La obediencia en San Francisco
[El Crucificado del Coro. La Merced. Murcia]
III
El
Evangelio es la ley que deben obedecer todos los religiosos, ministros y
súbditos. La autoridad, entonces, no tiene valor por sí misma, sino que existe
en la medida en que se refiere al Evangelio, y el Evangelio es la Regla que ha escrito. Desobedecer la Regla es
darle la espalda al Evangelio: «Y el
ministro general y todos los otros ministros y custodios estén obligados por
obediencia a no añadir o quitar en estas palabras. Y siempre tengan este
escrito consigo junto a la Regla. Y en todos los capítulos que hacen, cuando
leen la Regla lean también estas palabras. Y a todos mis frailes, clérigos y
legos, mando firmemente por obediencia que no introduzcan glosas en la Regla ni
en estas palabras diciendo: “Así deben entenderse”. Sino que, así como el Señor
me dio decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así
sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta
el fin»[1].
Es cierto que hay que obedecer al
Ministro General, a Francisco y a sus sucesores, en aquellas cosas que uno ha
prometido al Señor[2],
pero salvando la común obediencia al Evangelio para excluir todo poder o
dominio de unos sobre otros, realidad que rompería esencialmente la
fraternidad. Porque como se ejerza la autoridad con poder, la fraternidad se
transforma en una sociedad en la que hay señores y siervos, institución que
Jesús excluye tajantemente en el episodio narrado antes de Juan y Santiago. Los
ministros deben servir a los hermanos según el Espíritu del Señor y caminar en
la vida según su influencia, como los súbditos deben obedecer según el Espíritu
del Señor, manteniendo el diálogo entre sí. Hay que anotar ciertos deberes de
los ministros para con los súbditos: visitarlos con frecuencia, no mandar nada
contra el alma o la Regla, tratarles con misericordia y ayudarles en sus
situaciones difíciles; y los súbditos, para con los ministros, no deben olvidar
que renunciaron a su voluntad por el Evangelio, obedecer a los ministros en lo
que prometieron según la Regla y poder recurrir al ministro cuando se vean
incapacitados para cumplir los preceptos de la Regla.
En definitiva,
escribe San Francisco: «. Mas los ministros recíbanlos caritativa y
benignamente y tengan tanta familiaridad para con ellos, que [los frailes]
puedan hablarles y obrar como los señores a sus siervos; pues así debe ser, que
los ministros sean siervos de todos los frailes. Pero amonesto y exhorto en el
Señor Jesucristo que se guarden los frailes de toda soberbia, vanagloria,
envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y murmuración;
y no cuiden los que no saben letras de aprender letras»[3]. San
Francisco, en fin, somete la obediencia al amor, como ocurre con Jesús y con
los otros dos consejos evangélicos. Por eso el Espíritu, que es la relación de
amor de Dios con nosotros, es el verdadero Ministro General de la Orden: «Quería
que la religión fuera lo mismo para pobres e iletrados que para ricos y sabios.
Solía decir: en Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la
religión, que es el Espíritu Santo, se posa igual sobre el pobre y sobre el
rico»[4].