Pablo
es el único testigo de la resurrección que escribe sobre ella. Ha oído de Jesús
por sus discípulos según la perspectiva humana: «... y si un tiempo
consideramos a Cristo con criterios humanos, ahora ya no lo hacemos» (2Cor
5,16); sin embargo presume de que él también lo ha escuchado y visto y
entendido en la nueva situación de resucitado de entre los muertos, porque «por
último se me apareció a mí, que soy como un aborto» (1Cor 15,8; cf. 9,1).
Debemos concretar las circunstancias por las que Pablo narra la experiencia del
Resucitado. Éstas son fruto de la necesidad de justificar su misión entre los
paganos, puesta en duda en determinados momentos por algunas comunidades
cristianas. La narración no busca una descripción y análisis de la identidad
del nuevo Jesús resucitado o del hecho y circunstancias de la resurrección,
sino argüir la legitimidad de su espacio evangelizador. En consecuencia, la
exposición es parcial al no referirse a Jesús, sino a los efectos que se
derivan para su vida. Además la cuenta a unos veinte años de haber sucedido
dicho acontecimiento y distinguiéndola muy cuidadosamente de las visiones y
revelaciones que tiene a lo largo de su ministerio (2Cor 11,21; 12,11).
1. Pablo escribe
que ha habido un cambio radical en su vida: «Habéis oído hablar de mi
conducta precedente en el judaísmo: violentamente perseguía a la iglesia de
Dios intentando destruirla [...] Las iglesias cristianas de Judea no me
conocían personalmente; sólo habían oído contar: el que antes nos perseguía
ahora anuncia la buena noticia de la fe que entonces intentaba destruir» (Gál
1,13.22-23). El cambio se debe a una elección al estilo de Jeremías (Jer 1,5) o
del Segundo Isaías (Is 49,1.5-6) y a una revelación de Dios: «Pero, cuando el
que me apartó desde el vientre materno y me llamó por puro favor tuvo a bien
revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara a los paganos» (Gál 1,15-16). La
aparición del Resucitado camino de Damasco (Hech 9,4-5) la entiende como una
elección y revelación de Dios, que le disloca de sus criterios anteriores
judíos en el ámbito doctrinal, espiritual y jurídico. De un fariseísmo radical
pasa a la defensa de Cristo que le conduce a centrar su vida en los «desconocidos»
de Dios, como son los paganos.
Algunos
judíos convertidos quieren imponer la circuncisión a los paganos como requisito
para pertenecer a la comunidad cristiana, ya que la circuncisión certifica la
elección y alianza del Sinaí y la participación en el culto. Pablo reacciona
contra los judaizantes de Filipos con malas formas como contra los de Galacia
(5,12): «Pero esos que os soliviantan que se mutilen del todo», «¡Cuidado con
los perros, cuidado con los chapuceros, cuidado con los mutilados!» (Flp 3,2).
Y de nuevo, en un versículo antológico, resume su profunda convicción de que la
fe que actúa en la caridad (Gál 5,6), la fe en Cristo, y no las obras que
obedecen a la ley, es la que salva, doctrina expuesta con amplitud en las
cartas a los Gálatas y Romanos: «No contando con una justicia mía basada en la
ley, sino en la fe en Cristo, la justicia que Dios concede al que cree» (Flp
3,9). Pues bien, su cambio radical, tanto vital como doctrinal, se debe al
encuentro con el Resucitado. De nuevo nada dice del acontecimiento objetivo de
la resurrección, ni siquiera de su experiencia íntima con el consiguiente
movimiento de sentimientos y afectos, sino el porqué de su transformación
personal que apoya en estas afirmaciones básicas: conocimiento íntimo de Jesús,
que llega por medio de su unión a su pasión y muerte, y la eficacia de la
resurrección para alcanzar su resurrección personal: «¡Oh!, conocerle a él y el
poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos; configurarme
con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de la muerte» (Flp 3,10-11).
La consecuencia del encuentro personal con Cristo es lo que le aparta de los
criterios de vida fariseos: «Pero lo que para mí era ganancia lo consideré, por
Cristo, pérdida. Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el superior
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo
considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él» (Flp 3,7-9).
Ahora
bien, la experiencia personal de Pablo es real (Gál 1,16), pero no pública
en el sentido de que puedan participar otras personas (Hech 9,7). La
experiencia le hace creer en Jesús resucitado como Cristo, Mesías, y le conduce
a un acontecimiento que va más allá de lo que implica la experiencia
individual: le introduce en una nueva vida que refleja una nueva era
de las relaciones de Dios con el mundo para bien de éste. Entonces Pablo se
pone a disposición de Dios (1Cor 3,9) para transformar el mundo (Rom 8,19). La
experiencia, aunque sea objetiva, —proviene de fuera de Pablo—, no es
objetivable, es decir, no se puede entender con las solas fuerzas de la razón,
ya que pertenece al ámbito de la fe; ante lo cual, como acto de Dios, sólo se
puede obedecer (1Cor 3,9).
2. Sabemos, pues, que la resurrección
transforma a Pablo radicalmente, de forma que hay una alteración sustancial en
su doctrina, en sus actitudes, en su función con respecto a la Iglesia. Pero
observamos, además, que recurre a su encuentro con el Señor para fundamentar
su misión apostólica. Al invocar su calidad de apóstol, apela a dicha
experiencia y ofrece tangencialmente algunos rasgos de ella: «Pero ¿no soy
libre?, ¿no soy apóstol?, ¿no he visto a Jesús Señor nuestro?, ¿no sois
vosotros mi tarea al servicio del Señor? Si para otros no soy apóstol, para
vosotros lo soy. El sello de mi apostolado para el Señor sois vosotros» (1Cor
9,1-2; cf. 15,8-10). Pablo alude al sentido de la vista con el uso del verbo ver
para explicar la revelación que ha tenido. Las apariciones serán el medio que
Jesús usa para mostrarse a los discípulos, igual que en el AT el Señor se deja
ver, se muestra en las revelaciones a Jacob (Gén 31,13), Moisés (Éx 25,8),
Gedeón (Jue 6,26), etc. No es que le hayan visto, sino que se ha puesto al
alcance del horizonte de la percepción humana. De esta forma se excluye toda
posible creación subjetiva en el que percibe la visión o recibe la revelación.
Es lo que da a entender Pablo.
El
que Pablo haya visto al Señor tiene una finalidad. No se trata de una
exhibición del triunfo de Dios en Jesús sobre sus enemigos, o una gracia para
su crecimiento espiritual. «Ver al Señor» fundamenta la justificación y prueba
de su apostolicidad, aunque no pertenezca, junto a Bernabé, al grupo reducido
de los Doce, que convivieron con Jesús, fueron testigos de la resurrección y la
comunidad primitiva los integra en los llamados apóstoles.
3. Pablo,
por último, enseña en su misión la doctrina de la resurrección que coincide con
la fe de las comunidades cristianas. Él ofrece una antigua tradición en la que
se difunden las claves fundamentales de la resurrección elaborada y fijada por
los cristianos. El texto se entronca en una afirmación más amplia: Pablo
fundamenta también el Evangelio que enseña en una tradición que recibe (1Cor
11,23). La fórmula que transmite sobre la resurrección la conoce seguramente en
Damasco o Jerusalén. Después del encuentro con el Señor, «pasados tres años,
subí a Jerusalén para conocer a Cefas y me quedé quince días con él. De los
otros apóstoles no vi más que a Santiago, el pariente del Señor» (Gál 1,18-19).
Poco después escribe que conoce a Juan (2,9), además de otros cristianos
relevantes, como Bernabé y Marcos. Estamos en torno a los años 34-37 d.C. Pablo
no deja de visitar o relacionarse con los primeros testigos de la resurrección de
la comunidad de Jerusalén.
Todo
ello lleva a la convicción de que la experiencia de Pablo está en sintonía con
las apariciones y doctrina de la resurrección de la primera comunidad de
Jerusalén: «Lo mismo yo que ellos, esto es lo que proclamamos y lo que habéis
creído» (1Cor 15,11). No es, pues, ningún invento o elaboración personal ni el
evangelio que predica ni la resurrección en la que cree. Como introducción a la
resurrección de los cristianos, que se funda en la de Jesús (1Cor 15,1-34), y a
la descripción de la forma de la resurrección (15,35-53), escribe: «Ante todo,
yo os transmití lo que había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados
según las Escrituras, que fue sepultado y resucitó al tercer día según las
Escrituras, que se apareció a Cefas y después a los Doce» (15,3-5).
Lo
primero que se deduce es que el anuncio que hace está en el límite de los
sucesos históricos, aunque sea una fórmula muy elaborada y extendida en casi
todas las comunidades. La fórmula contiene tres hechos: la muerte, la
resurrección y la aparición; a lo que se une su sentido con tres fórmulas que
lo interpretan: por nuestros pecados, según las Escrituras y al tercer día. Los
cristianos identifican a Jesús crucificado y resucitado con Cristo, el Mesías
esperado por Israel; es una identidad que las comunidades acuñan muy pronto en
contra del judaísmo tradicional, e inmediatamente realizan una reducción
cristológica de todos los acontecimientos salvadores hechos o prometidos por
Dios. Por eso no se realza la figura histórica de Jesús, sino la función que
entraña desde la perspectiva divina. Así él «murió por nuestros pecados
según las Escrituras», es decir, en lugar de los pecados humanos que hubieran
merecido la muerte de los pecadores. Su muerte, por consiguiente, sustituye a
la de los hombres. Lo observamos con relación a la Última Cena. En ella se
afirma el carácter salvador de la muerte de Cristo en beneficio de los hombres,
como Pablo lo destaca en la frase pronunciada sobre el pan: «Esto es mi cuerpo
que se entrega por vosotros» (1Cor 11,24) y Marcos sobre el vino: «Ésta es la
sangre mía de la alianza, que se derrama por todos» (Mc 14,24). La entrega de
Jesús hasta la muerte se hace en el contexto de su pasión y según la voluntad
de Dios para beneficio de todos. Quedan, pues, en penumbra las causas
históricas de la muerte y las que mediaron para llevar a Jesús a la cruz, ciertamente
pecaminosas.
La
sepultura se trae a colación por su importancia para la comunidad de
Jerusalén, que es la que verdaderamente puede venerarla al estilo de la
costumbre y piedad judía. Sin embargo, para Pablo no es una cuestión histórica,
sino teológica, como es el enfoque de todo el párrafo. Pablo relaciona la vida
cristiana con Cristo: «... en ser sepultados con él en el bautismo y en
resucitar con él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó a él de la
muerte» (Col 2,12). El bautismo manifiesta la sepultura de los cristianos a los
pecados como la sepultura de Cristo; la resurrección a una vida nueva es la que
Dios concede a Jesús: «¿No sabéis que cuantos nos bautizamos consagrándonos al
Mesías Jesús nos sumergimos en su muerte? Por el bautismo nos sepultamos con él
en la muerte, para vivir una vida nueva, lo mismo que Cristo resucitó de la
muerte por la acción gloriosa del Padre» (Rom 6,3-4).
La
tercera afirmación refiere que «resucitó al tercer día según las Escrituras».
La noticia se relaciona con el relato de Mc 16,1-8, cuando las mujeres van al
lugar de la sepultura el primer día de la semana. Allí se encuentran la piedra
corrida y al ángel que les comunica la noticia de la resurrección. Corresponde
al tercer día después de su muerte en la cruz, suponiendo que es el domingo
cuando Dios actúa, pues no se sabe con exactitud el momento de la resurrección.
No hay testigos ni noticia alguna al respecto. Marcos lo repite varias veces,
pero Pablo no se hace eco en sus escritos del párrafo evangélico. Con todo, la
coletilla «según las Escrituras» puede referirse a que los acontecimientos de
la pasión, muerte y resurrección están bajo la voluntad divina y obedecen a un
plan trazado por Dios para salvar al hombre. «Al tercer día» puede ser una
cuestión teológica como es la opinión que entraña la tradición que refleja el
escrito de Pablo significando una actuación pronta y eficaz de Dios sobre el
cadáver. El sentido común dicta que simboliza un tiempo relativamente corto,
o breve, o pequeño, el que tarda en comenzar a descomponerse el
cuerpo y, por consiguiente, aún permanece «vivo» el rostro del difunto.
Por
último, la tradición que recoge Pablo avala que Jesús se aparece o se impone
como una realidad evidente a una serie de creyentes, manteniendo un orden
jerárquico vivido y respetado en Jerusalén. Se excluye a las mujeres, tan
presentes en los evangelios. Estas apariciones las confirman los discursos de
Pedro que escribe Lucas: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea
y Jerusalén. Le dieron muerte colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al
tercer día e hizo que se apareciese, no a todo el pueblo, sino a los testigos
designados de antemano por Dios: a nosotros que comimos y bebimos con él
después de resucitar de la muerte» (Hech 10,40-41). Los testigos son el mismo
Pedro, los Doce, el grupo más próximo a Jesús en su ministerio en Palestina y
cuya presencia va desapareciendo en el NT. Los quinientos hermanos es un número
grande para esta experiencia singular. Pero Pablo garantiza el dato de que
algunos han muerto ya y otros están vivos, los cuales lo pueden confirmar en el
tiempo que escribe la carta. Llama la atención la aparición a Santiago, el
hermano del Señor, presentado como testigo del núcleo central de la fe cristiana
y valedor de la vida y mensaje de Jesús. Decimos esto porque en la vida de
Jesús se sabe de cierto rechazo de su familia (Mc 3,21; Jn 7,5). Lo cierto es
que Santiago se convierte en uno de los pilares de la comunidad de Jerusalén
junto a Pedro y Juan (Gál 2,9), aunque no se le nombre en el grupo privilegiado
de los Doce y de los apóstoles. Entre los apóstoles se encuentra Pablo; es el «último»
como testigo de la resurrección, pero autorizado para proclamar la buena nueva
y fundar comunidades; ciertamente distinto a los Doce.