Esa
mirada
Elena Conde Guerri
Facultad de Letras
Universidad de Murcia
El tiempo de Pascua es el
tiempo de la luminosidad. De la luz trascendente que se abre paso al exterior
anulando nuestros posibles túneles interiores. Eso sí, si tenemos la voluntad
de recibirla. Es la luz de Emaús, magistral, pero también la débil luz de los
discípulos noqueados en la madriguera del cenáculo, como a la espera. La luz
plena se identifica con El. Esa persona triunfante sobre lo contingente, que se
revela en las heridas de su anatomía palpable pero nueva para el umbral del
tiempo nuevo que ahora comienza. Un regalo delicioso para el impasse que
precede a la Ascensión, en que el Señor viene y va, como jugando al
escondite, anima, reconforta y nos identifica con El esencialmente a
través de la mirada. Eso pienso yo, al menos.

En los Evangelios, el término
"decir"/"les dijo", es constante en la narración de los
hechos vinculados a la actividad evangélica del Señor. Pues el mensaje, la
finalidad catequética, se trasmite esencialmente por la palabra. Tras su
resurrección, Jesús habla menos y cuando lo hace es con autoridad rotunda,
estableciendo incluso bases teológicas y sacramentales según documentan los
citados textos. Sin embargo, en esas convivencias fugaces pero tiernísimas con
sus discípulos, que ahora son casi como sus iguales, compañeros y amigos añejos
de tantas experiencias previas, cambia en parte el vehículo de su comunicación.
Son signos, actitudes, gestos, miradas. Quizá, la palabra suya había cumplido
su misión. Ahora, bastaba sólo su mirada. Pero también antes, en la etapa de
triturar pueblos y caminos fiel a su elección, el Señor quiso servirse de su
mirada salvífica en dos ocasiones muy puntuales, con dos personas muy
diferentes e inmersas en circunstancias bien distintas. En su encuentro con el
llamado joven rico (Mc 10,21. Mt 19,16-22. Lc 18,18-23) y en el episodio de la
negación de Pedro (Mc 14,66-72. Mt 26,69-75. Lc. 22,54-62. Jn 18,17-27). En
ambos, los textos remarcan el término específico que señala el interés del que
mira por el otro. En la primera ocasión, es Marcos 10,21 quien escribe
que Jesús
intuitus eum, es decir "fijando directamente su mirada en
él", sintió al punto surgir de su corazón un sentimiento de afecto
profundo por ese hombre que, desde siempre, había sido obediente a la ley de
Dios pero que, paradojicamente, no tuvo los arrestos suficientes para
desprenderse de sus bienes materiales. Y el Señor, entonces, sintió gran
tristeza. Debió de producirse como un bumerán de empatías encontradas en el
intercambio de aquellas dos miradas. Un bullir de sentimientos que el
mirado directamente por la pupila divina probablemente ni pudo asimilar. No es
igual "él levantó los ojos al cielo", "miró a su
alrededor", expresiones recurrentes en los Sinópticos cuando el Señor va a
actuar, que "mirar directamente a los ojos, detenerse en la recreación de
la mirada del otro, bucear en la reciprocidad de su interior". Todos nos
hemos preguntado alguna vez cómo miraría Jesús. Y más de una vez y todas las
veces seguimos tiritando cuando releemos el pasaje de la negación de Pedro. Es
San Lucas (no los otros evangelistas) el que se detiene explicitamente en el
detalle de la mirada del Señor a Pedro cuando éste curioseaba, en la noche
dramática, el veredicto de las autoridades religiosas sobre su Maestro.
Et
conversus Dominus respexit Petrum (22,61-62). Volviéndose hacia el amigo,su
intención clara fue dirigir y clavar su mirada en los ojos de Pedro. Y, sin
duda, en la doliente dulzura de esas pupilas, el discípulo vio reflejado el
pronóstico de que él zozobraría en su lealtad y que sólo era un cobarde y
bravucón abominable. "Y rompió a llorar amargamente". Pero la mirada
de Jesús no le despreció ni le condenó. Igual que no lo había hecho con el
joven acaudalado.

Toda mirada que perturba
y que puede cambiar la vida es siempre personal y directa. No puede ser al
infinito. La intención y la reciprocidad de la mirada en general puede tener,
no obstante, consecuencias bien distintas de las de la mirada del Señor.
Siguiendo con la Biblia, hay personajes tatuados para siempre con actuaciones y
desenlaces nefastos que fueron incubados en la perversidad u oscuridad de
sus miradas. Proverbiales: la degollación de San Juan Bautista como causa
directa de una promesa precipitada por la concupiscencia de la mirada hacia la
Salomé danzante. (Aunque los Evangelistas no empleen un verbo más específico y
digan
placuit Herodi, por ejemplo Mateo 14,6, es obvio que el rey tuvo
que escrutar). La perícopa de Susana y los ancianos (Dn 13) es otro ejemplo.
Los dos ancianos que la veían diariamente paseando en su jardín empezaron a
desearla,
et videbant eam senes ... et exarserunt in concupiscentiam
eius. (v.8). Pero su calumnia contra la inocente se volvió contra
ellos mismos y provocó su propia muerte. Las miradas infractoras, criminales,
opacas, engendran la destrucción.
La mirada del Señor es diferente, no es una
simple inspección epidérmica de corto alcance. Es esa mirada.
Engendra vida, paz, futuro, serenidad y esperanza. Porque es la mirada de la
misericordia, la que nace de un corazón capaz de sentir y regalar compasión.
Por Pedro y por cada persona de la humanidad entera. En tiempo de Pascua y
fuera del tiempo. El Santo Padre, Francisco, acaba de anunciar el próximo Año
de la Misericordia. Lo estamos contemplando YA.