Doña Beatriz de
Silva, de Tirso de
Molina,
y la defensa de la Inmaculada Concepción
(I)
Francisco Florit Durán
Facultad de Letras
Universidad de Murcia
Entre
la producción dramática de fray Gabriel Téllez, conocido en el mundo literario
con el pseudónimo de Tirso de Molina, contamos con una pieza titulada Doña Beatriz de Silva en la que se
relata la vida secular ¾ el autor prometió al final de la obra una segunda
parte, donde se escenificaría la vida religiosa de Beatriz, que no nos ha
llegado¾ de esta dama portuguesa pionera en la defensa de la
Inmaculada y fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción. Nuestro
dramaturgo siempre colaboró muy activamente en difundir la devoción a la
Inmaculada. Así lo hizo, por ejemplo, durante los tres años que estuvo en la
Isla de Santo Domingo, tal y como él mismo lo cuenta en su Historia de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes (1639):
«Se
introdujo en aquella ciudad y isla la devoción de la limpieza preservada de la
Concepción purísima de nuestra Madre y Reina, cosa tan incógnita en los
habitantes de aquel pedazo de mundo descubierto [...] Mandóse a todos los de
nuestra Religión, en el capítulo general de este maestro [fray Francisco de
Rivera] que se defendiese en la cátedra y los púlpitos esta verdad piadosa y ya
más que opinable, siendo una de las principales instrucciones que llevábamos,
y, cuando no lo fuera, la devoción por sí misma hiciera lo que los hijos deben
por tal Madre»[1].
No
todo queda ahí. Durante su permanencia en la isla participa en una justa
poética en honor de la Natividad de María y de su Concepción Inmaculada. Los
poemas se incluirán luego en su miscelánea Deleitar
aprovechando (1635). También conviene destacar su adhesión a la defensa
pública de la Inmaculada Concepción cuando firma, junto con los demás miembros
de la comunidad mercedaria de Toledo, en el libro de Sor Luisa de la Ascensión.
Lo hace el 30 de septiembre de 1618, al poco de regresar de Santo Domingo, y lo
vuelve a hacer, ya en Madrid, el 11 de agosto de 1623. Como muy bien señala
Luis Vázquez: «Tirso, pues, tuvo especial interés en inscribirse como defensor
de la Inmaculada en dos ocasiones mostrando así su fe ferviente en dicha
creencia»[2]. No podía ser de otro
modo. Recuérdese que, según la propia historia de la Orden de la Merced,
«Ningún mercedario fue admitido a los grados académicos de la Orden ni nombrado
Predicador ¾y fray Gabriel Téllez lo fue¾,
sin antes hacer el juramento de creer, sostener, defender y enseñar que el alma
de la Beatísima Virgen María, en el primer instante de su creación e infusión
en el cuerpo, por la gracia proveniente del Espíritu Santo, en previsión de los
méritos de Jesucristo Redentor, fue reservada e inmune del pecado original»[3].
De modo y manera que ese juramento
de «creer, sostener, defender y enseñar» lo llevará a cabo Tirso de Molina de
dos maneras. Por un lado, tal y como se acaba de ver, a través de su magisterio
en tanto que mercedario y, por otro ¾y
es lo que ahora me interesa más¾, en virtud de su condición de comediógrafo en la
España del Siglo de Oro. En ambas circunstancias la función propagandística y
divulgadora de la doctrina inmaculista y el sostenido empeño por promover una
devoción entre sus contemporáneos se van a desarrollar a través de cauces
distintos, aunque no estaría de más señalar que aquí volvemos a encontrarnos
con un nuevo y precioso ejemplo en el que púlpito y teatro cumplen la misma
misión catequética.
Es probable que Triso escribiera Doña Beatriz de Silva durante su
estancia en el convento mercedario de Toledo, justamente en la época en la que
aparece su firma en el Registro de
adhesiones al Misterio de la Concepción Inmaculada de María, es decir en el
otoño de 1618. Recuérdese que en la comedia
se cita el Motu proprio,
otorgado por Paulo V el 12 de septiembre de 1617, por el cual se prohibía la
disputa entre los maculistas y los inmaculistas, y más concretamente el que no
se sostuviera la opinión de que María fuera concebida bajo el pecado original. De
modo que la redacción de la obra tiene que ser necesariamente posterior al
breve de Paulo V.
Sea como fuere lo que también
conviene ahora señalar es que para la redacción de la pieza Tirso tuvo que
manejar una serie de fuentes documentales que han sido bien estudiadas por un
buen número de críticos, especialmente por Manuel Tudela[4]. Estas fuentes irían
desde la de historia general hasta las de las propias biografías de Beatriz
encontrables en documentos internos de la Orden de la Concepción.
Pero
lo que me interesa ahora es mostrar cómo Tirso se sirve de una serie de
mecanismos y recursos teatrales, radicalmente teatrales, para alcanzar su
propósito, para hacer llegar al espectador de la España del siglo XVII un
mensaje bien definido y del que ya he dado cuenta: el fomento de la doctrina de
la Inmaculada Concepción. Lo que hace Tirso, pues, es echar mano de su ingenio
y de su capacidad para construir una comedia que va a ser puesta sobre un
escenario por unos actores y en la que la dimensión espectacular del arte
escénico con su enorme poder para seducir visual y sonoramente al auditorio
está al servicio de una idea. Es un ejemplo, por consiguiente, perfecto de cómo
un arte, el del teatro, cumple una función contrarreformista del mismo modo que
la cumplieron la pintura, la arquitectura o la escultura en la España del
Barroco.
Y
esta referencia a otras artes no es en modo alguno casual porque cuando en acto
III, que es donde se acumula verdaderamente toda esta fuerza escénica, Tirso
elabora la siguiente tramoya: «Abrénse las puertas [del armario en donde la reina
Isabel, la mujer de Juan II, había encerrado por celos a Beatriz] y sale doña
Beatriz, y sobre ellas, en una nube, se aparece una niña con los rayos, corona
y hábito que pintan a la imagen de la Concepción», está, como se ve, diciéndole
al autor de comedias (el director de
la compañía teatral) que vista a la actriz que va a hacer el papel de Virgen
María según se representa en los cuadros sobre la Inmaculada de la época. Y
aquí viene bien recordar lo que dejó escrito Francisco Pacheco en su tratado El arte de la pintura (1649):
Hase
de pintar [...] esta Señora en la flor de la edad, de doce a trece años,
hermosísima niña, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísima y rosadas
mejillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro. [...]. Hase de
pintar con túnica blanca y manto azul, que así apareció esta Señora a doña
Beatriz de Silva, portuguesa. [...]. Vestida de sol, un sol ovado de ocre y
blanco que cerque toda la imagen [...]; coronada de estrellas; doce estrellas
compartidas en un círculo claro entre resplandores [...]. Una corona imperial adorne su cabeza, que no cubra las
estrellas[5].
Y
esa Virgen niña ¾que se aparece ante el espectador barroco con una
imagen que reproduce fielmente la que él estaba acostumbrado a ver en los
cuadros, con lo que eso supone de establecimiento de una corriente de cercanía,
de simpatía entre la actriz que hace de Inmaculada y el público¾
dice, entre otras cosas, lo siguiente:
Yo
soy la privilegiada
cuya
cándida creación,
hecha
por Dios ab initio,
para
su Madre eligió,
que,
habiéndose de vestir
la
tela que eligió amor,
quiso
preservar sin mancha
en
mí limpio este jirón
al
poner el pie en el mundo
donde
el hombre tropezó.
Dios,
amante cortesano,
la
mano de su favor
me
dio anteviendo el peligro,
sin
que de su maldición
se
atreviese a mi pureza
el
lodo que Adán pisó.
Por
eso el vestido escojo
con
que he venido a verte hoy
cándido,
limpio, sin mota,
sin
pelo de imperfección.
[...]
También es lo azul mi adorno,
porque si Pablo llamó
a mi Hijo segundo Adán,
siendo el primero en rigor,
hombre de tierra terreno
y hombre juntamente y Dios,
celeste el Adán segundo,
yo, por la misma razón,
si Eva fue mujer del suelo,
la celeste mujer soy,
que estoy del cielo vestida
y en Padmos mi águila vio.
(vv. 2127-2166)
Nótese
cómo a través de la perfecta unión de imagen y palabra Tirso, con un claro
empeño catequético, no sólo sintetiza ante el espectador la doctrina
inmaculista, sino que también le explica con palabras sencillas el porqué de
los dos colores del hábito de la Inmaculada.
Pero
esto sólo es un ejemplo de lo que vengo sosteniendo. En una próxima
contribución me ocuparé de otros todavía
más sustanciosos.
[1] Historia de la Orden de Nuestra Señora de
las Mercedes, edición de Manuel Penedo Rey, Madrid, Imprenta Sáez,
1973-1974, 2 tomos. La cita en el tomo II, pp. 357-358.
[2] Luis Vázquez, «Doña Beatriz de Silva, de Tirso de
Molina: aspectos literarios e inmaculistas», en su libro Evangelizar liberando (Ensayos de historia y literatura mercedaria),
Madrid, Revista Estudios, 1993, págs. 241-264. La cita en la pág. 260.
[3] Orden de la Merced. Espíritu
y vida, Roma, Instituto Histórico de la Orden de la Merced , 1986, págs. 279-280.
[4] Cito por la
edición de Manuel Tudela, recogida en el tomo Obras completas. Cuarta parte de
comedias I. Pamplona, Instituto
de Estudios Tirsianos, 1999. Edición crítica del I.E.T dirigida por Ignacio
Arellano. Tudela dedica un documentadísimo epígrafe a estudiar las
fuentes principales y secundarias en las que se basó Tirso. Remito al curioso
lector a ese apartado de la introducción, que puede encontrar entre las págs.
838-841 de la edición ya citada.
[5] Tomo la cita de la edición de Tudela, págs.
947-948.