EL BAUTISMO
Hombres
nuevos en Cristo
VII
Configurarse
con Cristo
El amor filial. El hombre «nuevo», hecho de amor, establece unas relaciones con Dios
según el modo y la forma de Jesús: es un amor filial: «Y no habéis recibido un
espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos que
nos permite clamar Abba Padre. El Espíritu atestigua a nuestro espíritu
que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos: herederos de
Dios, coherederos con Cristo: si compartimos su pasión, compartiremos su
gloria» (Rom 8,15-16; cf. Mc 14,36). La forma del amor de Jesús a Dios es la
del amor filial. La conciencia filial de Jesús, que se traduce en conducirse en
la vida como hijo del Padre, lleva consigo la confianza en su persona, que le
encomienda la misión de revelar su salvación a los hombres, y la obediencia a
dicha voluntad. Lo que interesa a Dios es salvar al hombre, y lo hace por medio
de la obediencia y amor filial de su Hijo. Entonces para anular la rebeldía del
hombre contra Dios, simbolizada en la desobediencia de Adán y Eva (cf. Gén
2,17; 3,6-7), Jesús y los cristianos obedecen a dicha voluntad amorosa de Dios
y, en cuanto amorosa, salvadora de los infiernos que crea la voluntad rebelde
del hombre. De esta manera, los cristianos obedecen filialmente al Padre, y
mantienen y extienden la salvación al mundo en la medida en que sus vidas se
conforman a la de Cristo.
La misión por el amor
y en el amor de Dios a sus criaturas, tanto en Jesús como en los cristianos,
fundamentan el estilo de vida de amor en forma de entrega total de sí y, a la
vez, les confiere su identidad filial: son hijos del Padre. En definitiva, el
cristiano transita por las mismas sendas de Jesús. Debe reproducir su imagen,
que, a la postre, es la gloria del Padre en la historia humana: «Y nosotros
todos, reflejando con el rostro descubierto la gloria del Señor, nos vamos
transformando en su imagen con esplendor creciente, como bajo la acción del
Espíritu del Señor» (2Cor 3,18). A diferencia de lo que sucedió a Moisés, se
revela la gloria de Dios cuando se adquiere y se conforma el rostro del
cristiano con el rostro de Jesús (cf. 2Cor 4,6), que es su imagen (cf. Rom
8,29), y se alcanza dicha conformidad cuando se siguen sus huellas y se mueve
uno en las actitudes y ámbitos del amor que practicó Jesús. El hombre se libera
de la esclavitud del pecado (cf. Rom 5,12), abandona el hombre «viejo», pues ya
no tiene cabida en el corazón del creyente (cf. Rom 6,6; Ef 4,22), gracias a la
recreación que ha hecho posible el que lleva por naturaleza la imagen de Dios
(cf. Rom 8,29; 2Cor 4,4; 5,17).
La imagen de Cristo
toma cuerpo poco a poco en la vida del cristiano (cf. 2Cor 3,18), crea las
actitudes y el conocimiento propios del amor (cf. Heb 5,14), genera actos que
la desarrollan y la explicitan en beneficio de los demás, hasta alcanzar la
imagen celeste propia de los hijos de Dios: «Como hemos llevado la imagen [del
hombre] terrestre, llevaremos también la imagen [del hombre] celeste» (1Cor
15,49; cf. Col 3,10). El proceso amoroso que cristifica al hombre no sólo le convierte
en hijo de Dios, sino también, y precisamente por ser hijo, le transforma en
hermano de todos los hombres, marginando la dimensión fratricida permanente que
provoca el mal. Siguiendo a Jesús, que constituye una familia con todos los
hombres (cf. Mc 3,31-35par) y «no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb
2,21), el creyente establece las bases de la fraternidad universal. La
cristificación del creyente, que funda la relación filial con Dios, hace
posible la relación fraterna con los hombres y el mundo: «Vosotros, hermanos,
habéis sido llamados a la libertad; pero no vayáis a tomar la libertad como
estímulo del instinto; antes bien, servíos mutuamente por amor. Pues la ley
entera se cumple con un precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,13-14;
cf. Lev 19,18; Mc 12,28-34par). La justificación de la fe paulina se equipara a
la justificación por amor joánica (1Jn 4,7.19): el amor que es Dios (cf. 1Jn
4,8.16) y hace al hombre «nuevo» encuentra su verificación en la historia
cuando descubre a Cristo en todo hombre, haciéndolo hermano y consiguiéndose la
plenitud humana y la salvación (cf. Mt 25,31-45). Sea consciente o no de que el
amor vehicula el amor divino (cf. Mt 25,37-40), el hombre cumple su dignidad
filial si se entrega y sirve los dones de amor que recibe de Dios, ofreciéndose
como hermano y donando a sus hermanos lo que ha recibido «gratis» (cf. Mt
10,8).
El futuro de la
salvación. La configuración
filial en Cristo, la transformación filial del mundo, en definitiva, la
religación al Padre personal y colectiva es un proceso que se realiza en la
historia, pero cuya plenitud se dará al final del tiempo. Repitamos una vez más
la afirmación de Pablo: hemos sido salvados en esperanza y la resurrección de
la humanidad y del cosmos es una cuestión de futuro (cf. Rom 8,18-24; 1Cor
15,49). Juan piensa también en este sentido: «Queridos, ya somos hijos de Dios,
pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando
aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es» (1Jn 3,2). Se
fundamenta esta convicción en dos presupuestos básicos del cristianismo: la
cruz de Cristo está unida esencialmente a la resurrección, resurrección que es
prometida a todos (cf. 1Tes 4,13; 1Cor 15). Y, en segundo lugar, dicha promesa
abarca a la persona, a la humanidad y al cosmos (cf. Rom 8,19-27); de ahí el
impulso misionero que las comunidades cristianas mantienen a partir de la
Pascua. Y lo mismo se dice del hombre individual; él es un proyecto constituido
por unas relaciones y dimensiones que debe desarrollarlas y madurarlas en el
espacio y en el tiempo; y a ellos se acompasa la experiencia cristiana. Pero el
obrar cristiano tiene una sola referencia: el estilo de vida de Jesús, que es
el que asume Dios como su última palabra a los hombres al resucitarlo. Y ese
estilo de vida, con sus actitudes y actos, componen el contenido del futuro de
cada persona, que se debe acrecentar en la vida personal, sabiendo que es lo
único que va a permanecer para siempre. Todo lo que no sea configurado en
Cristo, no es resucitado y forma parte de un mundo pasado, caduco y destinado a
la muerte definitiva. De ahí la importancia de vivir la cotidianidad de la vida
como configuración con Cristo. Él vive como hijo, o desarrolla su condición filial
en las relaciones con su familia, con la sociedad, con Dios, y realizando sus
responsabilidades como técnico de la madera, del hierro, de la piedra, y,
finalmente, en la predicación del Reino. La existencia en amor filial no
entraña una experiencia paralela a la experiencia cotidiana de la vida, sino
que se hace en ella y con ella. La clave consiste en que las relaciones vitales
cuando se asientan en la relación amorosa filial adquieren una densidad y una
dimensión propia de Dios, que es la que Él prolonga para siempre al final de
cada vida personal, o al término del tiempo histórico vivido por cada uno.
El cristiano, habida
cuenta de que Dios coloca su salvación definitiva en el futuro, debe considerar
su persona como una realidad por hacer. Esto exige el compromiso y la
dedicación permanente para alcanzarlo, sabiendo, a la vez, que jamás alcanzará
dicha salvación de una manera plena y permanente con sus solas fuerzas y en la
historia actual. La índole escatológica de la salvación es clave para no
atascar a la comunidad cristiana en la historia y absolutizar los elementos
humanos necesarios que acompañan a la gracia de Dios. Esta tensión, que marca
la vida cristiana, se inscribe en el proceso de la historia de salvación insertada
en la historia universal, y, por tanto, el hombre nuevo está operativo
invirtiendo la tendencia a la destrucción personal y al exclusivo predominio
del mal. Y debe ser consciente, a su vez, que vive su relación múltiple de amor
bajo la influencia del mal. Hay que evitar los desvaríos de creerse salvado
definitivamente en la actualidad, y hay que admitir que la vida está aún
sometida a las exigencias del mal (cf. Gál 2,20; Rom 6,12; 2Cor 5,6), que el
amor se cobija en una morada frágil y terrena (cf. 2Cor 5,1-4). Por eso es un
amor crucificado, sometido a sufrimientos y dolores sin cuento (cf. Rom 8,22),
por lo que todo triunfalismo y exhibición está fuera de lugar.
Mas la futura
manifestación de los hijos de Dios se asegura por la resurrección de Jesús,
cuya influencia permanece en la historia por el Espíritu (cf. Rom 8,19). No hay
que olvidar que «ver a Dios» en la gloria, o alcanzar la plenitud en el futuro
se comienza, no obstante, en la relación personal y colectiva que se establece
en la historia con Cristo. La relación con él, adquirir su forma por medio del
desarrollo y despliegue del amor, del hombre «nuevo» se mantiene cuando el
creyente se relaciona de una forma estable con Dios, con la comunidad de
salvados y con la creación, porque «quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»
(Jn 14,9); y viceversa: el triunfo final es la historia de amor que el hombre
despliega a lo largo de su vida, porque el Jesús que Dios resucita es el que
compartió su vida con todos en Palestina; es el crucificado.