Lo que fué del Porvenir, sin perjuicio de unas remembranzas.
XXXV Aniversario de la Constitución
Antonio López Pina
Sumario
1.1 El transcurso histórico
1.2
Problemas, búsqueda de soluciones y constreñimientos fácticos
2. Lo que
fue del Porvenir
2.1
La realidad constitucional
2.2 El procesamiento de nuestra historia
Epílogo: Hacia el futuro
Entre
las cohortes de edad de 30 y
40 años, las preguntas por las Cortes Constituyentes son bastante frecuentes. Y los jóvenes no
solamente inquieren por datos, sino que esperan
que uno les ofrezca el relato de
las propias impresiones y
experiencias En estos tiempos
vertiginosos y desorientados, no es así indiferente responder a tal preocupación de la generación de
vanguardia. Veré, cómo puedo responder al compromiso, al que nos convoca el
XXXV aniversario de la Constitución, en primer lugar, (1.) relatando algunas
remembranzas; a continuación, (2.) trayendo a colación los problemas de la
vigencia de la Constitución y finalmente, (Epílogo) pergeñando unos grandes trazos hacia el futuro.
1. Unas remembranzas
Trataré, así,
de trasladar a los lectores mis
experiencias desde la campaña electoral
y la presentación del Grupo parlamentario
socialista, vía la solemnidad del momento constituyente, a
los debates en la Comisión constitucional del Senado y en el Pleno de la
Cámara.
1.1 El transcurso histórico
Érase la primavera de 1977. Una sociedad
ansiosa por recuperar el tiempo perdido, se desembarazaba de un pasado enojoso.
Un monarca impuesto y desconocido servía de metáfora a las ambigüedades de la situación. España
estaba en trance de dar a luz, negando el pasado, pero sin llegar a disponer de
una visión para el futuro. A cuestas con dos siglos de aberraciones, una vez
más nos las habíamos con el problema de
España; y todos los españoles, a mis cuarenta años yo el primero, nos
hacíamos la ilusión de que la Historia
podía volver a empezar.
En medio de las contradicciones e incertidumbres
de la época, el deseo de formar parte de
las Constituyentes vibraba en mi ánimo.
Debo a unos amigos [1] que el Partido Socialista de Murcia me propusiera como candidato independiente
para la Coalición por un Senado
democrático – en Madrid, encabezada
por Joaquín Satrústegui.
De mis giras por Munich, Berlin, Paris
y Estados Unidos (1960-1966),
había regresado el otoño de 1966,
todo lo cosmopolita que se quiera, pero políticamente sólo como un demócrata antifranquista. El verano de 1973, leo cuanto puedo en la biblioteca de la Friedrich Ebert
Stiftung, en Bad Godesberg. El provecho no sólo fué intelectual: bajo la
carismática Cancillería de Willy Brandt, me
avecindé ideológicamente al
Partido Social-demócrata alemán – que en su Langzeit
Programm se proponía nada menos que,
en el plazo de cincuenta años, invertir
las relaciones de fuerza con el capitalismo.
En la primavera de 1975, Bruno Friedrich,
Vice-presidente del SPD, está de visita en Madrid con el encargo de su partido de diseñar una política alemana para España. En tiempos
venturosos en que Google [2] no existía, Friedrich me preguntó, si para el mes de agosto podría conseguirle en
Llanes, Asturias un chalet en alquiler. Nada más fácil: aquellos años, mi
familia y yo acostumbrábamos veranear en Celorio, un caserío en la periferia justo de Llanes. A toda una serie de encuentros con los
socialistas asturianos daría lugar la presencia del Vice-presidente del SPD. El
Canciller Schmidt y Friedrich, todo un hombre de Estado, eran sensibles a la
grandeza de la Cultura española, sin la que ambos no concebían Europa: puede
muy bien imaginarse mi placer
de un mes intenso de
conversaciones con Friedrich.
El otoño de 1975 llega, como delegado de la Friedrich Ebert Stiftung,
a Madrid, Dieter Koniecki, comisionado
por la dirección del SPD para apoyar la
transición política española a la democracia. Del encuentro a iniciativa suya, pareció evidente que mi estancia en Bonn, del verano
de 1973, y mis conversaciones con Bruno Friedrich, del verano de 1975, me
habían deparado la confianza como
interlocutor de la dirección del SPD.
Desde la investidura de Suárez como
Presidente de Gobierno, tres temas
estrechamente imbricados acaparaban el
primer plano del foro público: la integración europea, la alternativa reforma frente a ruptura y la legalización del Partido comunista. Una instantánea de
unas Jornadas “constituyentes” que, bajo el título de La España democrática y Europa, organicé en la Primavera de 1976 en el Instituto Alemán,
puede ayudar a visualizar lo que estaba en juego. De acuerdo con Friedrich y con Eckart Plinke,
director del Instituto Alemán, y previa
autorización de Manuel Fraga, ministro del Interior, invito a un
contraste de pareceres con representantes de los grupos parlamentarios en el Bundestag (SPD, CDU/CSU, FDP) a todo el espectro político español a
la izquierda del Gobierno de UCD. Entre los presentes se contaban desde Felipe González (PSOE) y Alfonso Guerra
(PSOE) a Manuel Azcárate (PCE) , Juan
Ajuriaguerra (PNV) y Javier Arzalluz (PNV); desde Fernando Álvarez de Miranda
(PP) y José Mª Gil-Robles (FPD) a
Antonio Fontán (PD), Joaquín
Garrigues (PD) y Jaime Miralles (UE);
desde Vicente Piniés (UE), Joaquín Satrústegui (UE) y Carlos Ollero a Raúl
Morodo (PSP), Pilar Brabo (PCE), Jordi
Solé-Tura (PCE), Joaquín Ruiz-Giménez
(ID) y José Vidal-Beneyto. Era la primera vez que el Partido comunista - un año
antes de su legalización -- aparecía en público como tal. Son de
imaginar el interés y el apasionamiento de las mismas [3]. La
Embajada de Alemania y el ministro
Fraga, a cincuenta metros de distancia en el ministerio del Interior, no contaban con la complicidad de Plinke para que yo invitara al Partido comunista. Furioso, el Embajador von Lilienfeld abandonó
abruptamente el auditorio. Como glosa, valga el comentario del Agregado
cultural de la Embajada, Sr. Niemwegen:
“López Pina hat uns aufs Kreuz
gelegt! (¡Qué faena!, nos ha hecho
este López Pina). Ni qué decir
tiene que Plinke fue convocado por el
Embajador a dar explicaciones, habiendo el último de soportar que aquél
reivindicara la autonomía, respecto del
ministerio de Asuntos Exteriores, de la política cultural del Instituto Alemán.
Pero ahí acababan los avales políticos para mi candidatura al
Senado. A tales credenciales se sumaron, en Murcia, a propia iniciativa, Carlos
Calleja, José Mª Aroca, Adolfo Fernández
y el periodista José García Martínez .
El primero, catedrático de Hacienda pública y miembro de la ejecutiva del PSOE
medió en mis relaciones con la dirección del partido. Aroca, médico de profesión y notable de amplio reconocimiento entre
la burguesía murciana, transmitió a la
misma su imagen positiva del recién
llegado candidato. En fin, Fernandez Aguilar, un profesional de la radio amigo
de la infancia, orientó desde la sombra mi campaña, sugiriéndome, desde su
conocimiento de Murcia, a qué puertas y
personajes locales debía llamar y qué
temas era políticamente oportuno plantear. Con una entrevista de gran eco,
García Martínez, desde el diario La
Verdad, lanzaría a todos los vientos mi
candidatura.
Mi aterrizaje en el Partido Socialista de
Murcia no fué fácil. Con las excepciones de rigor, aquello era un enjundio de
pequeñas ambiciones, intrigas e
incompetencia, que me resultaba extraño.
El cabeza de lista de los candidatos al Congreso, enviado
desde la Comisión Ejecutiva federal del PSOE, no ayudó precisamente a mi
integración partidaria. Para mí, se trataba de una jungla, en dónde no solo no
acertaba a saber cuál era mi lugar, sino tan
siquiera si podía estar seguro de la firmeza del suelo bajo mis piés.
Hice caso omiso del escenario interno del
partido y me volqué en la campaña
electoral, una fuente de emociones sin
fin. Había dejado Murcia en 1959 y
volvía dieciocho años después. A los sones de la Internacional, me pateé arriba y abajo Lorca, Cartagena, Cieza,
Caravaca, San Javier y un sin fin de pueblos.
Mis sensualidades vibraban ante
cada hermosa puesta de sol, ante la vista de la Huerta y del mar, con los
amplios públicos, que, entre curiosos e interesados, acudían a los mítines del Partido Socialista.
Contra viento y marea de las
mentalidades de campanario y de las frondas partidarias, con un discurso colorista autóctono de tonos
igualitarios, gano limpiamente a mis competidores a derecha e izquierda. En el último mítin, en Murcia capital, creí percibir el clamor, de que Murcia me había reconocido como uno de
los suyos y me iba a dar la victoria sobre mis contrincantes. Como así sucedió. Solamente
que las relaciones de poder imponían al PSOE y a mí nuestro lugar en la
Oposición: el caso es que la mañana del
16 de junio me encontré con mi elección
al Senado, como mandato para alzar en
España un Estado de Derecho como instrumento para la democratización de Estado
y sociedad.
En Madrid, hablé con Alfonso Guerra quién por supuesto, tenía ya abierto un
archivo con todos los chismes del
partido en Murcia, y me incorporé al
Grupo Parlamentario Socialista. En la primera sesión, en la que se nos pidió
una presentación personal, fué de ver el contraste entre el compromiso político
en la lucha contra la dictadura de
tantos socialistas de todos los rincones de España, y mi hoja de servicios en
blanco. Sin perjuicio de ello, los compañeros me votaron por unanimidad para
las Comisiones constitucional y de Asuntos exteriores.
La solemnidad del momento constituyente se
plasmó tanto en la Mesa de edad, del
Congreso, con la presencia de Dolores Ibárruri y Rafael Alberti, como en el
rechazo mayoritario del proyecto de Suárez de presentar a las Cámaras una
constitución hecha por expertos juristas, léase García de Enterría, y en la
aprobación por el Congreso como contraste, a iniciativa de González, de que
debatiéramos y aprobáramos en las Cortes una nueva Constitución.
En el primer Pleno del Senado, fue una grata
sorpresa apreciar en los cuarenta Senadores por designación real – desde
Landelino Lavilla, Enrique Fuentes Quintana, Antonio Hernández Gil y Luis
Sánchez Agesta a José Ortega Spottorno,
José Ángel Sánchez Asiaín, Guillermo
Luca de Tena y Carlos Ollero -- la
excelente representación del conservadurismo ilustrado. Morodo ha dejado
constancia [4] de que, habida cuenta de la presencia en el
Congreso de los líderes políticos, más bien
tejedores del consenso en
nocturnidad, el gran debate constituyente tuvo lugar en el Senado. Puede parecer exagerado, pero en medio de la
menesterosidad de la sociedad española
de entonces, el Senado me resultaba lo
más parecido a la Escuela de Atenas, de
Rafael, que cuelga en el Museo Vaticano.
1.2 Problemas, búsqueda de soluciones y
constreñimientos fácticos
En la descripción del trabajo concreto en el
Senado, me referiré a los debates en los que estuve personalmente envuelto
tales como la parte dogmática de la
Constitución, la forma de gobierno, el
Orden territorial y la apertura de
España al Derecho internacional y a la integración en Europa
De la parte dogmática de la Constitución, fue
significativo del ambiente reinante, la
naturalidad del consenso en torno al
Estado social y democrático de Derecho,
la soberanía popular y la democracia como forma de Estado, y la
descentralización del Orden territorial.
Una fuerte pugna se planteó respecto de la
textualización normativa de los derechos fundamentales. Temiendo el
Gobierno la división de las Cortes en
torno a los derechos fundamentales – como había sido en 1869 y 1931 el caso --, propugnó una
escueta remisión al Derecho
internacional sobre Derechos humanos. Los socialistas, a través del portavoz
Peces-Barba, lograron imponer una buena parte de sus enmiendas, reflejo del
XXVII Congreso del PSOE (diciembre de 1976, Madrid), y concurrieron a escribir de su puño y letra lo que es hoy el
Título I de la Constitución [5].
Especial emoción me depararon, de un lado, la
abolición de la pena de muerte, art. 15, y el principio de justicia fiscal, del
art. 31, normas ambas resultado de las
enmiendas y el debate en el Senado. Es evidente
que el Grupo socialista del Senado no fue insensible a la igualdad material
garantizada por el art. 9.2, a la función social de la propiedad privada y de
la herencia (art. 33.2) y a la subordinación de toda la riqueza del país al
interés general (art. 128.1); pero en
tales casos, la redacción traía causa del texto aprobado en el Congreso.
Una rara
dicha me embargaba, al sentirme co-legislador de tal conjunto de normas: ello se explica porque los derechos fundamentales dibujan, de un
lado, la idea del hombre contenida en la Constitución; de otro, dotan de
relieve a una determinada idea de España fundada en el trabajo y la educación,
como comunidad moral de destino en la Historia. En cuanto tal, abraza y da morada en solidaridad y respeto
recíproco al conjunto de españoles y
no-españoles igualmente libres. En fín, en la ordenación jerárquica de fines,
la igual libertad de todos fue
proclamada el fin del Estado. No es de admirar que, al ratificar, con las
enmiendas descritas, el dictamen del Congreso, me sintiera en trance.
El debate sobre la forma de gobierno se cifró
de un lado, en el art. 1.3; de otro en el art. 92. Actualmente, puede sonar extraño que, con la
norma sobre el referendum, se
pretendiera hacer de nuestro Estado un régimen
plebiscitario. Pero ello se debe a que se ha olvidado la enmienda a la
totalidad de la Constitución del Abate Xirinachs, un populista del grupo Entesa
del Catalans. El caso es que, como portavoz
socialista, defendí la naturaleza representativa del Estado democrático
que queríamos alzar, encontrando en el camino
la espontánea alianza del Grupo
de la UCD.
Ello sólo era una lógica consecuencia del
debate que había planteado el art. 1.3
sobre monarquía o república como forma de gobierno. El Grupo socialista había
definido la propia posición en un texto pronunciado en el Congreso por el
Diputado Gómez Llorente, conforme al cual
“Sin ocultar sus preferencias
republicanas, el socialismo, en la oposición y en el poder, no es incompatible
con la monarquía cuando esta institución cumple con el más escrupuloso respeto
a la soberanía popular…Si en la actualidad el Partido Socialista no se empeña
como causa central y prioritaria de su hacer, en cambiar la forma de gobierno,
es en tanto en cuanto puede albergar razonables esperanzas en que sean
compatibles la Corona y la democracia” [6]. Cuando llegó
el texto al Senado, el debate entre monarquía o república parecía zanjado. Pero
no contábamos con que, mediante un sinfín de
enmiendas de alto bordo, los Senadores reales iban a reabrirlo. Como portavoz socialista, logré arrastrar al Grupo parlamentario del
Gobierno a la adjetivación de parlamentaria
para la Monarquía, que es cual ha quedado en la versión definitiva.
Como nota menor puede constar, que como Consejero del Gobierno de González y en respuesta a una
pregunta, en 1984, sobre el Título
exterior de España en sus relaciones internacionales, del ministro de
Asuntos Exteriores, llevé al Consejo de Estado en Pleno a proponer la fórmula
de Reino de España, que como tal se
ha mantenido. La verdad es que en mi interpretación del texto constitucional
jurídicamente me parecían más lógicos
los términos de España o Estado español. Desde La Moncloa, el Gobierno me
impuso, sin embargo, que disciplinadamente propusiera Reino de España. ¡Allá el Gobierno con
su responsabilidad!, me dije yo. Justo es reconocer que al pronunciarme así, no
venía sino a converger con el dictamen previo de la Comisión permanente del
Consejo.
No hubo prácticamente debate respecto del
principio de legalidad y de la reserva de ley – aunque eso sí, con su
aprobación pasamos del concepto formal de ley, de García de Enterría, el Kronjurist
de la dictadura, al nuevo
concepto democrático material de ley. El Grupo socialista jugó fuerte en sus
enmiendas respecto del control judicial de los poderes públicos, logrando la
vinculación constitucional de los actos
políticos. Respecto de esta última,
coincidimos con la visión del
ministro de Justicia, Lavilla: nuestra forma de gobierno no se deja, sin más,
remodelar como parlamentarismo dirigido por el Presidente del Gobierno. En nuestro
texto constitucional no tiene cabida una voluntad unitaria del Estado
determinada, como se ha mantenido en
cierta doctrina, por una función autónoma si no
jurisdiccionalmente inmune de gobierno.
Como portavoz del Grupo socialista intervine,
adicionalmente, en el debate sobre la
libertad de cátedra (art. 20. 1 c)), la
naturaleza ius-pública de la televisión
(art. 20.3), una teoría constitucional del Senado (art. 69) y la
competencia exclusiva del Estado y la consiguiente garantía del dominio
público de las vías pecuarias (art.
149.1.23 ª) [7].
No fuimos capaces de traducir, en un título VIII políticamente pacífico e
institucionalmente viable, el acuerdo
mayoritario sobre la descentralización territorial. El portavoz socialista en
el Congreso Peces-Barba presentó tres relaciones de competencias, exclusivas
para el Estado, exclusivas para las Comunidades Autónomas y compartidas,
semejante al de la República. Pero la voluntad socialista y centrista de consenso
nos llevaría a ceder a la redacción originaria del Diputado Roca i Junient, de Convergencia
i Unio, que es la que ha quedado.
Por más que sea cierto que ningún grupo
parlamentario tenía en el Congreso la mayoría absoluta, no lo es menos que en todos nosotros, llegar a un acuerdo con
nuestros antagonistas, era más
importante que imponer las propias
posiciones: lo que se ha convenido en llamar el espíritu de la transición [8]. De ello se
beneficiarían especialmente los Grupos parlamentarios catalán y vasco. Hasta el extremo, de obligarnos a aceptar, no sólo a nosotros sino
incluso a un desolado ministro de Justicia, la transferencia a las Comunidades
Autónomas, en el art. 150.2, de competencias exclusivas del Estado.
En un par de ocasiones he intentado, en el Consejo de Estado y desde la doctrina, racionalizar el Orden
territorial con los principios constitucionales de autonomía y de la la
equiparación solidaria de condiciones de vida [9]. Con el
resultado que es conocido.
Con las normas sabidas
(arts. 74.2, 93, 94.1 y .3, 96.1 CE en conexión con los arts. 9.1 y 10.2 CE), de las que hago gracia a los lectores, España se abrió
al Derecho internacional y a la, entonces soñada, integración en Europa.
Como broche de cierre, un pasaje literario
les ayudará a visualizar el valor que tuvo entonces para mí la aprobación de la
Constitución: Con la idea del Derecho se
ha erigido una Constitución, y sobre tal base deberá a partir de ahora fundarse
todo. Desde que el sol está en el firmamento y giran en torno suyo los
planetas, no se había visto (nunca antes) que el hombre se colocara de
cabeza, es decir, sobre el pensamiento, y
que configurara la realidad a partir
del mismo … ahora el hombre ha llegado al conocimiento de que el pensamiento
debe regir la realidad de las ideas. Es una hermosa aurora [10].
Si entre 1976 y 1979 España resuelve,
mediante la Constitución, buena parte de los contenciosos que a lo largo de la
Edad contemporánea habían dividido a los españoles – forma de gobierno, Orden
territorial, régimen de la economía, cuestión religiosa --, entre 1982 y 1986,
mediante leyes que incorporaron los
correspondientes Tratados al Ordenamiento jurídico español, se zanjan las dos
grandes incógnitas pendientes para definir nuestro modelo de sociedad: las
relaciones internacionales y la economía de mercado. Así, bajo los gobiernos de
Calvo-Sotelo y de González, España se configura y compromete como un país de
orientación militar atlantista -- con el
referendum sobre la pertenencia de España a la OTAN, España asume su parte de
responsabilidad militar y legitima moralmente a uno de los, entonces, dos
bloques en litigio. Con la incorporación, en 1986, a la Comunidad
Económica Europea, España ratifica como
propia la economía capitalista de mercado.
2. Lo que fué del Porvenir
De quedarme en las remembranzas, no haría
justicia al propósito de este relato, anticipado más arriba. Hablaré, así, a continuación tanto de la
realidad constitucional como del
procesamiento de nuestra historia, los dos grandes temas conexos pendientes.
2.1 La
realidad constitucional
Hasta aquí la Constitución interna y exterior
de España como mandato del Derecho. Cuando se examina la realidad práctica de
la vigencia y aplicación de la Constitución durante 35 años, los cuantiosos logros son indudables: desde
la subordinación de las fuerzas armadas, la integración política de las elites
y de la mayoría de la población y la juridificación de relaciones y procesos
con robustecimiento de los derechos y libertades; al turno pacífico de poder y
a la descentralización de competencias, con márgenes abiertos para articular
una España federal e integrarnos en Europa.
Sin perjuicio de ello, hemos ido
encontrándonos, al paso del tiempo, con toda una serie de fenómenos que
compiten por el dudoso honor de cuartear el mandato constitucional: desde la
subversión de los valores constitucionales, la apropiación privada de la política y el
vano empeño de hacer de España una sociedad
privada de iguales -- en consumo, se entiende -- a la indigencia institucional de la
Constitución y a las tensiones con el
Derecho europeo; desde los atisbos de despotismo en algunos de nuestros
gobernantes y la corrupción de mandatarios públicos, vía la oligarquización de
los partidos y el cuestionamiento territorial del Orden constitucional a la
politización de la justicia y la anomia generalizada en gobernantes y
gobernados.
2.2 El procesamiento de nuestra
historia
Con todo,
de mayor calado si cabe aún deviene
el problema no resuelto del procesamiento de nuestra historia. ¿Seremos
como ciudadanos, capaces de poner al día
nuestra dramática memoria histórica[11], al
servicio de una religión civil [12]
indispensable para nuestro progreso en la Historia?
La victoria de la reforma sobre la ruptura,
la transacción con la monarquía, el consenso de la transición, la asunción de la economía capitalista de mercado y la
(posterior, pero anunciada) integración en la OTAN fueron las condiciones materiales del parto
constitucional de 1978. Difícilmente cupo al poder constituyente alzarse como revolucionario, subversivo o
rupturista. Para la fundación religadora, de Historia viva en marcha
cívicamente integradora y preñada de futuro, de una comunidad política, no
llegó a observarse así la plena negación
de la dictadura: la instauración de la democracia careció del acontecimiento y
de la carga emocional y energética populares [13] que son
condición material de la autolegislación constituyente y de la integración
colectiva.
El comienzo de la nueva fase histórica vino
marcado, más bien, por la continencia autoimpuesta de las Cortes y del Gobierno
de Adolfo Suárez. Y héte aquí que, por si en la actualidad no tuviéramos suficientes problemas públicos
los españoles, como efecto no-querido de la transición, se nos viene encima el problema no resuelto
entonces, de qué hacer con la memoria de
la guerra civil y de la dictadura.
Las dos primeras leyes aprobadas por las
Cortes democráticas, el 14 y el 25 de octubre de 1977, fueron las de amnistía y
de régimen fiscal. La amnistía iba dirigida a satisfacer el clamor popular de perdón
para las acciones, entre 1936 y 1977, en defensa de la libertad o en ejercicio
de los derechos de los trabajadores en el seno de las empresas – ejercicio del
derecho de huelga, sin ir más lejos. Se trataba, como con particular rotundidad
se subrayó, de “una medida de justicia,
no de gracia”. Por otra parte, la Unión de Centro Democrático obtuvo de
socialistas, comunistas y nacionalistas vascos y catalanes la disposición a una
amnistía para los delitos de las autoridades, los funcionarios y los agentes del orden público
asociados a la investigación o persecución de los actos ahora perdonados o
contra el ejercicio de derechos fundamentales y libertades.
El espíritu de tal reforma jurídica
inspiraría la Constitución, en el sentido de garantía de los derechos
fundamentales y libertades públicas. Pero tales progresos no se impondrían sin
un pacto de silencio sobre el pasado
que, a medio plazo, no dejaría de evidenciar sus contradicciones. En este
sentido, no prosperaría una enmienda de los diputados Tierno Galván y Morodo,
dirigida a dejar constancia, en el Preámbulo de la Constitución, de la condena
moral de la dictadura. Por otra parte, sin embargo, las fuerzas de izquierda
lograron, en enero de 1978, mediante una interpelación parlamentaria, impedir
que fueran destruídas las fichas de la policía franquista sobre delitos
políticos. Se llegaría así al acuerdo con el Gobierno, de que, a efectos de
documentación histórica del pasado, las mismas fueran conservadas.
Tales temas han cobrado inusitado relieve con
la Ley, primera, sobre la declaración del año 2006 como Año de la Memoria Histórica,
y, dos años después, con la Ley de
reconocimiento de todas las víctimas de la dictadura y de recuperación de la
memoria histórica, de 26 de diciembre de 2007.
¡Cómo negar la generosidad y emoción sentidas
en los escaños de la izquierda, en el momento -- 14 de octubre de 1977 -- de
aprobar la Ley de Amnistía, que hacía borrón y cuenta nueva de todos los
delitos, entre 1936 y 1977, tanto de rojos como
de franquistas. Tal decisión nos liberó de formidables obstáculos para
abordar los desafíos futuros. Aún cuando ello comportaba el perdón para las
ofensas de la guerra civil y de la dictadura, a día de hoy, no encuentro sino toda suerte de razones para
ratificarme en la amnistía, en cuanto
tenía de acto de perdón y de renuncia a cualquier suerte de desquite. En
aquellos momentos, yo tenía para mí que la Oposición condensaba su postura, por
un lado, en la fórmula de perdonar, sin
perjuicio de no olvidar; y, por
otro, sin echar en saco roto, cuanto un día significaron las tradiciones
republicanas de Ilustración, virtud pública, democracia y Estado de Derecho así
como el heroísmo a lo largo de la guerra
y frente a la dictadura, indispensables para una reconstrucción que haga
posible el “progreso en libertad de la Historia” (Hegel) en España.
En los años siguientes, íbamos por desgracia a tener ocasión de experimentar, que tal planteamiento no era sino minoritario en el seno de la
Oposición. La posición indiferenciada de las generaciones del 68 y del 89 – las cohortes de Felipe
González, José Mª Aznar y Mariano Rajoy – de no sólo perdonar, sino a partir de
diciembre de 1982 de, simultáneamente,
pasar un tupido velo y reprimir el pasado, no ha dejado de tener sobre nosotros
secuelas negativas desde entonces.
Cabe objetar
que la crisis de la izquierda es un fenómeno generalizado de Occidente y
en modo alguno una singularidad española. Por otra parte, nadie debería
admirarse, de que no haya día en que unos cuantos de nosotros dejemos de preguntarnos, ¿hasta qué extremo no estará
pesando en nuestras vacilaciones ideológicas y en el actual desconcierto de la
sociedad española, la forma en que nos planteamos las diferentes visiones de la
República?; ¿en qué medida no se explica el hodierno desmoronamiento
institucional, por la forma en que arrumbamos acríticamente nuestro ayer,
en que prestamos nuestro acuerdo a
hacer historia ya pasada, sin más, de nuestra memoria colectiva?
Plegarnos
a echar en olvido los valores ilustrados que podría brindar la memoria
del pasado, sin disponer de un ambicioso proyecto público alternativo,
significa para la sociedad española,
exponernos de forma indemne a políticas
pragmáticas inspiradas en la ambigüedad calculada de un puro diseño de poder
personal. Desde ese momento, el proyecto de ocupación del poder por políticos
plebiscitarios – desde González y Pujol,
vía Arzalluz a Aznar y Mas --, la
ofensiva neo-liberal a la que, con raras excepciones, concurre la clase política y demás comparsas
españoles del capital financiero
transnacional y la anomia como pauta general de conducta tenían terreno abonado
para moldear la sociedad española.
Epílogo: Hacia el futuro
De todos modos, aún cuando
en un contexto europeo y mundial de severas desigualdades, llevamos camino de contarnos entre los perdedores
(1989- … ¿hasta cuando?), nunca he
excluido los márgenes permanentemente abiertos a la autonomía de la voluntad en
la conquistada libertad en democracia.
Ha llegado el momento de regenerar España y de
rearmar institucionalmente
Europa. El programa lo tenemos ante nuestros ojos: fundir en una síntesis
superior los ideales de emancipación e igual libertad de la República con
los de nuestra Constitución del 78 y,
desde ellos, determinar el Derecho europeo [14] y el
Derecho internacional [15].
Que nadie piense que la igual libertad de
todos en una Europa de vocación cívica universal sea un proyecto a la defensiva
de ¡ay! solo el magro puñado de
constituyentes que restamos. Por fortuna,
contamos con cohortes de avanzada, cuya capacidad de configurar mediante el
conflicto nuestra vida colectiva no es
de infraestimar. Los constituyentes de otro tiempo estamos simplemente a la
espera de que una legión de vanguardia devuelva España y Europa a la hegeliana
“hermosa aurora”.
[1] En particular, a Eduardo Ruiz Abellán
[2]
Vid. A. López Pina, El Orden de la
Información, 2013; id., Internet: un pretexto para discurrir sobre
los límites y las potencialidades del Derecho, revista Sistema, Nº 231,
julio 2013
[3]
La España democrática y Europa,
edición de A. López Pina, 1977
[4]
Vid. Raúl Morodo, La transición política,
1984
[5]
Cfr. Anteproyecto constitucional del PSOE, en Gregorio Peces-Barba Martinez, La Elaboración de la Constitución de 1978,
1988
[6]
Constitución Española. Trabajos parlamentarios, vols. I, II, II y IV, Cortes
Generales, 1980
[7] Constitución Española. Trabajos
parlamentarios, vols. I, II, III, IV, Cortes Generales, 1980
[8]
L. Lavilla Alsina, Política de la Memoria,
Discurso de recepción , Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 2006
[9]
Vid. A. López Pina, La Constitución
territorial de España. El Orden jurídico como garantía de la igual libertad,
2006
[10] Vid., G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der
Geschichte, 1970
[11] Vid. A. López Pina, La Interpretación y el Procesamiento de la Historia en España,
revista Sistema, nº 214, enero 2010
[12] Vid. A. López Pina, Constitucionalismo y religión civil, a modo de Prólogo para españoles,
en VVAA. División de Poderes e
Interpretación, edición de A. López Pina, 1987
[13]
Sobre el particular, he venido
conversando con Alfonso Ortí a lo largo
del último cuarto de siglo. Mi gratitud por su ilustración y generosidad es
honda.
[14]
Vid. A. López Pina, Hacia la
determinación constitucional del Derecho europeo, en Libro – Homenaje a
Luis Díez-Picazo, 2002
[15]
Cfr., Ignacio Gutiérrez , El Derecho constitucional, Memoria y
Proyecto ante la globalización, en El
Derecho constitucional de la globalización, M. Stolleis, A. Paulus, Ig.
Gutiérrez, 2013; id., De la Constitución
del Estado al Derecho constitucional para la Comunidad internacional, en La Constitucionalización de la Comunidad
internacional, edición de A. Peters, M. J. Aznar, I. Gutiérrez, 2010