día. Hay que estar atentos al Señor
que está presente en nuestra vida, y si le abrimos el corazón su influencia
será cada vez más intensa hasta el encuentro definitivo con Él.— Después
debemos orar. Debemos atender al Señor y descubrir su existencia en nuestra
vida por medio de la oración. Así no tendremos sorpresa alguna cuando nos
encontremos con él en nuestra muerte. Hay que introducir al Señor en nuestra
conciencia, en nuestra intimidad, y desde ahí recibir y experimentar la
relación de su amor que nos mantiene vivos, despiertos, vigilantes ante
cualquier distracción o sueño intespectivo. Y, por otro lado, salir fuera de
nosotros para cambiar a las personas, para transformar las situaciones e instituciones
y provocar que su llegada se adelante al conseguir que la vida sea más humana.